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miércoles, 14 de octubre de 2020

YO, EL SUPREMO

 El autor considera que, sólo por sentirse más supremo que el Supremo, el señor Iglesias tendría que ser cesado fulminantemente

 

AJUBEL

Dos observaciones previas. Una, que el título de la tribuna está tomado de la novela que el escritor paraguayo Augusto Roa Bastos dedicó a Gaspar Rodríguez de Francia, aquel fanático y cruel dictador que gobernó en Paraguay desde 1816 a 1840. Otra, la segunda, que como el lector podrá observar, algunos pasajes serán ficción y, por tanto, metáfora de la realidad. Dicho lo cual, comienza el relato en forma de monólogo del protagonista.

El pasado jueves, 8 de los corrientes, fecha en que se honra a las santas Reparada, Thais y Pelagia, el vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias Turrión, al conocer que el juez Manuel García-Castellón había elevado al Tribunal Supremo una «exposición razonada» contra él por el caso Dina, se dirigió a quienes querían escucharle y con su habitual voz impostada, dijo:

-Yo, en nombre del pueblo al que represento, advierto a su señoría de que con esta injusta actuación de la que soy víctima ha manchado su toga para siempre. Yo soy el juez de jueces. Llevarme al banquillo y no digamos, condenarme, traería para la magistratura española consecuencias peores que una peste. Todas las enfermedades imaginables caerán sobre ella. Mi corte de incondicionales suplicarán al cielo para que las diez plagas de Egipto arruinen y destruyan por completo la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo, dos cuevas de reaccionarios.

Apostilla a la monserga. Al parecer Pablo Iglesias olvidó incluir en su alocución al titular del Juzgado de Instrucción número 42 de Madrid que investiga los indicios de malversación de caudales y administración desleal que concurren contra el partido Podemos del que aquél es secretario general.

Otras crónicas no fabuladas informan de que el señor Iglesias lo que dijo fue que la imputación por los delitos de acusación y denuncia falsa, descubrimiento y revelación de secretos y daños informáticos que el magistrado le atribuye, era una siniestra operación política y el proceso penal, una vulgar excusa. Concretamente, en la emisora RAC-1, al ser preguntado por esos reproches delictivos que veinticuatro horas antes el juez le había hecho, el vicepresidente segundo del Gobierno contestó: «Es inconcebible, absolutamente imposible, no va a ocurrir. Ni como mera hipótesis concebimos que pueda haber una imputación». Luego, el señor Iglesias afirmó que «en este país todavía no han condenado ni imputado a nadie por sus ideas» y terminó sentenciando que el «caso se enmarca en una estrategia de persecución contra él y Podemos y no prosperará (...) porque todos sabemos lo que va a decir el Supremo».

Es indiscutible que la última palabra a pronunciar en relación a las imputaciones formuladas por el juez García-Castellón, la tiene la llamada Sala de admisión de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, pero con independencia de la decisión que tomen los cinco magistrados que la integran -para ser exactos, cuatro magistrados y una magistrada-, todos de extraordinaria solvencia jurídica y sin perjuicio de curso del suplicatorio al Congreso de los Diputados, si es que, de acuerdo con el artículo 71.2. de la Constitución, se solicita, la reacción de Pablo Iglesias creyéndose un todopoderoso judicial capaz, además, de vaticinar autos y sentencias, es tan grave como preocupante. Por mucho vicepresidente del Gobierno que sea, ante un tribunal de justicia es un mortal más, no un enviado por la divinidad en forma de paloma buchona para borrar de la faz de la tierra el vicio y los malos hábitos, excluidos los suyos. Sólo por esto, por sentirse más supremo que el Supremo, el señor Iglesias tendría que ser cesado fulminantemente.

