Pedro Sánchez y Pablo Iglesias en el Congreso de los Diputados Europa Press
En un mundo tan dado a la hipérbole como el que habitamos, hay quien sostiene que la epidemia de covid-19 se ha convertido en la partera del siglo XXI. Primero, por la estremecedora realidad de esos casi 2 millones de personas que se ha llevado por delante en todo el mundo, pero también por su capacidad para exigir la reclusión entre cuatro paredes de unos humanos, urgidos a resistir más allá de la norma, que desde hace siglos se tenían por los reyes del mambo; por la facilidad con que ha reducido a escombros la imagen de una clase dirigente que presumía de liderazgo y que ha fracasado a la hora de combatir la pandemia; y, sobre todo, por su pericia para desestabilizar la democracia, urgidos los Estados a proteger la salud a costa de parar la economía, con escaso éxito por cierto, y sobre todo a costa de un notable deterioro de algunas libertades fundamentales, por no hablar del daño causado al funcionamiento de las instituciones, caso de una actividad parlamentaria reducida hoy a la mínima expresión. El relato ha conocido la más agraz de las versiones en una España que ha tenido la desgracia de contar con el Gobierno más incapaz en el peor momento posible.
Los datos están ahí. Camino de los 80.000 muertos (muy por encima de los más de 50.000 oficialmente reconocidos) causados por la pandemia y un destrozo económico medido por la variable del déficit público (entre un 12,5% y un 15%) y una caída del PIB de igual proporción. Si desde el punto de vista económico España tardará años, probablemente no antes del final de esta década, en recuperarse de las consecuencias del desastre, más graves me parecen los efectos que sobre la moral pública, sobre eso que los ingleses llaman el 'mood' social o la capacidad para convivir en paz con nuestros semejantes, está surtiendo la acción combinada de la pandemia y la irresponsable conducta de un Gobierno empeñado en partir la sociedad en dos mitades irreconciliables, ello con el objetivo puesto en asegurar su permanencia en el poder. Hablo de la polarización que ha dividido a los españoles en dos bloques a punto de llegar a las manos, como en las peores épocas de nuestra historia. Hablo del frentismo. Del rencor diariamente inoculado a través de los medios y las redes sociales. Del desprecio al adversario. Del odio al que piensa distinto. De la crispación. Y de la necesidad de poner freno, en nombre de la concordia, a esta deriva enloquecida si no queremos liarnos pronto a garrotazos.
La idea de que la prueba de resistencia (me niego a utilizar la palabra de moda) que la covid iba a exigir y sigue exigiendo a los españoles nos iba a hacer más fuertes y sobre todo mejores como sociedad ha resultado una suprema patochada, una más de las muchas mentiras con que el aparato de propaganda del sanchismo ha pretendido comer el tarro a la ciudadanía. No solo no salimos más fuertes, sino que salimos más débiles en tanto en cuanto más enfrentados, más polarizados, más divididos, más consumidos por unas fobias que los españoles de bien creían ya desterradas hace décadas. Y no es tan responsable la covid como el virus del enfrentamiento civil esparcido a trote y moche por una buena parte de la izquierda española. Es el viaje al final de la noche iniciado por el Gobierno de Rodríguez Zapatero, fielmente continuado ahora por su discípulo Pedro Sánchez, empeñados ambos en reescribir la historia y dar la vuelta a los resultados de la Guerra Civil, rechazando ese supremo acto de perdón colectivo que estuvo en el origen de una Transición fruto del convencimiento de que ambos bandos, en mayor o menor medida, fueron culpables de una tragedia que jamás podía volver a repetirse. De aquello han pasado ya más de ochenta años.
Hace escasas fechas, dos políticos franceses de ideologías tan dispares como el “eterno gaullista” Henri Guaino, uno de los líderes de Les Républicains, y el socialista defenestrado Arnaud Montebourg dialogaban en Le Figaro sobre las reformas a introducir en Francia una vez vencida la pesadilla de la covid y sobre cómo cerrar las heridas reabiertas entre izquierda y derecha con la vista puesta en “unir un país fracturado” (“rassembler un pays fracturé). España necesita con urgencia restañar las heridas de un país gravemente fracturado. Sería la primera petición que una sociedad responsable formularía al año que acaba de comenzar tras dar cerrojazo al dramático 2020. Acabar con la crispación, terminar con el frentismo, enterrar el rencor y poner fin a una polarización de la que nada bueno cabe esperar. El último día del año supimos por el diario El Mundo que cinco diputados de distintos partidos presentes en el Congreso -PSOE, PP, Podemos, Cs y Bildu- habían lanzado un vídeo conjunto felicitando el Año Nuevo y “llamando a la convivencia entre diferentes y a rebajar la crispación en la política española”. Se trata, al parecer, de la primera iniciativa pública del grupo que se está gestando en la Cámara para mejorar las relaciones entre los distintos partidos. La respuesta estaba servida en el chat que acompañaba la pieza informativa en cuestión, donde los opinadores de uno y otro bando se asaeteaban con saña sin el menor rubor.
Acabar con la confrontación
Esa mejora de la convivencia debería empezar, cierto, por una clase política acostumbrada a utilizar los medios para exculpar sus errores y achacárselos con malos modos al contrario, en particular por un Gobierno que, parapetado detrás de un estado de alarma de nada menos que seis meses, nos obsequió en la última sesión de control con la proverbial ristra de imprecaciones a una oposición que intenta justificar su papel de tal. En el penoso y chabacano espectáculo de garrulismo parlamentario al que sus señorías, a derecha e izquierda, someten a los españoles en el Congreso de los Diputados, Sánchez, a quien compete una especial responsabilidad como presidente, se ha demostrado un consumado maestro en el arte de vejar al contrario. Mención especial, y para bien, merece en mi opinión el ministro Illa. Es evidente que aquí siempre hay un roto para un descosido y que un profesor de filosofía puede valer para ministro de Sanidad o para obispo de Cuenca, pero es de justicia reconocer que el nuevo candidato a presidir la Generalidad ha mostrado siempre un talante dialogante, alejado de los estereotipos al uso, y un trato respetuoso con quienes diariamente le zaherían con ardor. Una conducta que en este país dominado por la crispación me parece del todo encomiable y digna de elogio.
Es ese espíritu de confrontación permanente lo que impide alcanzar los grandes acuerdos que el país necesita para mejorar la calidad de nuestra democracia y el nivel de vida de los ciudadanos españoles. La educación, por ejemplo, que este año recién terminado ha recibido una patada en la boca de la mano de una inaceptable, por sectaria, 'ley Celaá', una norma que, entre otras desgracias, acaba con el ascensor social que para los niños inteligentes de familias humildes suponía una educación basada en la promoción del talento y el esfuerzo individual. ¿Está España, que acaba de inaugurar su enésima ley educativa de la democracia, condenada a carecer de un modelo capaz de servir los intereses colectivos en un mundo crecientemente competitivo y globalizado? No soy optimista. Nadie puede serlo en un país gobernado por una coalición dispuesta a arrumbar el sistema que, con todos sus fallos, incontables, ha proporcionado a este país paz y bienestar durante décadas, para sustituirlo por un sucedáneo de peronismo cutre y chavismo atrabiliario, y por un presidente del Gobierno que conscientemente ha renunciado a serlo de todos los españoles. Difícil, si no imposible, esperar el milagro de la reconciliación con estos apóstoles de la mentira, lo cual no impide que la búsqueda de esa concordia civil sea la primera obligación a la que tendrán que atender los españoles cuando la pesadilla de este Gobierno pase a mejor vida.
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