Mientras los partidos aceleran sus componendas para formar gobierno, sus cambalaches para repartir poder, puestos y prebendas en beneficio de los líderes, la sociedad observa los trapicheos desde la barrera, con morbo y curiosidad pero también con pasividad e impotencia. Escondido en el burladero, preso del pánico, Mariano Rajoy, quedó entre dos aguas: ni se decidió a lidiar el morlaco de la investidura ni se cortó la coleta retirándose definitivamente. Permaneció en medio del callejón estorbando la corrida, haciendo la faena, sí, pero al Rey que recibió el marrón de nombrar diestro sustituto. Mientras tanto, un desmelenado Pablo Iglesias pinchaba con el estoque de matar a Pedro Sánchez en la parte más baja de la espalda, con tal virulencia que el líder del PSOE saltó dolorido al ruedo. A partir de aquí no podemos adivinar el desenlace aunque la historia nos dice que, en España, los partidos siempre llegan a algún acuerdo cuando se trata de repartir cargos y prebendas. El resto les importa bien poco.
El resultado final, y las políticas que sufriremos en el futuro, dependerán de la carambola, de los pactos de última hora a los que pueda llegar Sánchez
El resultado final, y las políticas que sufriremos en el futuro, dependerán de la carambola, de los pactos de última hora a los que pueda llegar Sánchez. Pero muy difícilmente formará parte de una estrategia coherente, de una apuesta que exija renuncia y sacrificio a los dirigentes en bien de la sociedad. Esperar generosidad y altura de miras en los burócratas de partido es un atajo seguro hacia la frustración. Pero es todavía más decepcionante contemplar que carecemos de una opinión pública bien asentada, potente y coherente, capaz de servir de fiel de la balanza, de ejercer cierta influencia sobre las políticas que pacten finalmente los partidos, de indicar a ciertos líderes, como Mariano Rajoy, que la mejor manera de prestar grandes servicios al país es... retirarse de inmediato. O de señalar a Pedro Sánchez que cualquier acuerdo, tácito o explícito con los secesionistas constituye una línea roja que no se permitirá sobrepasar. ¿Dónde están esos informadores, pensadores, intelectuales, grandes empresarios, asociaciones representativas de la sociedad civil, prestos a asumir su responsabilidad, a mojarse, a arriesgarse, a proponer un camino en momentos tan críticos de la historia de España? Ni están ni se les espera. Todos prefieren jugar a las apuestas, a la adhesión partidista, a las descalificaciones, antes que apuntar públicamente un proyecto sensato.
¿Por qué la sociedad civil se ha vuelto tan pasiva, desvertebrada, pendiente de los detalles, de la espuma, pero despreocupada del fondo de los asuntos públicos? ¿Por qué han desaparecido los personajes coherentes, fiables, los referentes morales, esas personas de talla dispuestas a romper tabúes, a pregonar las verdades del barquero aunque molesten a quienes cortan el bacalao?
Importa más a quien conozcas que lo que conozcas
Muchos piensan que los defectos de nuestro sistema político son mero reflejo de la idiosincrasia española, de nuestra peculiar forma de ser. Al fin y al cabo, los políticos surgen del pueblo. Y la sociedad civil tampoco ofrece una apariencia muy prometedora. No abundan destacados empresarios, o gestores de grandes corporaciones, que puedan servir de ejemplo la juventud. En las élites económicas domina la mediocridad, la picaresca o el arribismo aunque todos se encuentren muy bien relacionados. En España, la clave para pertenecer al grupo privilegiado es el talento o la eficiencia sino los vínculos, los contactos: no importa lo que conozcas sino a quien conozcas. Un mundo de amiguismo, enchufe y trapisonda donde el bien común es un concepto desconocido.
