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domingo, 24 de enero de 2021

Sánchez, un presidente que figura pero no gobierna

 En vez de liderar la lucha contra la Covid, como sus homólogos de medio mundo, Pedro Sánchez se centra en acaparar poder socavando la independencia judicial y supeditando la encomienda de órganos de supervisión y transparencia

 

ULISES CULEBRO

Desde que el activista francés Adolphe Thiers, lo que le valdría ser Primer Ministro y Presidente de la III República, sentenciara, que "el rey ni administra ni gobierna, reina" en su lid contra Carlos X hasta su destronamiento en 1830 por "un rey elegido por el pueblo", popularizando la expresión Rex regnat et non gubernat que siglos atrás le habría espetado el canciller polaco Jan Zamoyski a Segismundo III, la fórmula el rey reina, no gobierna ha quedado como referencia y marco de actuación de las Monarquías Parlamentarias. Sin embargo, lo que no se había registrado era un primer ministro que reinara, pero que no gobernara, como Pedro Sánchez en medio de la adversidad que azota la salud y la hacienda de los españoles.

Así, aprovechando la situación de emergencia a causa de la Covid-19 para arrogarse poderes excepcionales merced al prolongado estado de alarma, el jefe del Gobierno muta el régimen constitucional -como el virus con las forasteras cepas- en un sistema de nuevo cuño en el que el presidente figura, pero no gobierna, huyendo como alma que lleva el diablo de cualquier cuestión que le comprometa. Si ya apuntaba estos usos en las olas previas de esta cruenta epidemia que va camino de marcar un bienio negro, esta desbocada tercera ola ha consagrado este modo de conducta y actuación políticas después de hacer mutis por el foro y de presumir en vísperas del estío que "salimos más fuertes". Visto lo visto, este eslogan ha devenido en puro sarcasmo, aunque los servicios de propaganda de La Moncloa no cejen en ese empeño por aquello de que, según el filósofo alemán Hermann Keyserling, «ninguna prueba, ninguna rectificación ni desmentido puede anular el efecto de una publicidad bien hecha».

Parapetado tras el plasma televisivo a fin de que la pandemia no le origine ningún perjuicio ni quebranto, Sánchez trata de dar sensación de actividad multiplicando sus discursos sonámbulos a base de flatus vocis, esto es, evadiéndose del infierno del presente y prometiendo traer el paraíso a la tierra. Como si habitara en una nube, evita pisar la calle, salvo a hurtadillas, para no darse de bruces con ese enojoso vecino llamado realidad. En el estado de levitación que le asiste y que le lleva a hablar de sí mismo ya en tercera persona, Sánchez muestra rasgos característicos de ese síndrome de Hybris que, según el neurólogo David Owen, ex ministro con Tony Blair, se caracteriza por una acusada pérdida del sentido de las cosas con gravosas consecuencias para los gobernados. En este sentido, su narcisismo le hace ver la política como un plató donde ejercer el mando -no el gobierno- y buscar la gloria, en vez de un lugar con problemas que requieren de soluciones.

Con pasividad de hechizado, Sánchez columbra distante las graves contrariedades como si fuera una simple tormenta en un tubo de ensayo. Es como si, por mor de sus estancias vacacionales en Doñana, se hubiera metamorfoseado en uno de esos búhos que aguardan inmóviles la salida del sol sin que nada inquiete su pupila roja. Sánchez debe haber aprendido de la languidez ociosa de esos noctívagos hasta verse reflejado en el espejo del poema del Baudelaire: "Hay que saber estarse quieto, y del tumulto tener cuidado".

Con su apatía casi de ave disecada, si bien su lenidad puede acabar encendiendo la chispa de la indignación ciudadana, declina de sus funciones hasta el punto de que su Consejo de Ministros derive en una comunidad de vecinos mal avenida que parece una extensión de la serie televisiva de éxito Aquí no hay quien viva, con sus inquilinos peleados a garrotazo limpio entre sí y con trifulcas que son puro estruendo. El Gobierno está tan incendiado que es una olla a presión cuya válvula de escape salta por los aires incapaz de regular la tensión y que se desborda de la forma en que lo hizo el enrabietado ministro Escrivá el miércoles en Onda Cero.

Con sólo preguntarle cómo se encontraba, al director del programa, Carlos Alsina, le acaeció lo que al agricultor al que acude en busca de ayuda un conductor al que se le ha pinchado la rueda del coche sin gato hidráulico para cambiarla en una carretera solitaria y en plena noche cerrada. Al avistar en la lejanía una casa con la luz encendida, se encamina hacia ella y, a medida que se aproxima, se va haciendo sangre negra especulando sobre cuál será la reacción del dueño al aporrear la puerta. Cuando el amable propietario le pregunta afablemente qué desea, el febril automovilista le suelta abruptamente: "¿Sabe lo que le digo? Que se meta el gato dónde le quepa".

