Cualquiera percibe que Sánchez termina haciendo lo que Iglesias anticipa, como embajador en el Consejo de Ministros de los intereses tanto propios como de aliados secesionistas, aunque nadie lo verbalice
ULISES CULEBRO
En el magnífico drama teatral Un hombre para la eternidad, donde se escenifica el conflicto entre un hombre de conciencia como Tomás Moro y el arbitrario poder absoluto de Enrique VIII, del que era consejero y amigo hasta su decapitación, hay una escena en la que aquel «hombre de todas las estaciones» se enfrenta al dilema que le traslada su yerno. Éste le apremia a que emplee su inmenso poder de Lord Canciller para deshacerse de un mortal enemigo y Sir Tomás Moro le aclara que, al no constarle que haya contravenido providencia alguna, estaba obligado a protegerle.
Al acusarle casi de hereje, le remarca: «Romperías la ley para castigar al Diablo, ¿verdad?». Con vehemencia, su interlocutor le replica: «¿Romperla? Con tal de apresarlo suprimiría, si menester fuera, todos los códigos». Ante tal manifestación, Moro repone: «Y cuando hayas talado todo el bosque de las leyes de Inglaterra, si el demonio se vuelve contra ti, ¿dónde te esconderás?». Dicho lo cual, él mismo se responde: «Sí, por mi propia seguridad, reconoceré al mismo demonio el amparo de la Ley».
Es difícil no sentirse concernidos por la interpelación de quien describió la Utopía, pero acabó ejecutado en el cadalso de la Torre de Londres. En esta hora crítica para una España golpeada por una grave crisis institucional en la que, aprovechando la pandemia de coronavirus con sus más de 60.000 muertos y una galopante recesión, se trata de echar abajo los basamentos constitucionales de su Estado de derecho -del Rey abajo, todos- por medio del autogolpe promovido desde el Gobierno de cohabitación socialcomunista que se diría copresidido por Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. No en vano, el vicepresidente segundo y líder de Unidas Podemos arrastra al jefe del Ejecutivo a sus postulados neocomunistas desde que se embarcó, desnaturalizando al PSOE, en la nave de los locos -como aquella con la que El Bosco simbolizó la estupidez humana- junto a quienes hicieron que Cataluña chocara contra el acantilado con el referéndum ilegal del 1-O de 2017, mientras el coro de sirenas se confabulaba -antaño y hogaño- en hipnotizar a las multitudes videoadictas.
Así, valiéndose de artimañas que evocan las leyes de transitoriedad separatistas, el Ejecutivo bifronte, con Sánchez e Iglesias como dos caras de la misma moneda, acelera su particular proceso con un asalto al Palacio de la Justicia que ha hecho saltar las alarmas europeas sobre lo que acaece a este lado de los Pirineos. Los problemas ya no se limitarían al ámbito económico como la Grecia de Syriza en la crisis financiera de 2008 hasta imponerse el principio de realidad, sino de índole democrática hasta apartar el ojo de Polonia y Hungría y ponérselo a España. Paradójicamente, el PSOE que se puso a la vanguardia de la denuncia de las transgresiones de ambos países por vulnerar la independencia judicial agrava en campo propio aquello que vituperaba hasta contravenir los pilares de la Unión Europea en lo que toca a la elección de jueces. Causa sarcasmo que Polonia y Hungría se valgan ahora de España para seguir en sus trece frente a las presiones de la UE.
Primero redujo a los fiscales a amanuenses del Gobierno con menoscabo del interés público tras desembarcar la ex ministra Delgado en la Fiscalía General. Ello se evidencia en la protección que otorga al vicepresidente Iglesias en los sumarios que comprometen a él y a los suyos, así como en la férrea negativa a indagar eventuales responsabilidades penales del Gobierno por la peor gestión de la pandemia en Europa. Todo un contraste con países como Francia donde se pone en un brete por esta causa incluso a primeros ministros.
