El autor sostiene que no hemos aprendido nada en la lucha contra el virus y alerta de la gravedad de la situación política, incluidos los ataques al Rey y el riesgo de desestructuración del Estado
LPO
Creíamos, dentro de nuestro escepticismo patrio, que íbamos a aprender algo de todo lo grave que nos había pasado. Pero no solo no hemos aprendido nada, sino que lo hemos incluso empeorado. Seguimos sin preparación para hacer frente a esta segunda ola totalmente previsible; seguimos tomando medidas con retraso cuando tuvimos la pequeña tregua del verano que despilfarramos alegremente de vacaciones; seguimos sin médicos ni sanitarios suficientes; y, mientras tanto, el espectáculo que están dando los políticos es indigno y deplorable. Nos estamos volviendo a jugar la muerte de otros miles de ciudadanos, más víctimas de la mala gestión y las disputas partidistas que del propio virus.
La desmoralización de nuestra sociedad por el desgobierno estatal, y el añadido de algunas comunidades autónomas, es absoluta. Se ha demostrado que de este desgobierno tan solo se pueden esperar reacciones poco recomendables. La sensación de los españoles, en general, es que de nuevo, y por segunda vez, vuelven a estar solos y abandonados a su suerte. Y los ataques continuados a la Jefatura del Estado crean, todavía más, un sentimiento de extrema orfandad, pues el Rey es el Estado mismo, su representación simbólica y encarnación de la democracia parlamentaria. Es cobarde que, amparándose en sus puestos de gobierno, habiendo prometido respetar y defender la Constitución, traicionen su palabra acusando al Rey de algo que no ha hecho, ni haría jamás. Prohibir al Rey ir a uno de los territorios españoles no tiene justificación racional alguna. Y es muy bajo que fuese para congraciarse con los independentistas catalanes, especialmente, con Esquerra. Afortunadamente, la Justicia española sigue funcionando y el Tribunal Supremo ha inhabilitado a Torra. Es decir, un profesional de la insumisión que ha judicializado la política al incumplir las leyes que prometió. Él y los suyos que acusan a la impecable y respetada Justicia española de «antidemocrática e ilegal» son los que provocan deliberadamente que el Estado se defienda. Revel, en La grande parade, escribe algo muy sencillo e ilustrativo: que la ideología, sobre todo la de los extremistas, «es eso que piensa en tu lugar». Torra, evidentemente, hacía año que había dejado de pensar.
La desestructuración del Estado se está llevando a cabo a pasos agigantados, y va a ser muy difícil que lo destruido, mucho y profundamente, pueda volverse a reconstruir. Además, da la sensación, y creo que esto es una certeza, que aunque el juego sucio se le dejó a Podemos, ahora ya intervienen también la otra parte de los buenos. ¿Por qué si no el ministro de Justicia, aparentemente parco y medroso, sin venir a cuento en el orden del día, saca a relucir los indultos? En apenas 48 horas han acontecido todos estos graves sucesos. El mayor, el del Rey. Nunca jamás, en la democracia, había sucedido semejante hecho. Y ese malestar expresado por Felipe VI no es, ni más ni menos, que el nuestro. Es la manifestación de que está alerta, como deberíamos estar el resto de los ciudadanos. Utilizar a la Jefatura del Estado para cuestiones políticas partidistas es inmoral pero, sobre todo, inconstitucional. Los Presupuestos Generales del Estado, absolutamente necesarios, no valen los desaguisados que se están produciendo.
