Enrique García-Máiquez
En La Religión en los límites de la razón pura, Kant observa que la tradición judeo-cristiana, al dividir la creación en Cielo, tierra y los infiernos, pone el mal propiamente fuera de la creación, a diferencia de las tradiciones gnósticas, siempre dualistas. El Diablo fomenta la contrición a la vez que funciona como circunstancia atenuante del mal humano, facilitándonos perdonarnos unos a otros. Lo explica Frossard; que, además, hace confesar al Diablo: «Entre los favores que os he hecho, el miedo al infierno no era el menor. Al ser la condenación lo único que había que temer, no os asustaba demasiado lo demás». Encima, el convencimiento de la existencia de un ser espiritual maligno puede, como fue el caso de Chesterton, nada menos, llevar, mediante deducción lógica, a creer en la existencia de Dios, que es lo que importa. Fabrice Hadjadj ha escrito un libro en esa línea ascendente titulado La fe de los demonios.
Por tantos servicios prestados a la humanidad (para no prestárnoslos) es por lo que el Diablo está tan vivamente interesado en que no creamos en él. O en embromarnos disfrazado de metáfora o superstición o icono pop para darnos luego el susto de muerte. Por estrategia, apuesta por el camuflaje. Lo que no soporta, según Tomás Moro, es que nos riamos nosotros de verdad de él, porque es el espíritu orgulloso. Y menos todavía se iba a conformar con servirnos el que a Dios mismo dijo: «Non serviam!». ¡Pero bien que nos sirve!
ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ
Publicado en Diario de Cádiz.
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