Tampoco la prensa presenta un panorama prometedor: poco profunda, demasiado dispuesta a adular a un partido o a otro
Tampoco la prensa presenta un panorama prometedor: poco profunda, demasiado dispuesta a adular a un partido o a otro, a este líder o a aquél, casi siempre por un triste plato de lentejas. Ni reconforta fijar la vista en los intelectuales: acomplejados, vendidos, temerosos de ser señalados con el dedo si levantan la cabeza, si abandonan la autocensura. Si de informadores y pensadores dependiera, los políticos harían siempre su santa voluntad... previo pago, claro.
Ni siquiera la perspectiva se torna halagüeña echando un vistazo al común. Abunda demasiado el gañan con apariencia de seguridad, palabrería, jactancia, ese tipo de persona que rascando un poco, descubre su verdadera naturaleza: mucha imagen, verborrea, labia... pero poco fondo. Ni sabe ni entiende de nada pero aparenta que lo domina todo. Un charlatán, oportunista, adulador cuando hace falta, bien entrenado para impresionar al personal y, sobre todo, para lograr infinidad de contactos. ¿Somos así los españoles? En absoluto. Este arquetipo no pertenece a nuestra cultura: su éxito es el resultado inevitable de los perversos incentivos imperantes.
La excelencia... no es rentable
Cuando un sistema es cerrado, se basa en el intercambio de favores, cuando no prima el mérito sino las relaciones personales y los contactos, la propia dinámica acaba desincentivando la excelencia académica y profesional. La verdadera formación, el talento, el conocimiento profundo, se convierten en metas demasiado costosas; nada rentables. Tan solo unos pocos entusiastas las acaban cultivando; y muchos deben emigrar para rentabilizarlas. En su lugar, se fomentan las facetas más lucrativas, mejor remuneradas: invertir en relaciones y contactos, introducirse en la red oportuna, en el grupo adecuado. Y, por supuesto, la verborrea, la picaresca, la capacidad de hacer amigos, la inclinación a adular al poderoso, son cualidades mucho más útiles y provechosas que la formación y el conocimiento. Además, vivir en la ignorancia de ciertos acontecimientos contribuye a evitar mucho padecimiento. En contra de lo que afirman ufanos los políticos, no tenemos la generación más preparada de la historia; sólo la que más títulos posee. Titulitis no es sinónimo de conocimiento: poco se aprende sin voluntad de hacerlo.
Se ha descoyuntado el impulso altruista y generoso de los ciudadanos, esa tendencia de las personas a dedicar tiempo y esfuerzo para cooperar en agrupaciones que buscan fines nobles
Pero también se ha descoyuntado el impulso altruista y generoso de los ciudadanos, se ha descuajado su capital social, esa tendencia de las personas a dedicar tiempo y esfuerzo para cooperar en agrupaciones que buscan fines nobles. La inmensa mayoría de asociaciones y organizaciones altruistas fueron subvencionadas, compradas, desviadas de sus legítimos fines. Y su ausencia dejó campo libre a los grupos de intereses, a los movidos por fines egoístas, a los cazadores de rentas y ventajas, a quienes buscan arañar mayor trozo de tarta a costa del resto. Es la apoteosis de quienes persiguen afanosamente una providencial página de BOE que les otorgue la oportuna excepción.
No podemos culpar a nuestra mala estrella. Ni a los genes, la costumbre o el sustrato cultural. Tan sólo a perversos incentivos que deben cambiarse con urgencia. Unas reformas institucionales oportunas cambiarían las motivaciones, impulsarían a sacar mejores facetas de cada uno, no siempre la peor. Aun así, es difícil evitar que, al llegar momentos difíciles, etapas cruciales y peligrosas de nuestra historia, donde corremos el peligro de ser arrastrados por una fuerte deriva y tragados por el remolino, pueda cundir la decepción, la desagradable impresión de que, ante una llamada de socorro, ante la petición de un paso al frente para inculcar un poco de sensatez a los políticos, resulta que... no hay nadie al otro lado.
JUAN M. BLANCO Vía VOZ POPULI
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