Con la rueda pinchada del proyecto para el que Sánchez le designó ministro, otro tanto hizo a micrófono abierto Escrivá dando rienda suelta a su entripado por las continuas muestras de deslealtad y de sabotaje de sus «colegas» de Podemos a cuenta esta vez de la nonata reforma de las pensiones, si bien las desavenencias ya hacen ristra. Especialmente con el vicepresidente segundo y líder de Podemos, Pablo Iglesias. Con el consentimiento tácito de Sánchez, este hace labor de zapa y de oposición dentro del Gobierno contra los ministros tecnócratas que el presidente designó para darle una capa de respeto ante las autoridades europeas a su Ejecutivo de cohabitación con los neocomunistas. Los muros de La Moncloa y de los Ministerios ya no son lo bastante gruesos para amortiguar las broncas entre los titulares de despachos tan principales. Ni siquiera entre ministros del mismo color. Pongamos que hablamos de Marlaska y Robles, o del propio Igleisas y Yolanda Díaz. ¡Cuánta razón tenía Cicerón cuando apuntaba que no es que la fortuna sea ciega, sino que convierte en ciegos a quienes toca con su dedo benefactor!

El caos interno del Gobierno tiene su traslación en su relación con las autonomías en lo que hace a esa desgobernanza -llamarle cogobernanza es un eufemismo sin sentido- que Sánchez se sacó de la chistera para que, sobre el noble propósito de combatir juntos la pandemia, erigirse en autoridad única y luego endilgarles ese cometido a unas comunidades autónomas a las que priva de instrumentos legales y a las que raciona discrecionalmente los medios que acapara. Así, por la socorrida ley del embudo, España afronta una triple crisis sanitaria, económica y social en la que el Gobierno es juez y parte en un entrelazamiento de responsabilidades en el que cada uno de los gobiernos puede descargar culpas y negligencias en las espaldas de los demás, complicando sobremanera la adopción de medidas ineludibles para dar respuesta a una pandemia que entierra 80.000 muertos. Estos debieran ser bastante más que fría estadística ajena a esas tragedias.

En parte alguna existe una locura semejante de vetos entrelazados con un Gobierno que se desentiende de la gestión, pero que mediatiza -cuando no la bloquea directamente- a unas autonomías en pie de guerra por encima de diferencias de signo. Un "Cafarnaúm político" habría llamado Josep Pla a este maremágnum rememorando esa página de El cuaderno gris en la que cataloga así el desparrame que se encontró en el juzgado de Balaguer de legajos y libros desperdigados. En este desbarajuste, no es de extrañar que los aprovechados se valgan de su posición privilegiada para saltarse el turno de una vacunación en la que el Gobierno, como se presupone con la rebatiña de los fondos comunitarios por llegar, reparte dosis privilegiando a sus amistades políticas. Todo monopolio genera abuso.

Esta desgobernanza babélica no se debe principalmente, como en la bíblica torre babilónica, a la división de una única lengua en varias, sino a que quienes hablan la misma lengua no logran entenderse entre sí como aprecia el personaje de Elvira Rádai en una de las narraciones que el escritor chileno, de ascendencia húngara, Adan Kovacsics compila en Guerra y Lenguaje, donde reflexiona sobre la manipulación política del lenguaje en línea con el estudio de Victor Klemperer sobre la lengua del Tercer Reich. Kovacsics verifica cómo, por lo general, el discurso político no se ajusta a los hechos, sino que prima lo que se quiere ver a fin de que los hechos y las imágenes no hablen por sí mismos.

Frente a la realidad incontrovertible, el Gobierno prodiga la retahíla de mentiras que puso en boga con el inicio de la pandemia. Si en la antesala del 8 de marzo negaba su propagación aseverando que era cosa de poca monta para no perjudicar la celebración del Día de la Mujer, ahora se conduce igual. Así, para no entorpecer las aspiraciones del ministro Illa como aspirante del PSC a las elecciones catalanas y que éstas sean el 14 de febrero para que no se desvanezca el efecto sorpresa, se argumenta, en primera instancia, que la virulenta cepa británica, "en caso de tener algún impacto, será marginal", y luego, cuando esta se revela determinante, el ministro-candidato se niega a adoptar las medidas legales que le reclaman mayoritariamente las autonomías para que el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña no se valga de esa circunstancia para un eventual aplazamiento. Pícaros de todo signo y laya mirando sus egoístas intereses como si nada les jeringara.

De esta guisa, la salud y la economía de los españoles se supedita a los intereses electorales de un presidente del Gobierno que figura, pero no gobierna. En vez de liderar la lucha contra la Covid, como sus homólogos de medio mundo, se centra en acaparar poder socavando la independencia judicial y supeditando la encomienda de órganos de supervisión y transparencia. En esas dañosas circunstancias, se hace presente esta anotación parlamentaria de Azorín: "¿Y en las manos de todos estos hombres está el porvenir de España? ¿Y éstos son los hombres que monopolizan el poder mientras España se desquicia, se hunde?". En definitiva, figurar y mandar a costa de no gobernar.

 

                                                         FRANCISCO ROSELL   Vía EL MUNDO

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