Maniatado el Ministerio Público, el Ejecutivo socialcomunista pretende depreciar el gobierno de los jueces a una mera prolongación del Consejo de Ministros. Ello agravaría el perjuicio infligido a su independencia con la modificación socialista del año 1985 que hizo del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) una extensión de las Cortes. A modo de pequeño parlamento en el que las votaciones son un disciplinado ejercicio marcado por el signo político del partido proponente de cada vocal. Cuando el Tribunal Constitucional avaló aquella nociva modificación que atribuía a las Cortes la potestad de designar a los 12 miembros correspondientes a los magistrados, lo hizo con unas cautelas que, como era previsible, han sido burladas y que ahora se quieren atropellar por la mayoría gobernante.
Con este propósito, Sánchez auspicia que la nominación de consejeros judiciales, en vez de atenerse al quorum de tres quintos que exige la Carta Magna, se efectúe por mayoría absoluta en segunda instancia. De esta guisa, la mayoría gubernamental podría despacharse a gusto sin precisar acuerdo con la oposición. Lo acomete por medio de un proyecto que, para saltarse los dictámenes del Consejo de Estado, del Consejo de Fiscales y del CGPJ, el Gobierno ha canalizado como proposición de ley orgánica de los grupos parlamentarios del PSOE y UP. Bajo la falacia de la supuesta deslealtad de un PP que no se avendría al trágala.
Esta injustificable demora, sin duda, ya la vivió el CGPJ, con el ministro Campo como vocal socialista, o el Tribunal Constitucional pendiente tres años de renovar un tercio de sus magistrados, sin por ello justificar un butrón en la estructura del Estado. Es más, el Defensor del Pueblo sigue en funciones desde 2017 en que cumplió mandato Soledad Becerril y el interinazgo de la administradora provisional de RTVE, Rosa Mª Mateo, se ha eternizado sin que nadie ponga el grito en el cielo.
Si el atropello saliera adelante, el Gobierno determinaría casi el 80% del CGPJ y supeditaría el escogimiento de las más altas magistraturas judiciales del Tribunal Supremo, de la Audiencia Nacional y de los Tribunales Superiores autonómicos, además de las Audiencias Provinciales, junto al consiguiente efecto dominó que desataría en el Tribunal Constitucional. Ello supondría aplicar al Estado de derecho en España «guillotina seca» al matar sin que brote sangre. Como en la maldición de Kirchmann, el jurisconsulto alemán y crítico de la Ciencia del Derecho, bastan «tres palabras del legislador para destruir bibliotecas enteras».
Con ese grado de supeditación, ¿qué cabría esperar de unos togados degradados a correas de transmisión de los designios espurios de un Gobierno que, en algo más de cinco meses, pretende promulgar lo que al sátrapa Chávez costó cinco años? En 2004, varió a conveniencia las hechuras del Tribunal Supremo para dotarse de la impunidad que persigue el Gobierno Sáncheztein y que parece haberse topado con la legalidad europea de modo que, cuando se avecinaba el debate de la testimonial moción de censura planteada por Vox, se ha desayunado con la inesperada reprobación europea.
Si el plan Marshall sirvió para reconstruir la Europa devastada en dos guerras sucesivas desatadas por los nacionalismos criminales y estableció regímenes democráticos tras la segunda contienda mundial a este lado del Telón de Acero comunista, la Europa superviviente debe asegurarse que esos fondos comunitarios de recuperación económica de los efectos de la covid-19 deben fortificar sus instituciones democráticas preservando que esos dineros -ya no provenientes del «amigo americano», sino del contribuyente continental- no se malbaraten municionando el voto cautivo de partidos que buscan derruir la libertad y el bienestar europeos.
Empero, en estos pagos, todo se predispone en dirección contraria por un Gobierno que fía los 140.000 millones asignados a España al jefe de gabinete de Sánchez, Iván Redondo, para que se funda en lo que resta de legislatura los 72.000 no reembolsables con igual criterio que los viernes electorales que dio en llamar sociales de la precampaña de noviembre de 2019 y para lo cual suprimirá supervisiones para un manejo libérrimo de esos caudales redundando en los males lacerantes del clientelismo y la corrupción.
