En la mayor crisis sanitaria y económica en décadas, con el añadido de una nevada histórica, el Ejecutivo de cohabitación no sólo acredita su inoperante labor, sino que se enzarza en una guerra de guerrillas
ULISES CULEBRO
En El Príncipe, aun habiéndolo escrito quinientos años atrás, Nicolás Maquiavelo prefigura, como si lo observara con los ojos del presente, la actual situación española y el singular avatar de quien preside el Gobierno de cohabitación socialcomunista en un momento crítico para su sistema constitucional y su integridad territorial. Así, en su manual, el escritor florentino apunta que quienes conquistan el poder «gracias a la suerte y a las armas de otros» -mismamente Sánchez en su moción de censura Frankenstein contra Rajoy- les cuesta Dios y ayuda mantenerse ulteriormente.
Las dificultades que no halla en el camino se le agolpan al aposentarse en el sitial del poder. Mucho más, claro, si ese dominio se funda en mercenarios. Como Sánchez con neocomunistas sentados a su lado en el Consejo de Ministros y con secesionistas catalanes y vascos asistiéndole. En ese brete, el gran filósofo renacentista alerta que, flanqueado así, nunca podrá sentirse firme y seguro al ser milicias que, por su índole, son «ambiciosas, indisciplinadas y desleales», por lo que, ineluctable, «sufres su rapacidad» ineluctablemente.
A este respecto, sobra con contemplar cómo, en la mayor crisis sanitaria y económica en décadas, con el añadido de una nevada histórica que ha helado las esperanzas de que el año nuevo diga adiós a los desmanes del infausto 2020 y ha enterrado al Gobierno en la nevisca, el Ejecutivo de cohabitación no sólo acredita su inoperante labor, sino que se enzarza en una intestina guerra de guerrillas sin frentes definidos. No sólo se registra fuego cruzado entre los dos partidos en liza, sino entre ministros del mismo bando que no se hablan para no insultarse, mientras sonríen para engañar a la cámara. Todos contra todos en una goyesca pelea a garrotazo limpio.
Entretanto, los jefes de cada tribu evaden sus responsabilidades y se muestran incapaces de superar la fase sonora de los problemas tras haber hecho negocio indignándose con los mismos y luego de proclamar que la voluntad política bastaba para bajar el recibo de la luz o prometer casi multiplicar los panes o los peces con un tuit. Como los magos de antaño gritaban «¡alehop!» al sacar el conejo de la chistera y mover al aplauso de la concurrencia.
De un lado, el presidente declina de su cometido a la hora de poner orden enajenándose de las calamidades, mientras se dota de atribuciones especiales para fortalecer sus planes y estrategia electorales. Al tiempo, se encumbra como el Gran Hermano del relato audiovisual de la productora de contenidos en que ha devenido La Moncloa con su despacho de plató en línea con la distopía orwelliana 1984. De otro, su vicepresidente y jerarca de Podemos, Pablo Iglesias, hiberna plácido en su dacha de Galapagar, divertido gozando de series de televisión que luego glosa en las redes sociales, pero sin dar un palo al agua en lo que toca a sus competencias ministeriales. Al fin y al cabo, estima que, cuanto peor le vaya al país, mejor terminará por irle a él en alineamiento con los regímenes de su órbita de pensamiento que, a medida que los empobrecen, más dependientes y permeables hacen a sus habitantes. Tal postergación del interés general lo ha explicado la vicepresidenta Calvo. Al ser inquirida sobre si la coalición completará la legislatura, ha sentenciado inapelable: «Tenemos que culminar un trabajo que es bueno para la izquierda de este país». ¿Cabe una declaración de ese jaez en Gobierno europeo alguno?
Por fas o por nefas, Sánchez e Iglesias conforman la organización del desgobierno camino de un sistema anómico -basta ver el berenjenal de la gestión de la covid soltada como un lastre a las autonomías para que allá se las averigüen- en el que el Estado se pervierte en una fuente de inseguridad jurídica y de irregularidad administrativa. A diferencia de Harold Macmillan, primer ministro británico de la década de 1960, que entendía que la parte más difícil de su función, era solventar los acontecimientos imprevistos -«Los hechos, querido, los hechos», respondió a un reportero-, Sánchez los desprecia para ponerse a salvo de sus consecuencias.
Asimismo, trata de borrar todas las acusaciones que, en ese sentido, endilgó a su antecesor Rajoy rematándolo con un rotundo «¡coño!» por no meterse en el barro de las inundaciones, mientras él las sobrevuela en avión o evita mancharse sus zapatos de tafilete en la nevada para fotografiarse de punta en blanco a la puerta del Ministerio del Interior. Al cambiar la dirección del viento, la boca se le llena con las plumas que arrancó a Rajoy.
