Hacía poco más de un cuarto de hora que a José Manuel,
Pepe para los más allegados, le habían llamado para que acudiera a la madrileña
calle López de Hoyos, a la altura del cruce con Príncipe de Vergara. Allí, en
unas oficinas improvisadas, entre mobiliario alquilado e infinidad de
ordenadores portátiles esparcidos por las mesas, le esperaban impacientes los
miembros de un consorcio internacional en el que estaban presentes empresas de cinco
países.
En un principio, cuando recibió el encargo, había dudado
entre hacer un documento convencional, al gusto de unos clientes chapados a la
antigua, o pergeñar algo muy distinto
La apuesta
48 horas antes, a petición de una de las compañías españolas
presentes en el proyecto, la pequeña empresa de Pepe había elaborado a la
carrera un informe con ideas un tanto peculiares. En un principio, cuando
recibió el encargo, había dudado entre hacer un documento convencional, al
gusto de unos clientes chapados a la antigua, o pergeñar algo muy distinto. Al
fin y al cabo, lo más seguro es que, dada la envergadura del proyecto, sus
propuestas fueran desechadas en favor de un despacho de campanillas, cuyo
nombre estaría encantado de pronunciar el consejero de turno con voz engolada
en la reunión correspondiente.
Quizá fue esto último lo que animó a Pepe a incorporar al
borrador ideas que a buen seguro cabrearían a unos ejecutivos locales enemigos
de los giros creativos. Pero, ¿qué podía perder? Dado el hartazgo que sentía,
no demasiado. En el mejor de los casos se llevaría un rapapolvo; y en el peor,
tendría que cerrar y buscar otra forma de ganarse la vida. A cambio, se daría
el gusto de hacer por una vez las cosas a su modo.
Así, por los caprichos de la plasticidad del neocórtex
humano, que en ocasiones nos empuja a tomar decisiones de las que no somos
plenamente conscientes, Pepe se encontraba a bordo de un taxi, en una hora
intempestiva, camino de unas oficinas que se suponían secretas, donde muy
probablemente le habían citado para darle la patada.
Nada más llegar fue recibido por un joven consultor
francés, que amablemente le acompañó hasta un pequeño despacho sin ventanas,
donde se apilaban infinidad de embalajes de equipos informáticos. En el centro
había una diminuta mesa redonda con una solitaria silla en la que estaba
sentado un hombre delgado, de rostro pequeño y mirada inexpresiva. Su atuendo
descuidado, en el que llamaba la atención una camisa blanca extraordinariamente
arrugada, le hacía parecer un tipo vulgar. Seguramente –pensó Pepe– se trataba
de un subalterno en el que los grandes jefes habían delegado para comunicarle
que, sintiéndolo mucho, su borrador y su futuro habían ido a parar a la
trituradora de documentos.
Lejos de despacharle por la vía rápida, aquel tipo le
sometió a un exhaustivo interrogatorio
La emboscada
Sin embargo, no sucedió tal cosa. Muy al contrario, lejos
de despacharle por la vía rápida, aquel tipo le sometió a un exhaustivo
interrogatorio. Al principio fueron preguntas sencillas, que el hombre lanzaba
de manera aparentemente despreocupada. Pero poco a poco se fueron complicando,
hasta que Pepe se sorprendió haciendo enormes esfuerzos para responder de
manera convincente. En al menos tres ocasiones pareció que la entrevista finalizaba.
Pero una y otra vez el hombre de la camisa blanca con arrugas imposibles volvía
a la carga y formulaba nuevas preguntas, cada vez más enrevesadas.
Fue justo cuando Pepe empezó a sentir la boca
alarmantemente seca que cesó el interrogatorio. El tipo esbozó una sonrisa, le
estrechó la mano y se despidió con un inesperado “Buen trabajo. Nos vemos
mañana”. Entonces ni lo sospechaba, pero sus “disparatadas” ideas habían
entusiasmado a los miembros extranjeros del consorcio, de ahí que planearan
aquella pequeña encerrona para asegurarse de que sabía lo que hacía. Y quien le
había sometido al agotador interrogatorio no era un tipo cualquiera, sino el
segundo ejecutivo en orden de importancia de una gran multinacional francesa.
A decir verdad, Pepe había asumido un gran riesgo, en
tanto en cuanto los usos y costumbres locales penalizaban por sistema las ideas
innovadoras, incentivando lo convencional, casi lo mediocre. No en vano la
regla de oro que se aplicaba en numerosos proyectos que dependían de decisiones
administrativas era no poner un solo euro sobre la mesa si antes todo el
pescado no estaba vendido. ¿Qué necesidad había entonces de tomar riesgos, de
innovar, de ser “creativos”? La verdad es que ninguna. De hecho, tiempo atrás
un viejo cliente del sector había revelado a Pepe que su empresa era para ellos
un mal necesario, algo completamente prescindible, pero que, no obstante, tenía
una utilidad: mantener la ficción de que los grandes negocios relacionados con
la Administración estaban sometidos a las leyes de la competencia y la
excelencia.
