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miércoles, 28 de agosto de 2019

LAS LENGUAS DE TAIFAS

El autor expone la idea de que España lo que necesita no es seguir profundizando en su diversidad, sino tomarse en serio su unidad.

 

Torre de Babel 

Torre de Babel

 

Trabajos de amor perdidos es el título de una comedia shakespeariana que trata de los lances del amor no correspondido. El juego de equivocaciones de la pieza estriba en que los galanes, confundidos, dirigen sus galanteos a la persona que no desea recibirlos. Son dardos de amor lanzados a la diana equivocada.
Dardos tan voluntariosos, tan bien intencionados e igualmente errados son los que lanza Mercè Villarrubias al corazón de los llamados nacionalistas lingüísticos en su ensayo Por una Ley de Lenguas. Los errores no se hacen esperar y el primero, de bulto, aparece ya en el prólogo, firmado por Juan Claudio de Ramón, quien es asimismo uno de los muñidores de la propuesta.
En él se avanza la tesis central del libro, a saber: que los nacionalismos en España son nacionalismos lingüísticos, y que, por consiguiente, para resolver la crisis territorial lo que hay que hacer es oficializar el plurilingüismo en toda España. Dicho con otras palabras, si existen procesos de construcción nacional es porque los nacionalistas desean disponer de un Estado propio para la lengua con la que se identifican; o sea, para los autores, la nación sería el medio y la lengua, el fin.
Ni siquiera en un nacionalismo culturalista como el catalán la lengua fue el primer impulso
Lo cierto, me temo, es lo contrario. La lengua no es sino uno de los medios de los que se sirven los nacionalistas para alcanzar su fin, la nación. Esto, que resulta obvio en los nacionalismos racistas, es sólo algo menos obvio en los nacionalismos culturalistas. Para entender los primeros basta citar a Sabino de Arana, ese prócer al que Barcelona sigue dedicándole una calle: "Si nos dieran a elegir entre una Bizkaya poblada de maketos que sólo hablasen Euzkera y una Bizkaya poblada de bizkainos que sólo hablasen el castellano, escogeríamos sin dubitar esta segunda […]. No el hablar éste o el otro idioma, sino la diferencia del lenguaje es el gran medio de preservarnos del contacto con los españoles y evitar así el cruzamiento de las dos razas […]. Si nuestros invasores aprendieran el euskera, tendríamos que abandonar éste".
Pero ni siquiera en un nacionalismo culturalista como el catalán la lengua fue el primer impulso. En las Bases para la Constitución del Estado de Cataluña, de 1868, o Pacto de Tortosa, cuyo portavoz fue Valentí Almirall, la cuestión de la lengua ni se menciona. No es hasta 1888 cuando aparece la reivindicación de la mano de la recién creada Lliga, en su famoso Mensaje a la Reina Regente, y lo hace en unos términos que dejan ver claramente el plumero político y económico: "(…) Que la lengua catalana sea la lengua oficial en Cataluña para todas las manifestaciones de la vida de este pueblo. Que la enseñanza en Cataluña se dé en lengua catalana. Que sean catalanes los Tribunales de Justicia y todas las causas y litigios se fallen definitivamente dentro del Territorio. Que los cargos de la nación catalana los nombren los mismos catalanes, procurando que recaigan en catalanes los cargos políticos, los judiciales, los administrativos y los de enseñanza". En 1892 se redactarán las Bases para la Constitución del Estado de Cataluña, o Bases de Manresa, y desde entonces la reivindicación lingüística ya no dejará de ser una piedra angular en la gran obra de la nación, una vez constatado el hecho de que una llengua és un mercat, como señaló Jesús Royo.
En esta confusión entre medios y fines los autores olvidan, por añadidura, que no en todo lugar donde existe lengua vernácula han surgido nacionalismos. Valencia, sin ir más lejos, a pesar de contar con una lengua con mayor pedigrí que el catalán gracias a Ausiàs March o a Joanot Martorell, no se vio afectada por el nacionalismo hasta fechas recientes, y eso por contagio o metástasis del nacionalismo vecino.
Siguen confiando en el efecto beneficioso de legislar sobre los sentimientos
Si errado es el diagnóstico, la receta ya es de traca. ¿Qué implica oficializar el plurilingüismo? Poca broma: construir un Estado plurilingüe supone promover el catalán, el euskera y el gallego —de momento, pues al valenciano lo colocan los autores entre paréntesis (sic) en su propuesta de ley, y a otras hablas identitarias, como el bable, el montañés o el castúo, las ponen en la cola de los aspirantes— como lenguas del Estado y asegurar su presencia y uso en las instituciones estatales y gubernamentales. En otras palabras, facilitar que un gallego pueda disfrutar del Museo do Prado en su lengua propia —en el libro se ratifica esta intolerable denominación—, que un vasco pueda ser atendido en euskera en cualquier institución central del Estado o empresa pública con local en Málaga o que un diputado catalán pueda, ¡por fin!, hablar con servicio de pinganillo y traducción simultánea en el Congreso.
