Este lunes John Müller se hacía eco de la reunión de 25 profesionales del Derecho en la localidad segoviana de La Granja, escogidos todos ellos por José María de Areilza, secretario general del Aspen Institute de España, y Román Gil, socio de Sagardoy Abogados. El objeto de esta reunión era debatir sobre cuál puede ser el devenir de España en el medio y largo plazo. Una pretensión que, dadas las circunstancias, por fuerza habría de tener protagonismo la coyuntura política. Y en efecto, así fue. Se debatió sobre la idea de una segunda transición, en la que, según apunta Müller, coinciden desde Podemos a Ciudadanos, pero que, sin embargo, al parecer no sedujo a la mayoría de los juristas, abogados y notarios invitados al debate.
Sorprende que no se hayan percatado de que la casa constitucional se vino abajo hace tiempo. Lo que nos queda es la inercia del viejo orden
La renuencia a sumarse a la corriente que aboga por una nueva transición no debe extrañarnos. Los allí presentes estaban relacionados con el mundo del Derecho. Y esta circunstancia lleva aparejada en España una actitud excesivamente conservadora; en lenguaje castizo, una predisposición a cogérsela con papel de fumar, dicho sea con todos los respetos. De ahí que, según la crónica de Müller, “un participante puso el ejemplo de que la Constitución era una casa que había que rehabilitar, pero en el ánimo mayoritario pesó la idea de que la casa se puede venir abajo en la operación”. Sorprende que no se hayan percatado de que la casa constitucional se vino abajo hace tiempo. Lo que nos queda es la inercia del viejo orden.
Ocurre que, por más que sobre el papel la actividad del jurista se oriente a las relaciones entre la sociedad y el marco legal-institucional, tiende a valorar más lo segundo que lo primero, como si antes fuera la Ley que las personas, quizá porque las personas son poco confiables, van y vienen como las mareas, mientras que la Ley, siempre tal pulcra, permanece, aun en páginas amarillentas. En cierta forma, en los juristas se da una característica parecida a la de los ecologistas más radicales: prefieren un Estado con vida propia, al margen de las personas, igual que los otros sueñan con una naturaleza libre de seres humanos. También sucede algo similar con los politólogos, que tienden a creer más en los modelos que en la tozuda realidad.
¿Para cuándo un verdadero debate?
Sea como fuere, de lo que no hay duda es que afrontar los problemas requiere un debate mucho más abierto y valiente que el celebrado en La Granja, una discusión en la que no necesariamente todos los partícipes sean juristas ni todos académicos. Hace falta sumar otros perfiles que veneren más a la sociedad que al Estado, testimonios que aporten esa visión realista que da el bregar con la Administración y con las barreras que impone al individuo en la consecución de sus legítimos fines. En definitiva, gente para la que el principio de igualdad de oportunidades sea lo primero.
Limitar el debate al marco legal es llevar el problema a un callejón sin salida
Los problemas de España no son jurídicos, son políticos. Valga como ejemplo superlativo la llamada "doctrina Botín", que tiene mucho más de gracia política que de doctrina jurídica. Y no hace falta ser un experto en leyes para comprender que, cuando las instituciones formales de un Estado son suplantadas por esas otras instituciones, las informales (organizaciones que conforman los usos y costumbres y condicionan los incentivos y expectativas de la sociedad), limitar el debate al marco legal es llevar el problema a un callejón sin salida, pues si la ley es sistemáticamente retorcida por aquellos que pueden, no parece que cambiarla o generar otra nueva vaya a servir de mucho. Es más, conviene recordar que uno de los factores que ha venido agravando la crisis ha sido la hiperactividad legislativa, que ha instaurado la creencia de que todos los problemas se resuelven a base de leyes. De ahí que a cada problema se le haya adjudicado una. Y que cada ley haya generado a su vez nuevos problemas, hasta el punto de que nuestro proceloso marco legal se ha convertido en un problema en sí mismo.
Cierto es que una reforma constitucional o, incluso, la redacción de una constitución nueva no es la panacea, y que si antes una inmensa mayoría de españoles y agentes políticos no comparten las convenciones más elementales de la democracia, no sólo sería un esfuerzo baldío, sino que muy probablemente terminaríamos como el rosario de la aurora. Sin embargo, si abrimos el campo de visión comprenderemos que reformar la Constitución, o redactar otra nueva, no es una cuestión meramente legal sino sobre todo política. Es el punto de apoyo que hace falta para cambiar las expectativas, el pistoletazo de salida para una batería de reformas institucionales profundas, radicales y, sobre todo, creíbles; un poderoso impulso con el que invertir la tendencia, erradicar el fatalismo e instalar en la sociedad la convicción de que es posible cambiar las reglas del juego.
La ventana de oportunidad que la estabilidad económica internacional nos había abierto parece estar cerrándose velozmente
El peligro de una nueva recesión global
Es evidente que la fragmentación del Parlamento y la impostada polarización de los discursos de los representantes políticos a cuenta de cualquier majadería, complica si cabe aún más la posibilidad de reforma. El ruido de las disputas sobre asuntos propios de borregos oculta el debate de lo importante y añade el peligro de la instrumentalización de iniciativas supuestamente regeneradoras por parte de algunos. Precisamente por ello es necesario revitalizar esta demanda; trasladar a la opinión pública y, desde la opinión pública, al Parlamento, la necesidad de alcanzar amplios acuerdos en materia reformista y arrojar al vertedero las estrategias partidistas basadas en la muy cutre, aunque eficaz, polarización ideológica.
No es momento de inmovilismos ni “justicialismos”. Quienes insistan en esos discursos se estarán retratando. La ventana de oportunidad que la estabilidad económica internacional nos había abierto podría estar cerrándose velozmente. Si se confirma que estamos entrando en una fuerte recesión global, la situación económica española podría deteriorarse de manera similar a como sucedió en 2008. Y, entonces, otros vendrán que harán las reformas de aquella manera. Así que no podemos permitirnos cerrar el debate a conveniencia y justificarnos diciendo que hicimos todo cuanto pudimos. Eso es propio de cobardes. Y tampoco podemos permitirnos la cobardía. El miedo sí, pero no la cobardía. Como escribió Charles Wilson, “cuando hablo de cobardía no quiero decir miedo. La cobardía es una etiqueta que nos reservamos para la acción de un hombre. Lo que pase por su cabeza es cosa suya”.
JAVIER BENEGAS Vía VOZ POPULI
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