El autor hace un llamamiento a todos los partidos para que recuperen el espíritu de la Transición y encuentren un vía de diálogo que permita alcanzar consensos de cara a lograr objetivos nacionales
JAVIER OLIVARES
La necesidad de acuerdos políticos ha sido una de las reclamaciones más frecuentes y antiguas en mis discursos y en mis escritos políticos. No era en mi caso un recurso fácil o una reivindicación vengativa de las causas por las que me alejé de la política, era y es un convencimiento largamente meditado y, desde mi punto de vista, contrastado en numerosas ocasiones durante estos últimos cuarenta años, con más o menos dramatismo.
Nuestra historia y los orígenes de la Transición hacían necesaria la practica del consenso para fortalecer la debilidad de aquel acto de voluntad que supuso el tránsito de la dictadura a la democracia, sin disminuir por ello la poderosa pluralidad que existe en las sociedades modernas. En nuestros lares la tendencia siempre ha sido a la disgregación, al establecimiento de trincheras, ya fueran religiosas, culturales o ideológicas, y cuando estas no se daban era por una presión asfixiante y castradora de los que en cada momento eran dueños del pensamiento dominante.
No hemos tenido la virtud del equilibrio, ni ninguno de los bandos ha poseído la fuerza para hacer de su dominio algo definitivo. En esas circunstancias parecería conveniente que los dirigentes políticos, disminuyendo las tendencias que podemos considerar negativas, incrementaran sus esfuerzos en la búsqueda de puntos de equilibrio que fortalecieran lo común, alejándose de los discursos tributarios de extremismos políticos. Porque los dirigentes políticos son recordados por su virtuoso ejercicio del poder cuando son capaces de disminuir los vicios públicos de sus sociedades y aumentar o excitar las virtudes que poseen. Esta necesidad, que en nuestro caso adquiere el carácter de permanente, se generaliza durante las guerras o en las catástrofes naturales, con el fin de enfrentar las crisis de envergadura; en los grandes países nace entonces una fuerza de unidad que les pone en mejor situación para superar los retos que la naturaleza o su propias decisiones han puesto ante ellos. Por el contrario, en aquellos Estados en los que las instituciones son débiles y los consensos quebradizos, la fuerza, de sentido contrario, les divide y les impide contestar con el ímpetu de la unión.
Para nosotros la disgregación, el empoderamiento de nuestro yo, el sectarismo que nos hace sentirnos mejor con nuestra tribu que con la nación, nos obligó desde la aprobación de la Constitución del 78 a esfuerzos en el sentido contrario. Por lo tanto, esta gobernación virtuosa debería incluir, no sólo la reacción a algunos acontecimientos o en algunas circunstancias determinadas -la lucha contra ETA, la reacción al brutal atentado de Atocha, las estrategias saqueadoras de los nacionalistas o los órdagos del independentismo catalán- sino también extenderse a algunos ámbitos del espacio público, vitales para nuestro futuro. Uno de ellos es la educación. Si quisiéramos realmente mantener la línea de progreso y libertad iniciada hace ya más de 40 años, este ámbito del espacio público debería ser desde los inicios de la Transición objeto fundamental de consenso; sin embargo, es justamente donde se da condensada toda la potencia del enfrentamiento, incapaz cada uno de los bandos de apearse durante un minuto siquiera de unos apriorismos ideológicos que poco o nada tienen que ver con el objeto fundamental: la educación de nuestros hijos. La política exterior debiera haber sido otro ámbito fundamental de consenso, si lo que pretendíamos es que los países de nuestro entorno se olvidaran de los clichés vulgares que una visión sesgada de la historia les ha puesto en bandeja y nos consideraran en los mismos términos que lo hacen entre ellos: con respeto. Sin embargo, hemos visto cómo algunos hicieron de la política exterior un elemento más de su arsenal ideológico, por cierto cargado de un estúpido buenismo, más propio de una charla de café universitario que de quien tiene la alta responsabilidad de dirigir una nación.
Ya durante la Transición, sus protagonistas estuvieron obligados a un esfuerzo mayor, porque la democracia del 78 no era el producto inexorable de nuestra historia, con la solidez que el paso del tiempo y la asunción natural del pasado otorgan a las instituciones de los países que nos rodean. En contraste con nuestro entorno, nuestra democracia era la consecuencia de la voluntad política de la sociedad española, harta de ser diferente a un entorno que empezaba a conocer y anhelante de libertad. El resultado de ese acto de voluntad tiene inevitablemente tanto de heroico y bello como de frágil y volátil. Sin embargo, el camino iniciado no fue en esa dirección, buscaron la legitimidad en los éxitos políticos y en una modernidad formal, olvidando, porque también era una forma de superar un pasado reciente sumamente traumático, los aspectos sentimentales y simbólicos de la España nueva que estaba naciendo. ¿Cómo podríamos explicar, si esta apreciación fuera errónea, que para driblar la cuestión monárquica la izquierda de aquel tiempo se considerara juancarlista, para no decirse monárquica, manteniendo su nostálgica e inútil reivindicación republicana?
