Después de gobernar parapetado
tras la consigna de toda esta legislatura, la ya famosa frase de San Ignacio de
Loyola, que dice que en tiempos de tribulaciones no hay que hacer mudanza,
Mariano Rajoy, en la recta final de su presidencia, ha decidido –oh, sorpresa–
salir de la trinchera y abrir la puerta a una futura reforma de la
Constitución. Eso sí, de cara a 2016... y si Dios quiere.
Este tardío interés recuerda
demasiado a la malograda promesa electoral de la separación de poderes, tan
fotogénica ella, que fue descartada una vez Rajoy se percató de la tormenta
judicial que despuntaba en el horizonte
Plantear asunto tan importante
y delicado justo cuando la legislatura está ya finiquitada, y con las
Elecciones Generales a la vuelta de la esquina, parece, además de una
frivolidad, un gesto con tintes electoralistas. De hecho, recuerda demasiado a
la malograda promesa electoral de la separación de poderes, tan fotogénica
ella, que fue descartada una vez Mariano Rajoy se percató de la tormenta
judicial que despuntaba en el horizonte. Pero supongamos que el Presidente lo
dice en serio, que de verdad tiene el propósito de acometer la tarea en caso de
ser reelegido. ¿De qué reforma estaríamos hablando? ¿Qué alcance tendría? En
definitiva, ¿qué aspectos serían modificados?
Reformas exprés
Por más que se aluda a una
adecuación estructural entre el ordenamiento comunitario europeo y el español,
la puesta al día de la sucesión de la Corona y otras cuestiones menores, todo
apunta a que las reformas constitucionales que estarían en la agenda, no ya de
Mariano Rajoy sino de la clase dirigente, serían principalmente las
relacionadas con la reordenación territorial y la reasignación de las
competencias de las Comunidades Autónomas, con el objetivo de marcar nuevas
líneas rojas a los virreyes regionales y al mismo tiempo asegurar el “encaje”
de Cataluña en el conjunto del Estado de forma más o menos permanente. Visto
así suena muy ambicioso. Desgraciadamente, es de temer que en la práctica se
negociará como es costumbre una solución de compromiso para que la casta catalana
tenga su estadito propio sin que medien ruidosas proclamaciones. Así, por un
lado a los nacionalistas se les dará el control casi aobsoluto en lo que de
verdad les importa: los dineros públicos, que al no ser de nadie terminan
siempre en el bolsillo de los que mejor saben organizarse. Y por otro, al resto
de España se trasladará el mensaje de que de ahí en adelante la unidad del
Estado quedará asegurada.
Sin embargo, por más que este
asunto sea trascendente, en realidad estaríamos ante una reforma puntual, hija
de la urgencia, muy similar en su origen apresurado a la reforma exprés de 2011
y su artículo 135. Reforma con la que, para evitar el rescate de España, se
decidió poner por escrito y a la carrera la obligación tanto del Estado como a
las Comunidades Autónomas de no incurrir en déficit estructural, y que, todo
sea dicho, de poco ha servido. Por lo tanto, si algo ya podemos adelantar es
que en 2016 no se abordará una reforma amplia, orientada a establecer un nuevo
marco constitucional con el que la política por fin funcione aceptablemente
bien, aun cuando los gobernantes se obstinen en perseguir sus propios
intereses.
Lo más preocupante es que
nuestra clase dirigente entiende la política constitucional como algo que
concierne exclusivamente al ordenamiento del Estado, y no como salvaguarda de
las libertades individuales
Una Constitución para las
personas
Con todo, lo más preocupante es
que nuestra clase dirigente entiende la política constitucional como algo que
concierne exclusivamente al ordenamiento del Estado, y no como salvaguarda de
las libertades individuales. En realidad nuestra política constitucional está
diseñada a la medida de los burócratas. De ahí que sea necesario, por más que
disguste a los padres de la patria, y también a ilustres representantes del
establishment, una profunda reforma y, sobre todo, un enfoque diferente, porque
no es solo que la España de hoy sea muy distinta a la de 1978, que también,
sino que la Carta Magna (Carta Otorgada a juicio de no pocos españoles de bien)
ha sido desde su origen sospechosamente ambigua y peligrosamente inoperante a
la hora de evitar los abusos de la clase política, los nacionalismos y, en
general, de los grupos de presión que medran a la sombra del Estado. Y es que,
guste o no, en una constitución no basta con enunciar derechos y deberes, sino
que todo derecho y todo deber ha de sustanciarse de manera inequívoca, de tal
suerte que el legislador no pueda redactar a posteriori leyes ambivalentes que,
en la práctica, desactiven los preceptos fundamentales.