Sea como fuere, Pepe decidió perseverar. Y gracias a
ello, contra todo pronóstico, aquel día se ganó la confianza de un alto
ejecutivo extranjero y un sitio dentro de su equipo. Con él, todo eran
estímulos. “No tengas miedo de probar cosas nuevas”, le decía una y otra vez.
“Cualquier idea será bienvenida”, insistía. Allí Todos se comunicaban entre sí
sin complejos ni tapujos. Y si bien existía una jerarquía, no hacía falta que
se manifestara a todas horas. Dentro de esa cultura corporativa, Pepe empezó a
sentirse como pez en el agua, cada vez más a gusto y más seguro de sí mismo. Y
no tuvo que pasar mucho tiempo para que se preguntara cómo había podido
trabajar de otra manera.
Si Pepe hubiera vivido en un país desarrollado, donde
rigieran las mismas reglas del juego para todos, esta historia habría tenido un
final feliz, casi cinematográfico
El país equivocado
Si Pepe hubiera vivido en un país desarrollado, con una
economía verdaderamente abierta, unas administraciones neutrales y donde
rigieran las mismas reglas del juego para todos, esta historia habría tenido un
final feliz, casi cinematográfico. Pero, lamentablemente, ni el país en el que
vivía tenía una sociedad realmente abierta, ni las instituciones eran neutrales,
ni regían las mismas reglas del juego para todos. Lo cierto es que su irrupción
en el consorcio generó numerosas turbulencias. Y en los despachos de los que
mandaban se hicieron las inevitables preguntas: ¿quién era el tal José Manuel?,
¿de dónde venía?, ¿quién lo había recomendado?
La desconfianza fue en aumento, hasta que finalmente las
hostilidades estallaron entre los socios del consorcio. ¿Cómo se atrevía aquel
ejecutivo forastero a colocar en un puesto relevante a alguien que “ellos” no
conocían y, lo que era peor, no controlaban? Acostumbrados a una forma de hacer
diferente, los directivos forasteros valoraban por encima de todo el trabajo
que Pepe estaba realizando. Mientras que los locales, en especial el más
influyente, que era el que gozaba de una relación más privilegiada con la
Administración, exigían reemplazarle a el y a su pequeña empresa por gente de
“toda confianza”; es decir, profesionales “amigos” que hacían solo aquello que
se les ordenara. Al final, tras varias escaramuzas y reuniones a cara de perro,
las partes llegaron a un acuerdo. Pepe y su empresa seguirían hasta que
finalizara la primera fase del proyecto, que era la más crítica. Pero una vez
superado ese primer corte, se abonarían sus facturas y la relación quedaría
extinguida.
El fiasco
Un par de años después de la salida de Pepe, el principal
socio extranjero también se retiró del proyecto. Y si bien los que quedaron
ganaron la ansiada concesión administrativa, el esperado chollo devino en
desastre. La tecnología con la que habrían de prestar el servicio no estaba
madura. Aún faltaban años para ello. Nadie en su momento había tenido la
valentía de advertirlo. Y de haberlo hecho alguien, ninguno de los grandes
jefes le habría escuchado. Entretanto, las empresas se desangraron financieramente
y fueron amonestadas por la administración correspondiente al no poder prestar
el servicio en los términos comprometidos. En definitiva, el gran negocio
terminó siendo una ruina en la que las empresas y bancos que las financiaban
quedaron atrapados.
Fue una experiencia agridulce. Había tocado el éxito con
la punta de los dedos, sí. Pero fue como atrapar la luna en el reflejo de un
charco
En lo que a José Manuel respecta, aquello fue una
experiencia agridulce. Había tocado el éxito con la punta de los dedos, sí.
Pero fue como atrapar la luna en el reflejo de un charco. Y tuvo la certeza de
que jamás llegaría más lejos. Así que empezó a tomarse las cosas de otra
manera.
Los hechos relatados tuvieron lugar en 1999. Hoy José
Manuel ya no es empresario. Y cada vez que algún amigo o conocido, que sabe de
su valía, le propone crear conjuntamente una empresa, se sonríe y le responde:
yo soy por naturaleza un tipo ambicioso, al que no le gustan que le pongan
barreras. Así que cuando este sea un país de verdad libre, me lo recuerdas.
Esta es una historia real en la que las coincidencias
sencillamente no existen.
JAVIER BENEGAS Vía VOZ POPULI
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