El asalto al Capitolio de Estados Unidos no es un golpe de Estado; es cierto, pero se le parece mucho.
RAÚL ARIAS
Un polémico cuadro del pintor surrealista René Magritte (1898-1967) se titula Ceci nest pa una pipe. Ha pasado a la historia de la pintura, no por su belleza, sino porque el cuadro, que representa una pipa, se llama esto no es una pipa. Pertenece a la serie La traición de las imágenes donde su autor realiza toda una declaración de intenciones: la imagen de una pipa no es una pipa. El cuadro no sólo ha pasado a la historia del arte, también a la del pensamiento: filósofos como Foucault han usado la obra para advertirnos de algo que parece una obviedad, pero no lo es en absoluto: representación no es realidad. Pero si algo define nuestra época es que las representaciones determinan realidades.
Estos días se ha repetido muchas veces que el asalto al Capitolio no es un golpe de estado. ¿El cuadro de Magritte es una pipa o no? El hecho es claro: un grupo de personas interrumpieron violentamente la sagrada ceremonia de certificación de los resultados de las elecciones democráticas del pasado noviembre. No es un golpe de Estado; es cierto: pero se le parece mucho. Es una traición a la democracia a través de las imágenes.
Vivimos en un régimen de la hipervisibilidad, instaurado por la cultura digital, donde el discurso se extiende instantáneamente a escala planetaria sin fronteras lingüísticas. Lo que significa que, antes de tener relato, tenemos ya el recuerdo. La memoria visual archiva sus registros antes de que escribamos el pie de foto. De algún modo, los relatos verbales siempre llegan tarde.
Antes de que pensemos los acontecimientos con palabras, sometiéndolos al orden racional de las frases y al alivio explicativo que nos proporciona la forma narrativa, las imágenes erigen una escenografía que procesamos a partir de la fisiología de los ojos, que tienen conexión directa con nuestro cerebro y que instala en nuestra mente un marco de sentido fundacional.
Todo lo que venga después, tendrá que vérselas con ese marco de sentido.
El periodismo, las actas, los libros de sesiones, la Historia... nada podrá obviar que una vez (no importa si fue durante un minuto o durante tres horas) el autobautizado Yellowstone Wolf, con su gorro de cuernos, su megáfono, su cara pintada y su voz de lobo ocupó un lugar sagrado políticamente: la presidencia del Senado de EEUU. Al margen del cruel apropiacionismo cultural de los símbolos de los nativos americanos, se ha apropiado del símbolo de la democracia a través de la imagen.
Ese marco de sentido de código visual que la imagen de Yellowstone Wolf ha creado podrá ser declarado ilegal, delictivo, terrorista o falsario. No importa. Como verdad icónica, ya ha fundado su imperio. Porque las imágenes, decía Barthes en su Mitologías, son más imperativas que la escritura, porque imponen su significado en bloque, no mediante una secuencia de significados fragmentarios, como hacen las frases.
Desacralizar los lugares, los objetos o los símbolos ha sido siempre un acto perseguido porque implica quitarles su sentido trascendente y, con ello, debilitar su eficacia como dispositivos de control social. Rita Maestre, siendo portavoz del gobierno del Ayuntamiento de Madrid, tuvo que pasar ante el juez por haber participado en una protesta en la capilla de la facultad de Psicología de la Universidad Complutense en 2011. La película documental Rocío (1980), de Fernando Ruiz Vergara, que, entre otras escenas, mostraba la talla de una virgen mientras era desvestida, despojada de su manto, el escudo de su misterio, fue secuestrada judicialmente, censurada por orden del Tribunal Supremo del 3 de abril de 1984. Otra traición escenográfica.