Seguimos sin comprender que la pluralidad de las sociedades modernas exige, para no asfixiarse o disolverse en el desbarajuste, de democracias capaces de integrar esa diversidad política, social, cultural y hasta religiosa. Pero para conseguir tan grandioso objetivo, las democracias necesitan de consensos sólidos y de unidad en cuestiones básicas. Las democracias occidentales requieren para ser cauce seguro de esa diversidad abigarrada, que es ineludible en nuestras sociedades modernas, puntos fuertemente anclados en la voluntad mayoritaria; sólo de este modo serán estables e integradoras. No recuerdo quién decía que en Gran Bretaña estaban tan sólidamente unidos que podían discutir sobre cualquier cuestión y en cualquier circunstancia. Ya Montesquieu, adelantándose, como en otros muchos aspectos, y en esa penumbra en la que lo nuevo todavía no era una realidad y lo antiguo había dejado de servir, intuyó las contradicciones de la unidad en el ámbito publico en las sociedades de su tiempo y la paradójica fuerza de la pluralidad: "Lo que en un cuerpo político se llama unión, es algo muy equívoco; la verdadera unión es armonía, por la cual todas las partes, por opuestas que nos parezcan, concurren al bien general de las sociedades, como las disonancias en la música concurren al concierto total".
Han sido muchos los momentos y las circunstancias en los que razonablemente unos cuantos -no crea estimado lector que tantos- hemos pedido estos acuerdos entre los grandes partidos nacionales, sin importarnos mucho a quién beneficiaba en cada momento el acuerdo. Pero ninguno de los momentos excepcionales que he mencionado durante el artículo, algunos otros que el lector se imaginará y yo no tengo espacio para recoger aquí, pudieron colapsar el Estado. Ni siquiera las locuras de los independentistas catalanes se han acercado a su pretensión de conseguir el fracaso del Estado (objetivo que en unas ocasiones han perseguido y en otras han aprovechado).
Sin embargo, la crisis sanitaria que estamos padeciendo, entre sorprendidos e indignados, sus terribles consecuencias humanas y económicas, sumado a la crisis política que venía gestándose desde tiempo atrás por graves errores políticos, pueden llevarse todo lo conseguido por delante. Nunca hemos sufrido una crisis tan poliédrica y profunda como la que nos está azotando de forma devastadora. Y en estas circunstancias preguntarnos cómo ha funcionado el Estado Autonómico -Ayuntamientos, Comunidades Autónomas y la Administración Central- no es un delito, sino una obligación. No creo que podamos decir hoy, y salvando al colectivo humano, que la sanidad española se encuentra entre las mejores del mundo. También han fallado mucho de los mecanismos de coordinación política. En el mismo sentido, sin hacer una impugnación general al sistema autonómico, podemos pensar que son muchos los aspectos mejorables y muchas las reformas que se necesitan. Apostamos en su momento por preservar a costa de todo la salud, y la estrategia no sólo no ha funcionado sino que nos ha sumido en una crisis económica de dimensiones desconocidas.
Parece pertinente en estas circunstancia hacernos algunas preguntas: ¿Está el actual Gobierno capacitado para crear el ambiente de concordia político necesario para conseguir estos imprescindibles acuerdos de supervivencia? El Gobierno sabrá que compatibilizar el esfuerzo para crear el marco para los acuerdos presupuestarios con la neutralización de las propuestas económicas de Pablo Iglesias roza lo imposible; pero esa es justamente su gran responsabilidad, y por el éxito o fracaso del empeño se le juzgará. Por otro lado, ¿está el principal partido de la oposición en condiciones de superar los automatismos que condicionan, casi inevitablemente, a todos los partidos de la oposición y con más motivos al que tiene todas las cartas para gobernar en su momento? Al líder de la oposición le corresponde encontrar el punto en el que su labor de oposición conviva con la necesidad de prestar colaboración al ejecutivo en estos momentos de emergencia nacional. No creo Sánchez y Casado logren sus respectivos empeños yendo cada uno por su lado; para conseguir esos imprescindibles objetivos nacionales ambos se necesitan mucho mas de lo creen. ¿Lo habrán entendido entre tanto griterío y frenesí inútil?.
NICOLÁS REDONDO TERREROS* Vía EL MUNDO
*Nicolás Redondo Terreros es ex dirigente político.
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