La solidaridad que debería haber entre todas las comunidades coordinadas por el Gobierno está en entredicho y repercute negativamente en lo que debería ser ese reflejo en la sociedad. La distancia social a la que obliga esta pandemia también se está imponiendo en la relación entre comunidades limítrofes que se echan las culpas las unas a las otras. Pero todo esto lo provoca un Gobierno que se sumerge, cada vez más, en el caos. Un Gobierno que, al día de hoy, está sin saber en qué se va a utilizar el dinero que supuestamente nos vendrá de Europa. Espero que Bruselas no entregue nada mientras no conozca a ciencia cierta para qué irá destinada cada partida. Y, mientras tanto, seguimos en boca incluso de presidentes temerarios como Trump y su equipo, a los que Hillary Clinton calificó, precisamente, como «un hatajo de deplorables». ¿Lo son aquí del mismo modo los políticos incapaces de llegar a acuerdos? Porque deplorable es todo lo que está aconteciendo y el precio va a ser cuantioso, sobre todo socialmente. Nos hemos convertido en foco de atención de la prensa internacional, de cualquier signo ideológico, por figurar en los primeros puestos mundiales de contumaz ineficacia frente a la pandemia. ¿Por qué tanto retraso en la evaluación por parte de médicos y científicos de prestigio? La ruptura de los elementos fundamentales de cohesión del Estado traerá, en un futuro no muy lejano, consecuencias.
Hemos fracasado y, en este sentido, lo hemos hecho todos, en evitar el enfrentamiento entre los jóvenes y los mayores. Las dificultades para hacerles ver el riesgo que corren ellos y sus familias si no cumplen con las normas. Aquí surgen a la luz los vacíos inmensos de la educación cívica española en torno a los deberes y obligaciones sociales. También han fallado las familias. No se han enseñado las virtudes morales, éticas y cívicas porque eso se consideraba algo obsoleto. El bien común consiste, al menos en gran parte, en la educación moral de los ciudadanos. Pero ante el mal ejemplo que están dando los políticos, qué se les puede exigir a estos jóvenes que ven cómo su propio Parlamento es un botellón de insultos, una cuenta furiosa de Twitter hecha a base de improperios y una siniestra sala de ocio nocturno donde se ultraja a su propio país.
En estos momentos solo nos une una solidaridad del temor: y el principal temor son los propios políticos. Los políticos han logrado, afanosamente, que sus representados les tengan no solo temor sino un miedo atroz. Miedo a sus mentiras, a su ineficacia, a su sectarismo. Miedo, en fin, al miedo que ellos no sienten por los demás. La democracia se considera peligrosa por parte de quienes nos gobiernan. Deberían haber potenciado un discurso público robusto desde el punto de vista político y moral. Un discurso político centrípeto y no centrífugo.
ESTAR todos juntos y coordinados contra el mismo enemigo común. Pero ha sido todo lo contrario. La sensación de orfandad se une a todos los problemas que ha traído la globalización, esa deslocalización de nuestra producción industrial que nos hizo dependientes de China y de India, para disponer de medios materiales de defensa. Y este sentimiento crecerá cuando, en los próximos meses, muchos miles de trabajadores se queden definitivamente sin su puesto laboral. El resentimiento y la ira serán recogidos por los partidos extremistas y autoritarios de ambos lados. La ira contra las élites (los políticos) está llevando a la democracia, y no sólo en nuestro país, a ser puesta peligrosamente en entredicho. La xenofobia y el apoyo popular a figuras autocráticas, en nuestro caso bien conocidas, ponen a prueba a nuestro Estado de derecho. El verdadero Ministerio y la Vicepresidencia que manejan a su antojo Iglesias y sus adláteres, aún virginales de proyectos concretos de ninguna clase, es el del resentimiento y el odio. La actual democracia le dio la libertad, lo alimentó, lo educó, le dio unas posibilidades que otras generaciones de españoles no tuvieron durante siglos. E, incluso ahora, la posibilidad de injuriar al Jefe del Estado y por ende a la Constitución que todos votamos, sin responsabilidad alguna. Iglesias tiene el síndrome de Cayo Popilio. Defendido por Cicerón, que evitó su muerte, él, una vez muerto César, le pidió a Marco Antonio ser su asesino. Y así hizo. También se puede pasar a la historia de esta manera. «¡Tened cuidado con quienes enseñan el resentimiento y el odio», dijo Zaratustra. Que no sea el Parlamento su universidad y él, nombrado su rector.
CÉSAR ANTONIO MOLINA* Vía EL MUNDO
*César Antonio Molina es escritor y ex director del Instituto Cervantes y ex ministro de Cultura.
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