El narrador vuelve al hilo de su historieta. A raíz de publicarse el escrito del juez Manuel García-Castellón, los partidarios del «expuesto» Pablo Iglesias declararon que la resolución judicial era una aberración y una estrategia para derribar al Gobierno. Para mí que estos individuos deberían haber callado, cosa que igualmente podrían haber hecho quienes declararon que el juez pertenecía a la derecha más rancia y que llevar a su jefe a las puertas del Supremo era una vergüenza nacional, aunque quizá, en este particular, no haya que dar tres cuartos al pregonero, pues ya se sabe que a los indigentes intelectuales y enfermos de verborragia, la pasión sirve para cegar sus retorcidas mentes y amplificar sus sonoros prejuicios.

Ahora bien, distinto es espolear a la chusma para calumniar e intimidar al juez a través de las redes sociales -«antisociales», sería más apropiado- y que lo hiciera en términos tan disparatados como «éste es un hijo de puta franquista que viene de familia burguesa. A este cabrón hay que cocerlo y ya está (...), García Castellón, eres un facha y un cabrón (...) y no puede terminar bien, lo único que espero es que sea pronto». Con estas actitudes, sus responsables, sean por autoría directa, inducción o cooperación necesaria, ignoran o quieren ignorar, que es lo más seguro, que la justicia se administra por jueces y magistrados independientes e inamovibles y sometidos únicamente al imperio de la ley. También que semejantes formas de proceder tiene el tufo de los vicios totalitarios y eso que habíamos llegado a creer que el totalitarismo estaba ya muerto y enterrado.

En este punto, frente a las ofensas y amenazas recibidas, el juez García-Castellón está dando un gran ejemplo y ha hecho lo que, con arreglo al artículo 14 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, tenía que hacer: pedir al Consejo General del Poder Judicial que le ampare de los ataques contra su independencia, no obstante saber que el oficio de juzgar es pasto propicio para los desahogos de justicieros y una servidumbre que hay que llevar con resignada compostura. A la cabeza me viene aquello que Cervantes decía de que cuando la cólera se sale de madre, no tiene la lengua padre, ni ayo, ni freno que la corrija.

Un estudioso de los almanaques católicos asegura que santa Reparada, insigne impenitente, defendía, a modo de eximente, que los dirigentes como Pablo Iglesias no pueden pecar, pero esto es una ingenuidad de la beata, tan aficionada ella a jugar con las palabras. Todos los mortales pecamos, aunque, a decir verdad, unos más que otros, pues los hay que lo hacen venialmente y otros mortalmente.

-Un momento, que siempre ha habido clases. Los políticos que tenemos el privilegio de la inmunidad y del aforamiento otorgados por la divina mano de la democracia nunca pecamos porque es incomprensible que, en nuestra infinita grandeza, podamos ofender a nadie y menos caer de bruces en la ciénaga del Código Penal.

-Muy bien. ¿Quiere usted añadir algo más a lo ya dicho?

-Sí. Que mi conciencia está limpia, que yo soy el mejor político que habita en el Parlamento español y en el europeo; incluso soy más bueno que justo y nada me importa que no se me admita porque lo que prevalece es mi razón.

El señor Iglesias jamás debe hablar así delante de los jueces, pues son muy mirados e interpretan que, con semejantes palabras, lo que quiere transmitirles es que él es muy capaz de hacer con sus togas lo que le sale de alguna parte del cuerpo.

Nota de alcance. Cuando estas líneas están llegado a su fin, leo en el confidencial de un diario digital que el señor Iglesias, pese a no aparentarlo, está hecho polvo con la decisión del juez García-Castellón y que la procesión va por dentro. Incluso se comenta que se está planteando dejar el Gobierno y el escaño del Congreso, lo que implicaría la pérdida de su condición de aforado. A mí me parece que abandonar el país y pasar a la situación de «rebeldía» procesal no es mala solución si crees que la huida es un punto de contrición. A los vencidos no hay que desahuciarlos, basta con ponerlos en el camino del exilio. ¿Eso no es de Camilo José Cela? No. Lo que Cela dijo es que los hinchados de soberbia deberían llevar una lucecita en mitad del entrecejo para avisar del peligro.

 

                                                              JAVIER GÓMEZ DE LIAÑO*  Vía EL MUNDO

*Javier Gómez de Liaño es abogado.

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