Moncloa construye un relato para que Illa sirva de señuelo del voto constitucionalista. Con ese zurrón, haría su ofrenda al independentismo con otra entente que entregue la Generalidad a ERC y afiance a Sánchez
ULISES CULEBRO
Cuando hace un año, Pedro Sánchez ofreció la cartera de Sanidad al filósofo Salvador Illa, sin más bagaje como gestor que ser alcalde de un municipio barcelonés de unos 10.000 habitantes (La Roca del Vallés), ya tenía claro lo que aguardaba de él. Nada que ver, desde luego, con lo que figura en el frontispicio de la antigua sede nacional de los Sindicatos Verticales. «Con Cataluña -le explicó- hay que mantener un hilo directo toda la legislatura, y tú has demostrado que eres capaz de llegar a acuerdos con los independentistas. Hablando claro: yo quiero que tú te dediques un par de días a la semana al Ministerio, y el resto del tiempo juegues ese otro rol que te comento». Ahora ese disciplinado funcionario de partido apellidado Illa retorna obediente a Barcelona para prolongar su tarea como aspirante socialista a la Presidencia de la Generalidad. Marcha escogido por el procedimiento del dedazo, sin elecciones primarias que valgan, y ateniéndose al gatopardesco principio de «si queremos que todo se quede como está ahora, se necesita que todo cambie», tal y como el siciliano Lampedusa hace decir a Tancredi, uno de los protagonistas de El Gatopardo.
Después de sustentar a su ministro de Sanidad contra viento y marea, cuando España padece una tercera ola aún por evaluar y se halla en periodo de vacunación, Sánchez se desentiende del interés general y lo descabalga para acometer la fase final del proyecto dispuesto hace un año. Valiéndose del erario y de la notoriedad de ser ministro, lanza a Illa como candidato para el 14-F. Ello refrenda tanto la inanidad de Illa -para ministro de Sanidad, incluso en un periodo de emergencia, cualquiera le vale al jefe del Ejecutivo-, como lo poco que le importa la lucha contra el coronavirus a quien ha aprovechado la excepcionalidad para, por medio de una declaración de estado de alarma sin parangón en país occidental alguno, arrogarse prerrogativas que le perpetúen y aceleren el cambio de régimen puesto en marcha desde aquel 1 junio de 2018 en que llegara al mando de la mano de sus socios, aliados y allegados de la investidura Frankenstein.
Esperando la cita catalana, Sánchez ha preservado al frente del Ministerio a un perfecto incompetente hasta el instante de revelar el aparente tapado, en los estrictos términos que se empleaba en la dictadura perfecta del PRI en su hegemonía mexicana, dado que los bailes de peonza del incombustible e infatigable Iceta ya sólo movían a la indiferencia. Tras la fallida operación de mayo de 2019 para presidir la Cámara Alta por una pelotera de última hora con ERC en la negociación de los que iban a ser los primeros Presupuestos de Sánchez, Iceta parece que será compensado como ministro para Cataluña, al margen de la denominación oficial del departamento que ocupe.
Conscientes de que las palabras y los hechos son vías paralelas que no encuentran punto de convergencia en Sánchez, la factoría de contenidos de La Moncloa viste el muñeco pespunteando que la nominación de Illa obedece a una encuesta que, al modo de la manzana que cayó sobre la cabeza de Newton, habría hecho ver la luz a Sánchez. Sobre esa fantasmagórica premisa, construye un relato para que este otro Montilla, si bien a él no le harán falta chuletas para firmar dedicatorias en catalán, sirva de señuelo y reclamo al voto constitucionalista aprovechando el desfondamiento de Ciudadanos, sorprendente ganador de la anterior cita catalana.
