Si Sánchez hubiera querido revirar hacia posiciones constitucionalistas lo habría buscado, pero no lo hizo, como no lo hará Illa. Aspiran a unos buenos resultados que supediten a ERC en Cataluña y en las Cortes
Con la catástrofe medioambiental del petrolero Prestige en las costas gallegas, el PSOE desencadenó en 2002 una desaforada ofensiva contra el PP, al mando de las administraciones estatal y autonómica, sumamente eficaz. Tanto que, a ojos de la opinión pública, aparentó que Aznar y Fraga, más que cometer errores de gestión para atajar el vertido de fuel, hubieran hundido aquella chatarra flotante con su tóxica mercancía. De esta guisa, su capitán habría sido una víctima de los elementos y usado como cabeza de turco para desviar la atención sobre su responsabilidad.
De hecho, en 2013, la Audiencia de Coruña condenó al capitán Mangouras a sólo nueve meses de prisión por tardar tres horas en aceptar que se remolcara. Hubo que esperar a 2016 para que el Tribunal Supremo elevara la pena a dos años al estimar que Mangouras maniobró «temerariamente y a sabiendas de que probablemente se causarían tales daños». Aun así, el perito judicial de la plataforma que aglutinó todas las movilizaciones razonaba que Mangouras nunca debió haber pasado por reclusión.
En ese contexto, poco faltó -valga la ironía retrospectiva- para que Nunca máis estampara camisetas con la foto de Mangouras, al modo del intento de deificación laica -simultaneado con su aparición en programas de entretenimiento- de hace meses de Fernando Simón, director del Centro de Alertas y Emergencias Sanitarias, pese a su contumacia en la mentira desde que se desató el coronavirus hace un año. A esa anómala percepción de la realidad coadyuvaron antaño y hogaño cadenas televisivas que retransmitieron las campanadas de la Nochevieja de 2002 envueltas en chapapote, de igual forma que, tras ocultar los féretros de los más de 80.000 muertos por el covid, han apreciado esta vez de mal gusto cualquier alusión a la pandemia en la última medianoche de 2020 a fin de que estas uvas no fueran las de la ira como las del año del Prestige.
El frenesí socialista fue tal aquel 2002 que al diputado madrileño Antonio Miguel Carmona se le soltó la lengua y presumió de que, si al PSOE no le llegaban con esos votos para tomar La Moncloa, «ya hundimos otro Prestige». No lo habría, pero acontecería otra calamidad más terrible como la masacre islamista del 11-M de 2004 en Madrid para que España tuviera un «presidente por accidente» como Zapatero. Sin duda, Carmona verbalizó lo que era general comentario socialista y, si bien hubo de dimitir, el PSOE siguió agitando la consigna «votar PP es votar el Prestige». Como en la primavera de 1981 había enarbolado la pancarta del «vota UCD, vota colza» a raíz de la adulteración criminal de ese aceite por unos desaprensivos.
Si a Rajoy, entonces vicepresidente, le persigue su ocurrencia de que salían del Prestige «unos pequeños hilitos como de plastilina», otro tanto cupo al ministro ucedista Sancho Rof cuanto soltó la simpleza de que el mal de la colza era infligido por «un bichito tan pequeño que, si se cae de la mesa, se mata». Sin embargo, con Sánchez, Illa y Simón, son tantas las boberías dichas en este año del covid que una sepulta a la siguiente. Mucho más si, en sociedades videoadictas con memoria de pez y en las que la última noticia borra a la anterior, se cuenta con una legión de medios públicos y concertados. Esto lleva, contra de lo tarareado por el argentino León Gieco en su clásica canción de protesta, a que «el engaño nos sea indiferente».
Recobrando el intento de redención del capitán del Prestige, cabe fijar algunas analogías con el relato propagandístico del PSOE para trocar el defecto Illa, por su indolente tarea contra la pandemia, en el pregonado efecto Illa a base de difuminar su actuación y subrayar su talante, que diría Zapatero, para auspiciar la candidatura de quien no ha pronunciado como ministro ninguna mala palabra, salvo las invectivas contra la presidenta madrileña, pero tampoco ha protagonizado una buena acción.
Si en cualquier otro país tirarse del barco en el punto álgido de la pandemia y en medio de un complicado proceso de vacunación, tras prometer que el 70% de su población estaría inoculada el 21 de junio, lo inhabilitaría para figurar en cartel alguno, aquí esa defección se juzga una muestra de vocación de servicio por parte del presidente, Pedro Sánchez, con redoble de tambores del primer secretario del PSOE y feliz nuevo ministro de Política Territorial, Miquel Iceta, en una muestra de cómo los intereses generales se postergan a los partidistas.
En este sentido, como al capitán del Prestige, a Illa se le ha sacado brillo como a las monedas falsas para que pasen por piezas de curso legal. A este respecto, no se han regateado medios públicos hasta instrumentalizar empresas estatales como Aena, cuyo presidente, Maurici Lucena, ha mostrado su disposición militante a ser vicepresidente de Illa para ayudarle a vestir el muñeco, pero no dimite ni se priva de su bicoca. Claro que, en la demenciada política catalana -«vorágine de patologías políticas», la ha catalogado el premio Pulitzer George F. Will en The Washington Post-, Illa no desentona de muchos contrincantes pudiéndole bastar con poner punto en boca de modo para que cada cual interprete a su gusto el hermetismo de un funcionario de partido dispuesto a políticas de cualquier hechura.
