La sociedad vive exhausta, y la vida política y los medios de comunicación están en gran medida abducidos por las crisis de la pandemia, como antes lo estuvieron por la Gran Recesión, y por cómo afrontarlas, sin reparar lo suficiente que, en realidad, es todo nuestro sistema social, su forma de entender la vida y la política, lo que está en un grave aprieto. El trágico episodio que vivimos es solo una dimensión del problema. Dañina, y demoledora, pero solo manifiesta algunas facetas de las crisis de la sociedad desvinculada.
La Covid-19 acentúa el mal de lo que ya está estresado en las personas y en la sociedad. Por ejemplo, beneficia al 1% más rico, y perjudica al 40% con ingresos más bajos, y como menores son estos mayor es el daño que sufren. Por consiguiente, lo que nos sucede con la enfermedad es también fruto de los males anteriores.
Lo muestra también el ejemplo de la emergencia educativa que nos afecta desde hace mucho tiempo. Es una advertencia de como la incapacidad de la sociedad desvinculada para resolver los grandes conflictos morales, acarrea la ramificación y cronificación de los problemas. Porque la crisis de la educación tiene múltiples causas internas y externas a la escuela, y a su vez, multiplica otro tipo de problemas sociales y económicos. La nueva ley Celaá, presentada como solución es en realidad, un nuevo ejemplo de cómo la incapacidad ideológica de la cultura de la desvinculación agravará la crisis educativa.
Lo que vivimos es una crisis moral que se ramifica en distintas manifestaciones y comporta, que la sociedad y los poderes del estado no son capaces de abordar tres exigencias vitales:
- Identificar el bien y disponer de la capacidad para realizarlo a pesar de disponer de los medios
- Aplicar la justicia en el sentido de dar a cada parte lo que realmente le corresponde.
- Y diferenciar lo necesario de lo superfluo para satisfacer lo primero.
La política como dimensión colectiva de la moral es el ámbito en el que se dilucidan estas cuestiones, si bien necesita que los sujetos políticos, individuales y colectivos, posean las virtudes necesarias para realizarlas. La pérdida del sentido de las virtudes, constituye una de las características de la sociedad desvinculada, como señala MacIntyre.
En el sacramento católico de la reconciliación con Dios, se formulan dos preguntas, que constituyen la confessio laudis, y la confessio vitae: ¿ qué marcha bien en mí, y qué necesito cambiar? Pues bien, son las mismas que debemos plantearnos para abordar los problemas de la vida en común. Porque para superar las crisis es condición necesaria el reconocimiento de encontrarse en tal situación, e identificar y delimitar las cuestiones a resolver.
Pero no se trata solo de una enumeración de las causas más evidentes e inmediatas, sino de la interrelación y jerarquía entre ellas y, lo más difícil, las raíces profundas que las ocasionan. Sin perdernos en un exceso de elucubración, es absolutamente vital proceder así, porque la política y la vida en común se mueven en un peligroso exceso de simplificación y emotivismo, buscando el mensaje más simple y dotado de mayor capacidad de emocionar. Por eso no salimos del hoyo que comenzó con el inicio de la crisis de la sociedad desvinculada en la primera década de este siglo.
Hay una serie de autores cuyas lectura reflexiones sobre está época, ayuda presentar las cuestiones que debemos abordar para resolver nuestras crisis. Me refiero, y son solo algunos ejemplos, a Jünger Habermas, Joseph Ratzinger, Zygmunt Bauman, Alasdaire MacIntyre, Charles Taylor y Michael Sandel. A partir de ellos y desde mi punto de vista, señalo algunas cuestiones decisivas que debemos dilucidar :
- El papel que tiene la religión para el buen funcionamiento de la sociedad.
- El grado de respeto por la vida humana en sentido físico y de su dignidad, con independencia de quien sea y de cual sea su grado de autonomía.
- La relación entre fines y medios, y si es lícito o no que el mal de un medio sea asumido por la bondad del fin.
- La controversia sobre la sexualidad humana, de su finalidad principal, las secundarias, y la relación y equilibrio entre ellas.
- El lugar que ocupan determinados conceptos y hechos en el sistema moral cultura, educación y legislación, como la satisfacción de los instintos y deseos, el relativismo y el emotivismo, es decir, la confusión del bien con la preferencia personal.
- La relación entre libertad y responsabilidad, y entre aquella y la búsqueda de la verdad; el reconocimiento de la realidad.
- La existencia o no de verdades, de la verdad, que deben ser buscadas como fin primordial de la vida privada y colectiva.
- El papel que otorgamos al deber y su relación con la autenticidad, así como la relación de esta última con la veracidad.
- La existencia de concepciones de la justicia, como las ideas de “jornal justo” y “jornada justa”, incompatibles con los argumentos a favor de que sea el mercado que fije estas y otras cuestiones semejantes.
- El papel de la economía con relación a los fines del ser humano, y los limites de la pobreza, y desigualdad en la sociedad, y en el mundo.
- La distribución de las cargas y ganancias que ocasiona el funcionamiento de la economía en la sociedad a la cual sirve.
- La ausencia de relación entre la economía real y la economía financiera.
- El papel de la tradición cultural, y sus fuentes, las tradiciones, el derecho consuetudinario en nuestras leyes y educación.
- El desprecio sistémico, público y privado por el cultivo de las virtudes personales.
- El papel de la política en la búsqueda de la verdad, el bien, la justicia y la belleza; la identificación de lo necesario y la consecución de la vida lograda.
- La construcción y definición de nuestro bien común entendido como un fin que debe ser servido por los medios adecuados, así como de los bienes comunes.
La política y el debate cultural deberían servir para debatir sobre estas cuestiones. No hacerlo no solo nos empobrece, sino que nos va conduciendo hacia una degradación que acabará por destruirnos.
JOSEP MIRÓ i ARDÈVOL
Artículo publicado en La Vanguardia
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