Con ese zurrón de voto antinacionalista, cual pastorcillo navideño, este apparátchik del PSC, como Maragall y Montilla, con Iceta de muñidor de dos tripartitos con ERC y los restos del naufragio comunista tras el derribo del Muro de Berlín, haría su ofrenda al independentismo suscribiendo otra entente que entregue la Generalidad a ERC y afiance a Sánchez en La Moncloa. Cogobernando con el PNV en el País Vasco y con ERC en Cataluña, bien con mando en plaza, bien con asistencia externa, éste podrá dormir a pierna suelta. Siempre que la lechera no se tropiece por el camino rompiendo el cántaro de la leche y que la suma de los escaños del separatismo no dé para reeditar un gobierno como el actual. De ser así, ERC tendría complicado vencer las presiones de los de Puigdemont y Torra, así como de otras fuerzas con capacidad para incendiar la calle.
Buscando ese do ut des, Sánchez procede como en los comicios generales del 10 de noviembre de 2019. Después de negar cualquier apaño con neocomunistas de Podemos, con independentistas y bilduetarras, alzándose como baluarte constitucionalista, lo que le valió para desplumar a Cs y enterrar a Rivera, el hoy presidente se echó en horas 72 en sus brazos. Ni Sánchez quiso jamás un pacto con PP o con Cs, pese a los requiebros y jerigonzas de Inés Arrimadas para desenmascarar a quien de tanto mirarse a sí mismo ya no sabe cuál es su cara y cuál su careta, ni tampoco lo procurará Illa. Ni aunque lo jure en arameo y el aparato de propaganda monclovita -el partido como tal no existe, pues Ferraz es una mera dirección postal- transmita la especie de que es hacedero un Gobierno constitucionalista presidido por el PSC, con el asiento de Cs y la abstención del PP con el exclusivo afán de desvalijarles los sufragios.
Al presidente del Gobierno sólo le mueve el interés por el poder y, para ello, está listo a hacerse pasar por el que sea menester. Como ese anuncio de jamones de dos grandes de la escena como Emilio Gutiérrez Caba y Antonio Resines. Cuando el segundo trata de reemplazar la identidad del primero para apropiarse de la codiciada fineza, se justifica desenvuelto: «Yo (por este jamón) soy el que haga falta». Con la granujería de Resines, Sánchez verbaliza por su parte: «Yo (por el poder, qué mejor jamón cabe) soy el que haga falta».
Por eso, quien mintió con descaro optando por quienes negó por activa y por pasiva, procura borrar el pecado original del Gobierno Sáncheztein concediendo un indulto a los golpistas del 1-O. No le importa saltarse a la torera la sentencia de un Tribunal Supremo que podría impugnar una iniquidad que quebranta el artículo 9.3 de la Constitución, que prohíbe la arbitrariedad de los poderes públicos, así como el 62-F, donde entra al retortero el Rey, que veda los indultos generales. Como han resumido los fiscales del Tribunal Supremo, el indulto no puede operar como moneda de cambio en trapicheos parlamentarios.
Después de blanquear al brazo político de ETA hasta convertirlo en aliado, el presidente que, como candidato, tenía claro que los golpistas del 1-O habían perpetrado un delito de rebelión cuyas penas debían agravarse, se dispone a indultar a quienes presumen de que volverán a hacerlo y a suavizar el Código Penal equiparando tales transgresiones del orden constitucional y de la integridad territorial de España casi al nivel del Código de la Circulación. Si lo hace no es por razones morales -hay que tener mucho estómago para apelar a ello como el ministro Ábalos, después de acreditar la sentencia del caso Delcy que mintió sobre la estancia ilegal de la vicepresidente del tirano Maduro en Barajas-, sino para abonar sus deudas de juego y, sobre todo, para el común designio de derruir el régimen constitucional con la Monarquía como mascarón de proa.
Si el frágil Gobierno de Leopoldo Calvo-Sotelo no hubiera perseguido y logrado las penas más altas para los militares que asaltaron el Congreso el 23-F de 1981, seguro que España no hubiese disfrutado de los siguientes 40 años de libertad y bienestar, aunque es probable que su lenidad no hubiera tenido de todo en contra a una opinión pública traumatizada por aquel intento de golpe de Estado en medio de graves atentados de ETA. Pero aquel presidente tan breve como eficaz se atuvo a su alta encomienda y a sus convicciones democráticas con una naturalidad encomiable que contrasta con la impostura del presente español.
