El Covid ha delatado la grave debilidad sistémica que España sufre en términos sociales y políticos. A una dirigencia de pésima calidad se han unido una opinión pública cargada de prejuicios, un grave déficit educativo, una desoladora ausencia de pensamiento estratégico y un modelo institucional enredado en el caos competencial y jurídico
Ignacio Camacho
Implantar la República, tumbar el régimen monárquico. Ésa es para el vicepresidente Pablo Iglesias una de las «tareas fundamentales» (sic) de su plan de trabajo, tal como expresó ayer en un discurso dirigido a sus militantes y cuadros. En un momento en que la mayor pandemia del último siglo se expande por el país a una velocidad media de casi cinco mil nuevos infectados diarios; cuando los colegios viven un debate de padres y profesores sobre la seguridad frente al contagio; cuando en una docena de provincias hay algún tipo de restricción de la movilidad de los ciudadanos; cuando la economía se desploma y se multiplica exponencialmente el paro; cuando en Madrid hay casi un millón de habitantes obligados a
permanecer en sus casas o imposibilitados de salir de sus barrios; cuando los profesionales de la medicina denuncian a voz en cuello la inminencia de un nuevo colapso en el sistema sanitario, el colíder de la alianza que gobierna el país considera una prioridad esencial el cambio de la forma de Estado. No existe en un momento tan delicado un indicio más tranquilizador de que el destino de la población española se halla en las mejores manos.
Está muy dicho que el Covid ha puesto de manifiesto que España tiene el peor Gobierno posible en el peor momento. No sólo eso: la emergencia de salud pública ha venido a revelar que la mayoría de los estamentos e instituciones sobre las que se asienta el funcionamiento de la nación registra tal conjunto de trastornos, anomalías y desarreglos que puede hablarse con plena propiedad de un problema global, de un fallo sistémico. La epidemia ha situado a otras naciones, de similar o incluso mayor grado de desarrollo y articulación política y civil en serios contratiempos, pero España ostenta una destacada posición en el podio europeo de una hipotética y deshonrosa competición de desperfectos. Con el agravante de que a una primera reacción caracterizada por la incapacidad y el caos más completos se ha sumado una vergonzosa ineptitud colectiva para prevenir la segunda ola en medio del absentismo gubernamental, del desconcierto administrativo, de la irresponsabilidad de los dirigentes y de la inconsciencia del pueblo ante la certeza del riesgo de una enfermedad que hace seis meses mostró su devastador efecto sobre una gigantesca montaña de muertos.
El virus ha delatado que España sufre una debilidad estructural sobrecogedora en términos sociales y políticos. A una dirigencia de pésima calidad y obsesionada en sus intereses corporativos se han unido una opinión pública sectaria, trivial y cargada de prejuicios, un grave déficit educativo, una administración anquilosada, una desoladora ausencia de pensamiento estratégico y un modelo territorial demasiado complejo para solventar su propio desorden competencial y jurídico. Ante el comprometido envite de una enfermedad sin antídoto, se han averiado de golpe todos los mecanismos que podían ofrecer un mínimo soporte defensivo. En realidad, lo estaban desde hace tiempo pero nadie parece haber advertido los síntomas que anunciaban el corrosivo desgaste de sus pilares críticos. Y aun ahora, el paroxismo propagandístico del poder condena el pesimismo como una especie de antipatriótico espíritu destructivo.
Lo peor de esta situación desastrosa es que acaece tras una tragedia de la que ni los gobernantes ni la sociedad han sido capaces de extraer ninguna enseñanza. Hubo un momento, al decaer el estado de alarma, en que el duro confinamiento produjo un notable alivio de la presión sanitaria. Pero en vez de rearmar al Estado y coordinar el difuso magma de sus funciones descentralizadas, las autoridades proclamaron con frívolo triunfalismo el final de la amenaza transmitiendo a la ciudadanía la impresión equivocada de que podía volver a una normalidad falsa que distaba mucho de compadecerse con la realidad de las circunstancias. Se difundió la necesidad de retomar la confianza y se desmanteló una estructura de protección ya de por sí frágil y escasa. El Gobierno, asfixiado por las críticas a su ineficacia, se apresuró a desembarazarse de responsabilidad depositándola en las autonomías bajo el señuelo intragable de la «cogobernanza», y la población aprovechó el verano para relajarse tras la larga etapa de encierro en sus casas. La retórica de la «reconstrucción» no fue más que la enésima campaña de simulación destinada a minimizar la improvisación de la «desescalada». Sin soluciones ni proyectos, el Ejecutivo se refugió en un neolenguaje de patrañas abstractas: en vez de remedios, previsiones y recursos, acumuló una hamletiana secuencia de palabras, palabras, palabras.
Y por si todo eso no fuese suficiente garantía de fracaso, el presidente Sánchez ha abordado el regreso del curso -y del ataque vírico- con indisimulado afán de depositar en la autonomía madrileña y en su presidenta la culpa exclusiva del rebrote descontrolado. Ciertamente Díaz Ayuso no ha destacado por una gestión a la altura de la relevancia de su cargo; su propio partido cuestiona su liderazgo y su gabinete vive en perpetua tensión con los socios de Ciudadanos. Pero el sanchismo ha convertido Madrid en el símbolo del descalabro que en toda España ha producido la ausencia voluntaria de una mínima política de Estado. Quién más poder tiene -y más que aspira a tener- es quien más obligado está a usarlo al servicio del bienestar y no digamos la salud de los gobernados. Tras el abuso sistemático del decreto de excepción para implantar un mando único autoritario, el inquilino La Moncloa ha dado un giro táctico en el que sólo permanece de su anterior designio una política comunicativa de pertinaz engaño que es todo un homenaje al ominoso Ministerio de la Verdad orwelliano.
No hay margen para la casualidad: existen razones de sobra para que España esté a la cabeza del impacto del desastre en Europa. La excusa de la sorpresa apenas si podía caber, con mucha benevolencia, durante la primera ola; ahora no quedan evasivas exculpatorias para este fracaso de consecuencias demoledoras. Menos aún para refugiarse en maniobras de distracción como el debate sobre la Corona o las leyes de la «Memoria Histórica». Porque lo único que se recordará de esta inoperancia calamitosa será la maldición autodestructiva de un país empeñado en abocarse cíclicamente a la derrota.
IGNACIO CAMACHO Vía ABC
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