Los mitos en las sociedades modernas forman parte de la cultura de masas y son inseparables de su expresión visual. Las fake news también forman parte de la cultura de masas, en particular de las masas que sostienen la popularidad del presidente en funciones Donald Trump. Es poco probable que alguna de los millones de personas que tienen hoy clara memoria de la imagen del hombre disfrazado de lobo al frente de la presidencia del Senado de Estados Unidos tenga también clara memoria de las palabras que ese falso lobo pronunció, allí o en otro sitio. Esa puesta en escena no difundió un mensaje verbal. Pero consiguió la instalación de una escenografía que minaba el poder simbólico del Capitolio, el edificio mítico que, en los atentados de 2001, escapó de la destrucción de los aviones terroristas.
La traición escenográfica de la toma del Capitolio es plenamente coherente y funcional con el relato del presidente en funciones Donald Trump. Es kitsch, memética, estrafalaria y muchos otros adjetivos que cada cual querrá ponerle si la mira desde fuera. Pero es coherente y funcional para quien la observa desde dentro. ¿Desde dentro de qué? Desde dentro de esa bolsa de público que consume selectivamente solo mensajes de ratificación. Las redes sociales y la cultura digital han exacerbado los sesgos cognitivos. Existe una tradición filosófica e incluso religiosa -proveniente del cristianismo- que considera que el ser humano es una creación perfecta porque se asemeja a Dios. Y además se le considera racional frente a lo emocional porque, no hay que olvidarlo, lo emocional es primitivo porque también está presente en la mayoría de los vertebrados.
Pero el cerebro humano solo es racional si se le educa exhaustivamente para serlo, algo nada fácil. Solo la cultura y la educación lo liberan de la biología. Por tanto, sin cultura ni educación, el cerebro humano solo quiere consumir aquello que confirma sus creencias porque cuando lo hace segrega un neurotransmisor -la dopamina- que también se segrega en situaciones de placer. Las redes sociales favorecen que los individuos solo accedan a información que les complacen y así se crea una realidad paralela que puede explicar que alguien -pese a toda la evidencia- siga creyendo que Trump ganó las elecciones de 2020 y no Biden.
Uno de los fenómenos emergentes que algunos estamos analizando es el terraplanismo o los antivacunas. Si con toda la evidencia a favor de que la Tierra es esférica, cada vez hay más personas -es un fenómeno creciente- que considera que la Tierra es plana, cómo no van a creer información más compleja de desmontar como corrupción electoral donde tienes que depositar una creencia en que las instituciones humanas realizan bien su trabajo sin verlo directamente. El fenómeno de las fake news o la desinformación no desaparecerá sin grandes dosis de cultura y educación porque los procesos de disonancia cognitiva -desde el sesgo de confirmación, el partidista o el conspiranoico, entre otros- cada vez tendrán más relevancia porque los humanos cada vez tenemos menos acceso a información que refute nuestras creencias. No porque no exista o nos prohíban acceder a ella. Toda la información está al alcance -la de que la Tierra es esférica y la de que es plana-. No es un problema cultural o tecnológico; sino bioquímico: nos hemos vuelto adictos a los chutes de dopamina que nos da el leer, ver o escuchar información que confirme nuestras creencias previas.
Trump quería descertificar al Colegio Electoral. Presionaba a su vicepresidente para que lo hiciera. No consiguió el descertificado oficial, pero sí logro el icónico: el descapitolio, una traición escenográfica que mina el orden simbólico y democrático. Lo relevante de este hecho es que el siglo XXI tendrá una imagen icónica: Yellowstone Wolf, con su apropiacionismo cultural de los nativos americanos ocupando por la fuerza el lugar asignado a los representantes elegidos democráticamente en el país que se propone a sí mismo como el primer exportador mundial de democracia. Y esa imagen es imperativa, si la hemos visto, ya la creemos. Y si la creemos, ya no hay vuelta atrás. Porque, aunque Ceci nest pa una pipe, nosotros vemos una pipa y siempre veremos una pipa.
CARLOS ELÍAS y CONCHA MATEOS* Vía EL MUNDO
*Carlos Elías es catedrático de Periodismo de la Universidad Carlos III de Madrid y Concha Mateos es profesora titular de Comunicación Audiovisual de la Universidad Rey Juan Carlos.
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