De hecho, fue lo que sucedió en Venezuela con el golpista Chávez. Después de conmutársele la pena, consumaría el plan que había dejado a medio hacer al ser encarcelado. Ya lo vivió la España republicana a raíz de la revolución mancomunada de socialistas en Asturias y de independentistas en Cataluña en 1934. Tras ser amnistiados, unos y otros asestarían el golpe mortal contra aquella «república sin republicanos», que apodó Chaves Nogales, antes de partir para un exilio sin retorno, de la misma manera que los golpistas del 1-O se jactan de que lo volverán a hacer si es que antes Sánchez no capitula por su cuenta y riesgo.
Cuando éste sermonea con que «todos hemos cometido errores, y tenemos que aprender de esos errores, mirar hacia delante, y ser capaces de encontrar un espacio en el que nos podamos reencontrar», equiparando yerros con delitos, prefigura, en efecto, esa «nueva realidad» en la que necesita como compañeros de viaje a quienes han promulgado la independencia de Cataluña sin renunciar a ello y a quienes han atentado bomba en mano, mientras permite que se cubra de jaramagos la memoria de las víctimas y acerca al País Vasco a asesinos a quienes se homenajea como los héroes que nunca fueron.
Acostumbrado a mentir, Sánchez es como el burgués gentilhombre de Molière que llevaba 40 años hablando en prosa sin sospecharlo hasta que se lo advirtió un maestro de filosofía. Así, con sus sofisterías, dora la píldora a unos españoles a los que se ve que tiene en muy baja consideración y estima. A estos efectos, una propaganda bien hecha obra prodigios milagrosos. Así, en parangón a los berlineses que paseaban por el Tiergarten, su principal parque, ante el cráter causado por una bomba de la aviación aliada sin apreciar nada raro, dado que la propaganda oficial insistía en que no había caído ningún proyectil en el centro la capital, muchos españoles parecen obrar igual con los cadáveres -sin imágenes de féretros- de las 80.000 víctimas mortales del coronavirus.
Es más, como en los casos de Sánchez, Illa y Simón, la propaganda oficial puede presentar a tan negligentes gestores de la pandemia como salvadores. El filólogo judío Otto Kemplerer lo aclara en su fundamental libro sobre La lengua del Tercer Reich. Mediante la perversión del lenguaje, aquellos a los que el sistema proclama héroes pueden cometer todo tipo de atrocidades y agresiones sin que sus compatriotas duden de su épico comportamiento.
De esta guisa, descubierta la vacuna por un laboratorio privado norteamericano sin ayudas públicas, Pfizer Sánchez se permite envolverse -como ha hecho con los envíos de la farmacéutica- en el papel de gran salvador. Ya antes, recordando la anécdota que se cuenta del ex ministro franquista Gabriel Arias Salgado, prototipo del integrismo censor de la dictadura, quien llevaba contabilizadas las almas que habría salvo del infierno con sus prohibiciones, Sánchez cifró los españoles a los que habría librado del coronavirus, si bien ignoraba el número real de defunciones. Lo vaticinó con la precisión milimétrica con la que el martes, al efectuar balance de su año de Gobierno, se dispensó un casi sobresaliente -soslayó el sobresaliente cum laude para no propiciar chascarrillos con su tesis doctoral hecha por terceros- por un tribunal escogido por él.
En su atrabiliario cesarismo, desvirtúa las reglas democráticas en la que la fiscalización corresponde al Parlamento y a los órganos supervisores que gozan de una apariencia de independencia que no atesoran quienes se han prestado a este enjuague como auditores de pega. Si Sánchez les hubiera preguntado la hora, seguro que le hubieran contestado lo que el fiel Cámpora a Perón: «La que vos querás, mi general». Es lo que Illa lleva operando estos nueve meses con la covid y seguirá maniobrando con el procés.
FRANCISCO ROSELL Vía EL MUNDO
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