Tirando de manual, Illa sigue la falsilla de Sánchez en las elecciones generales, si bien el plebiscito que anhelaba el presidente no fue tal y bajó de escaños abrazándose a Iglesias. Así, de la misma manera que el CIS a cargo de ese desaprensivo sociólogo apellidado Tezanos infló con hormonas numéricas las expectativas de Sánchez para valerse de la aureola de ganador y concentrar el voto útil de los electores de centroderecha usando el espantajo de Podemos, desdiciéndose de sus compromisos a las 72 horas de cerrarse las urnas, ahora se reitera la patraña presentando a IIla -¡con una participación del 70% en plena pandemia!- como la lista más votada.
Por medio de estas encuestas horneadas por Tezanos, siempre al gusto de La Moncloa y al servicio de su militancia socialista, se busca igualmente un efecto arrastre y se abona que Illa concentre el voto útil constitucionalista en un partido criptonacionalista que, desde el tripartito de Maragall en adelante con ERC y los neocomunistas, luego refrendado por Montilla, nunca ha favorecido la entente que pregonó hace un año Sánchez para sí y ahora reitera Illa con similar mendacidad. No deja de ser un señuelo para recobrar el voto que permitió a Ciudadanos entronizarse como primera fuerza después de nacer de una costilla del PSC al integrarse este último en el partido único de Cataluña como una tendencia más.
Empero, pasma que muerdan el anzuelo quienes debieran estar escaldados y se declaren dispuestos -como sugieren los líderes nacionales del PP y Cs- a formar un gobierno constitucionalista presidido por Illa cuando, en el caso de que los votos posibilitaran esa cábala, ni querría ni podría. Como sentenció Rafael Guerra Guerrita, «lo que no pue ser, no pue ser, y además es imposible». El centroderecha se conduce errático -en especial, Cs, como refleja su descabellada campaña del «vota abrazos»- y, como los borrachos, busca una farola, no para leer lo que ocurre, sino para no perder la verticalidad.
Illa no va a reformular lo que es la estrategia del PSC en lo que va de siglo XXI y argüirá que, en aras a coser las heridas abiertas con el golpe de Estado separatista de 2017, hay que forjar un tercer tripartito con ERC, como los precedentes muñidos por Iceta. Pero, primordialmente, porque descabalaría el Gobierno Sáncheztein y haría que quien lo ha designado candidato con su dedazo bailara el resto de la legislatura en la cuerda floja en la que lo hizo el jueves, al depender del voto de Bildu y de la abstención de Vox para convalidar el decreto-ley que entrega a La Moncloa el manejo de los fondos europeos contra las secuelas económicas del Covid-19, a la par que su vicepresidente Iglesias acentuaría la desestabilización interna. Si Sánchez hubiera querido revirar hacia posiciones constitucionalistas lo habría buscado de veras, pero no lo hizo, como tampoco lo hará Illa. Su común aspiración es obtener unos buenos resultados que supediten a ERC en Cataluña y, de paso, ésta no tenga a Sánchez en las Cortes con el alma en vilo.
En la mejor de las hipótesis, Illa reviviría lo sucedido a Txiqui Benegas tras ganar los comicios vascos de 1986 al escindirse del PNV el ex lehendakari Garaikoetxea. Tras unas negociaciones con Eusko Alkartasuna y Euskadiko Ezkerra, frustradas por la exigencia de Garaikoetxea de ser lehendakari, Benegas declinó en favor del peneuvista Ardanza conformándose un gabinete de coalición. Con motivo del óbito de Benegas en 2015, Sánchez escribió una necrológica donde descuella un párrafo que, más que un epitafio, es un aviso a navegantes. «Nos mostró a todos -resaltó- que su mayor ambición la reservaba para su causa, no para él. Pudo ser lehendakari porque ganó las elecciones de 1986 y ofreció su derecho de primogenitura en aras de la convivencia y de la integración de todos los vascos. Siempre estuvo convencido de que el acuerdo es la mejor victoria».
Ahí se encierra su plan para la Cataluña poselectoral en el que el PSC rehúsa a presidir la Generalitat al entender, paradójicamente, que garantizarán mejor la convivencia quienes no desisten de repetir su asonada, pero estarían dispuestos a dejar pasar un tiempo, en línea con lo declarado por Iceta, el ministro «ocho naciones», hasta que crezca el apoyo a la secesión y convocar entonces una consulta. Si Benegas hubiera podido leer la oración fúnebre de Sánchez, se habría removido de la tumba para proclamar lo que, teniendo a Santiago González por testigo, les confió a otros dirigentes del PSE en el bar del hotel Ercilla: «Qué renuncia ni que pollas en vinagre. Lo que pasó es que nadie [ni Garaikoetxea ni Ardanza] quiso pactar con nosotros para que yo fuera lehendakari». Crudeza de vasco como la que llevó a otro de ellos, el gran Pío Baroja, en El árbol de la ciencia, a rematar: «Realmente, la política española nunca ha sido nada alto ni nada noble».
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