Como la prioridad de este Gobierno no se cifró nunca en contender con los contratiempos, sino en preservar los apoyos parlamentarios, estos escollos no cejan de multiplicarse. Por lo general, se saldan con fiascos que se escamotean haciendo oposición a la oposición y acelerando la agenda destinada a preservar sus sustentos parlamentarios y el proceso en marcha para metamorfosear la Constitución en otra bien distinta sin seguir los procedimientos reglados para su reforma.
Por eso, Sánchez supedita la tarea de sus ministros a ese doble objetivo. De este modo, si el ministro Illa debía estar más pendiente de la interlocución de sus aliados independentistas y de ser ministro para Cataluña hasta destaparse como candidato del PSC, malamente podía afrontar una pandemia como la del coronavirus, si no estaba ni para ocuparse de una mala gripe; o si el ministro del Interior deambula más urgido en acercar presos etarras en pago al soporte parlamentario del brazo político de la banda terrorista, apenas puede estar vigilante de quien y con qué letal encargo entra de matute por las fronteras o de encarar una nevada histórica.
En definitiva, un largo suma y sigue que abarca a la totalidad de un Consejo de Ministros en el que reina la desconfianza, cuando no la abierta traición. Con Podemos -cual caballo de Troya- haciendo de oposición interna y refrendando lo experimentado por Orwell en Cataluña de que lo peor de los comunistas «era tenerlos en tu mismo bando».
La ministra de Defensa, Margarita Robles, a la que Podemos ha hecho cabeza de turco, como en semanas anteriores hizo con otros colegas socialistas, no debe andar lejos de esta apreciación al constatar como la secretaria de Estado («creo», dijo con malicia propia de Tierno Galván y de su discípulo en maldades Bono) de Agenda 2030, Ione Belarra, le acusara de «alinearse con la derecha y la ultraderecha» situándola en la antesala de ser tildada de «socialfascista». Con esa facilidad comunista para denigrar así a quien difiera de ellos. No le falta razón a Robles con relación a Belarra y a un grupo como Podemos que parasita ministerios y coloniza instituciones, al tiempo que alborota a golpe de tuit para disimular su indolencia e incuria con las funciones por las que cobra del erario.
Con la acrisolada habilidad de Bono para navegar en cualquier rumbo, lo que llevó a Guerra a calificarle de «Bono convertible» cuando rompieron, el ex presidente de las Cortes y ex ministro de Defensa declara que Podemos «es un partido al servicio de un matrimonio» tras acercar primero a Iglesias al PSOE en las Navidades de 2014 y bendecir curil su pacto con Sánchez. Claro que pasar de esa circunstancia incontrovertible -en línea con diarquías como la venezolana o la nicaragüense, por no remontarse a la Rumanía de Ceaucescu- a concluir que «no pintan nada en el Gobierno», parece que es mucho decir. Como es palmario que Bono no se engaña, engaña.
Por sus propios escaños y por los que representa de sus socios independentistas en el Consejo de Ministros, Podemos arrastra al PSOE a sus postulados y Sánchez no puede romper sin romperse. Cierto es que esa operación está trasvasando votos de los neocomunistas al PSOE que compensaría así sus pérdidas tras arrojarse en brazos de Podemos y patentizarse que nunca quiso comprometerse con Albert Rivera, sino acabar con él y apropiarse del ajuar. Como ha experimentado en carne propia su sucesora en Ciudadanos, Inés Arrimadas, compuesta y sin acuerdo de Presupuestos a las puertas del altar de la democracia.
De la misma manera que, cuando la marea baja, se ve quien nada desnudo, cualquier contingencia exhibe la insolvencia de un Gobierno que, en la tesitura de Sánchez e Iglesias, tira del manual de resistencia sacando raudo al retortero asuntos que desvíen la atención y les permita avanzar en lo que les liga: molturar las reglas del juego y adueñarse del Poder Judicial, cuya toma aceleran ante el apremio que percibe la cáfila de Podemos. Sus prebostes, capitaneados por Iglesias, acumulan onerosas cuentas con la Justicia. En esa misión, la discordia se hace avenencia.
Al pretender alzarse con el santo y la limosna, les ha sucedido lo que a aquellos randas gaditanos que, según se cuenta, crearon una hermandad para edificar una capilla recabando donativos para tal menester. Bien aprovisionados de dádivas, se olvidaron de la devoción y huyeron con la colecta acuñándose el dicho. Dado que este episodio data de principios del XIX, es probable que, en esta sociedad del espectáculo en la que no parece haber linde entre la verdad y la mentira, con una parte de la opinión publica adaptando los hechos a los prejuicios -más si entretienen-, es posible quedarse con el santo y la limosna. Por eso, una vez que Pablo Casadoha cogido la pala para retratarse retirando nieve, no debiera arrumbarla hasta hacer callo con ella y no soltarla, como tampoco el pico, en lo que resta de legislatura para no rendirse ni ante la evidencia.
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