La cautela de salvaguarda de la Unión de condicionar tales erarios al respeto al Estado de derecho es un peñasco en el camino de Sánchez de cambio de régimen mediante leyes habilitadoras que pongan en almoneda la Constitución sin acudir al mecanismo de reforma. Sánchez deberá recular para, tras intimidar al PP con el proyecto de gubernamentalización del Poder Judicial, preservarse una condición de ventaja a la espera de reemprender la marcha tras el imprevisto accidente. No supondrá tanto un paso atrás como una zancada más corta.
Como en la película Un golpe de gracia, de Peter Sellers, en la que una pequeña nación empobrecida declara la guerra a EEUU con la esperanza de perderla, ser invadida y conducida a la prosperidad, la respuesta europea puede ser salvífica para el Estado de derecho en España, aunque no convenga fiarlo todo a Bruselas. Detrás de este arreón, vendrán otros de un PSOE que ha adoptado el programa de Podemos tras quemar las naves de su improbable retorno a un constitucionalismo del que reniega como Carrillo de su padre antes de pasarse con armas y bagage al PCE al mando de las Juventudes Socialistas.
Si antes de sustanciarse la investidura Frankenstein un socialista del Antiguo Testamento como Redondo Terreros enronqueció reiterando que, «si jugamos a Podemos, gana Podemos», cuando el objetivo de la formación morada era dar el sorpasso al PSOE para erigirse en fuerza mayoritaria de la izquierda, ahora que esa apetencia se revela un desiderátum, Iglesias logra que Sánchez aplique su programa de desmontaje de la Constitución rompiendo su candado. Del mismo modo que, «si hace cuac, luce como pato, camina como pato... lo más probable es que sea un pato», por más que diga ser otra cosa, cualquiera percibe que Sánchez termina haciendo lo que Iglesias anticipa. Como embajador en el Consejo de Ministros de los intereses tanto propios como de aliados secesionistas, aunque nadie lo verbalice para no acarrearse el ostracismo. Al final, como concluye Mefistófeles en el Fausto, de Goethe, «acabamos dependiendo de aquellas criaturas que hemos creado».
A la postre, Sánchez ha perpetrado lo que negó en el mitin sevillano de 2016 que se ha viralizado y donde se burlaba de cómo la prioridad de su hoy socio se cifraba en someter a jueces, fiscales, espías y policías. Parafraseando el romance de Abenamar, así habló el otrora candidato, bien leeréis lo que decía: «Yo le decía: Pablo, ¿qué te parece si recuperamos los convenios colectivos? Y él decía, bueno, eso me parece fundamental. Pero es mucho más importante controlar a jueces y fiscales». En vista de que Iglesias siempre anteponía ese control y «el derecho de autodeterminación», nuestro Caballero Blanco interpelaba a aquel Joker a que aclarara al electorado, porque el cambio comenzaba por avasallar a servidores de instituciones claves.
«¡Qué lo expliquen!», repetía como un poseso quien hoy se consagra a la demolición constitucional que negaba persuadido quizá de que, al revés que Tomás Moro, no debe temer a que el demonio se vuelva contra él tras venderle su alma. Desdiciéndose de lo dicho aquel junio de 2016 a la radiofonista Pepa Bueno rumbo al acto electoral: «Se decía (...) que yo iba a vender mi alma para ser presidente y que iba a aceptar el chantaje de Iglesias, cargándonos la independencia de los jueces y fiscales, que íbamos a hacer descansar la gobernabilidad en las fuerzas independentistas....».
Cuando el zar Pedro I el Grande se empeñó en construir San Petersburgo en una zona inundable, un viejo barquero trató de advertírselo señalándole un añoso árbol que mostraba rasgos de una inundación, todo fue en vano. Obcecado con su capricho, hizo talarlo para que no pudiera servir de testimonio contra él. Como los enjalbegadores de La Moncloa tratan de borrar todas las huellas del pasado que delata a Mefistófeles Sánchez que acaba de ser señalado por la Comisión Europea por su falta de escrúpulos en la preservación del Estado de derecho. Ningún presidente democrático español se había ganado tal reproche.
FRANCISCO ROSELL Vía EL MUNDO
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