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jueves, 1 de agosto de 2019

CUESTIÓN DE CONCIENCIA


Opinión 

Javier Pereda

 
El santoral nos trae a la memoria cada año la figura de personas emblemáticas y dignas de admiración e imitación. En estos días sale a relucir la de un gran hombre de leyes, humanista, escritor, que llegó a ser Lord Canciller de Inglaterra, amigo de Erasmo de Rotterdam y Luis Vives, esposo y padre de familia ejemplar (al enviudar de Jane Colt se casó con Lady Alice, siendo biógrafa su hija Margaret), amigo personal del rey Enrique VIII y con un gran amor y fidelidad al Papa y al Magisterio de la Iglesia, ante la presión para apoyar leyes injustas. Se trata de Sir Thomas More.

La mejor explicación para traer a colación un personaje de hace cinco siglos, cuya fiesta se acaba de celebrar el 22 de junio, aunque su decapitación en la Torre de Londres aconteció un 6 de julio de 1535, nos la ofrece otro genio, escritor y compatriota suyo británico, Chesterton: “Tomás Moro es más importante en la actualidad [lo escribía en el siglo pasado] que en cualquier otro momento; y quizá más que en el mismo momento de su muerte. Pero no es más importante ahora como lo será dentro de cien años”. Estas sabias palabras de este converso y creador del célebre personaje del Padre Brown vienen a ser proféticas. En efecto, ahora, en el actual panorama social y político, cada vez se echan más en falta políticos de esta integridad y categoría, con profundas convicciones, coherentes y fieles a los dictados de su conciencia.

Tomás Moro fue un adelantado de su tiempo, en el que se pensaba que vivir una vida cristiana en plenitud, sólo estaba reservado a personas pertenecientes al estado clerical y religioso, pero en ningún caso a los fieles laicos, en el desempeño de sus obligaciones familiares o en el ejercicio de su profesión. Es significativo que la Iglesia Católica lo canonizara, cuatro siglos después de su muerte, en 1935, una vez que siete años antes comenzara a barruntarse la doctrina de la llamada universal a la santidad.

Este prestigioso abogado se sintió interpelado a dedicarse a la “res pública” para servir a su país, tal y como escribió en su famosa obra Utopía (1516): “Piensa si con la sabiduría y gran libertad de ánimo no podrías acaso disponer tu voluntad para que tu ingenio y esfuerzo resulten beneficiosos al Estado, aunque ello te cause pena e inconvenientes”. Su compromiso con la actividad política le trajo no pocos quebraderos de cabeza –nunca mejor dicho–, porque sus principios le llevaban a pensar: “El hombre no puede ser separado de Dios, ni la política de la moral”.

Por eso, San Juan Pablo II le nombró patrono de gobernantes y políticos en el 2000, porque es un inmejorable modelo para todos ellos, tal y como expuso en la Exhortación Christifideles laici (1988, n. 34): “Los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la política; es decir, en la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común”. El que fuera denominado precursor de la santidad de la vida ordinaria, San Josemaría Escrivá, invitaba a los católicos a ejercitar con iniciativa y responsabilidad un servicio entregado a la sociedad civil: “No podéis estar ausentes –sería una criminal omisión– de las asambleas, congresos, exposiciones, reuniones científicas o de obreros, cursos de estudio, de toda iniciativa, en una palabra, científica, cultural, artística, social, económica, deportiva, etc.”

El dilema dramático de Tomás Moro, igual que el del obispo John Fisher, fue negarse a firmar –por una cuestión de conciencia– el Acta de Supremacía aprobada por el Parlamento, en connivente corrupción con el monarca de la Dinastía de Tudor (se casaría en seis ocasiones), en la que se proclamaba la invalidez del matrimonio con Catalina de Aragón –con la oposición de la Iglesia– para casarse encaprichado con Ana Bolena (a la que decapitaría), a la vez que rompía en 1534 con la Iglesia de Roma, formando el cisma anglicano.

Pese a reconocer “no tener madera de mártir” se le sentenció por falsa traición a muerte, al permanecer fiel a los dictados de su conciencia. El cardenal Wolsey reprochará a Tomás Moro que antepusiera su conciencia a graves intereses de Estado: un nuevo matrimonio del rey para tener descendencia. La aguda respuesta de Moro tiene plena vigencia: “Cuando los hombres de Estado se olvidan de su propia conciencia conducen a su patria hacia el caos”. Ante el falso testimonio de Richard Rich  y el interrogatorio de Cromwell, se defendió de su actuar con lealtad, con gallardía y serenidad: “Muero siendo buen servidor de mi rey, pero primero de Dios”.


                                                                             JAVIER PEREDA
                                                                             Publicado en el Ideal de Jaén el 28 de junio de 2019.

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