Por ejemplo, no se puede
garantizar el derecho a la vivienda si no se especifica a continuación de
manera clara y concisa, es decir, de forma no interpretable por gobernantes,
tribunales políticos y grupos de interés, cómo, quién y en qué condiciones se
va a sufragar ese derecho. Porque en este mundo nada es gratis. Y si el Estado
va a proporcionar viviendas a diestro y siniestro, alguien tendrá que pagarlas.
No se puede sancionar tal derecho y que la providencia provea. Porque no es la
providencia sino el contribuyente –usted, querido lector– quien paga. Y cuando
este tipo de "derechos" no se acotan en la Carta Magna, su desarrollo
y aplicación queda a expensas de la arbitrariedad del político de turno, lo que
da lugar a impredecibles cambios legislativos y a la indeseable inseguridad
jurídica.
Tampoco se deben elevar
determinados beneficios sociales, por bienintencionados que parezcan, a la
categoría de derechos fundamentales, y menos aún en detrimento de derechos de
verdad inalienables, tal cual sucede, por ejemplo, con el derecho a la
propiedad privada, que la Constitución actual no enuncia como fundamental. Un
colosal disparate, excepto para aquellos, claro está, que están encantados de
que España se asemeje más a la antigua Unión Soviética que a una verdadera
democracia del siglo XXI.
El estatismo, la corrupción y
el clientelismo que padecemos tienen su origen precisamente en una reglas
informales que han encontrado en la ambigüedad constitucional el medio para
consolidarse
Una constitución para una
sociedad abierta
Pese a todo, sean ambiciosas o
pacatas, amplias o limitadas, las reformas constitucionales no resolverán por
sí solas los problemas, ni siquiera la elaboración de arriba abajo de una nueva
Constitución garantiza tal cosa. Ocurre que muchas de las reglas que rigen
nuestras vidas no están escritas, sino que forman parte de usos y costumbres
surgidos al albur de las expectativas sobre el comportamiento de los demás. Y
estas reglas informales se superponen subrepticiamente a las leyes. El estatismo,
la corrupción y el clientelismo que padecemos tienen su origen precisamente en
estas reglas, que han encontrado en la ambigüedad constitucional el medio para
propagarse y consolidarse. Luego, ha bastado añadir un maremagnum de leyes para
que el atropello más aberrante pueda presentarse a conveniencia como
escrupulosamente legal. De ahí, y volviendo de nuevo al principio, la
importancia de que la Carta Magna sea extremadamente clara y concreta. Solo
reemplazando los equívocos preceptos por otros inequívocos, el actual círculo
vicioso puede transformarse en virtuoso, es decir, en un sistema institucional
que incentive reglas informales, usos y costumbres que, en vez de debilitar las
leyes, las fortalezcan. Recuerde, la corrupción no es fruto de la herencia
genética, sino consecuencia de un sistema institucional donde los incentivos no
son los correctos.
Como ya apuntaba en otro
artículo, Karl Popper decía que la democracia, pese a lo que pueda parecer, no
se basa en el principio de que debe gobernar la mayoría, sino en el de que los
diversos métodos igualitarios para el control democrático, como el sufragio
universal y el gobierno representativo, son sobre todo salvaguardias
institucionales contra cualquier tipo de tiranía, incluyendo la tiranía de la
mayoría y la del propio Estado. Pues bien, la piedra angular de este sistema
garantista, de control del Poder y salvaguarda de los derechos individuales, es
la constitución. De ahí la importancia de que en ésta se expresen unas reglas
del juego justas, claras, concretas, tajantes y no interpretables que sean
comprendidas, asimiladas y respetadas por todos. Desde luego, nada que ver con
reformas puntuales que sancionen los derechos de los territorios mientras
ignoran los de las personas; nada que ver, en definitiva, con una constitución
donde el ciudadano común siga estando al albur de las ocurrencias de oligarcas,
colectivistas y políticos oportunistas.
JAVIER BENEGAS Vía VOZ POPULI
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