Pues bien, digo de traca porque la propuesta es inútil, cara y peligrosa. Aún diría más: es candorosamente inútil, desorbitadamente cara y tremendamente peligrosa.
La inutilidad de la propuesta procede de ese desenfoque inicial señalado. En el ensayo se detallan los pasos ya dados hacia el plurilingüismo por el Estado, como el DNI bilingüe, y se constata la escasa incidencia que han tenido… Son trabajos de amor perdidos. Los autores argumentan que si el impacto ha sido anecdótico es por no haber hecho el Estado suficiente publicidad, pero, como toda ingenuidad tiene un límite, al final no tienen más remedio que reconocer la inutilidad inherente a esta política lingüística. Nobleza obliga: tras constatar que las acciones, estas sí muy notables, emprendidas en Canadá a favor de la oficialización del bilingüismo, no sólo no han propiciado una solución al monolingüismo militante quebequés, "sino que han favorecido el uso exclusivo del francés", los autores conceden que "en España no habría que esperar reciprocidad de los gobiernos autonómicos después de una aprobación de la Ley de Lenguas". A pesar de todo, el lirio no se le cae de la mano, y siguen confiando en el efecto beneficioso de legislar sobre los sentimientos a fin de conseguir que los españoles que no se sienten españoles se sientan muy queridos por el resto y cambien sus afectos.
Todos los españoles nos entendemos sin ningún problema gracias a que disponemos de una lengua común
La reflexión sobre el coste nos ilustra de paso sobre la falta de seriedad del ensayo. Para rebatir una de las objeciones notables que se hacen a la propuesta, como es la de su elevadísimo coste, el libro aporta los números de Canadá, un país en el que De Ramón es experto. Para empezar, la comparación es odiosa: porque en Canadá, a diferencia de España, no existe lo que Trudeau ha llamado "las dos soledades", pues todos los españoles nos entendemos sin ningún problema gracias a que disponemos de una lengua común que los autores sistemáticamente menosprecian; porque en Canadá, al contrario de lo que ocurre con los hablantes de español en las comunidades nacionalistas de España, los hablantes de inglés no son un colectivo estigmatizado; porque en Canadá limitan el plurilingüismo a dos lenguas, mientras que en España nos las habríamos con cuatro de entrada, y en breve con cinco, con seis, con siete…, que nos conocemos; y porque en Canadá promueven que los ciudadanos aprendan una lengua muy útil más allá de sus fronteras, como es el francés para los anglófonos o el inglés para los francófonos, mientras que en España, con el debido respeto, dedicaríamos toda esa energía y presupuesto a promocionar lenguas minoritarias de exclusivo valor identitario o sentimental, pero de nulo valor comunicativo, pues a cada español sólo le sirven para comunicarse con comunidades de hablantes con las que ya comparte lengua.
Pero si aceptamos pulpo como animal doméstico y damos por buena la comparación con Canadá, el resultado de la argumentación no es menos asombroso. Los autores toman Canadá como ejemplo para refutar que la propuesta sea cara y logran demostrar justo lo contrario: el coste de la oficialización del multilingüismo ha sido del orden de unos 30.000 millones de euros al año, aproximadamente un 5% del presupuesto canadiense. Mas, como en el caso de la inutilidad, no permiten que la realidad les desmonte la tesis, y salen del atolladero solicitando un acto de fe al lector y despachando la papeleta con un arbitrario, irresponsable y tramposo "aquí necesitaríamos una décima parte". Todo indica, muy al contrario, por la estructura territorial de nuestro país y por las dinámicas que esta favorece, que en España el coste, en efecto, no sería elevadísimo como en Canadá, sino simplemente insostenible.
Peligrosa también, en efecto, y en tres sentidos. Primero porque supone perseverar en unas políticas de la diversidad ya lo bastante hipertrofiadas en un país con dinámicas centrífugas tan asentadas como el nuestro. Abrir esa grieta en la consideración del español como lengua común supone favorecer la fragmentación. Las lenguas vernáculas no perderían posición en sus reinos de taifas, pero sí lo haría el español, lengua para la que los autores defienden expresamente una rebaja del "estatus". La promesa de garantizar los derechos lingüísticos de todos, también de los castellanohablantes residentes en territorios con "lengua propia" es un mero brindis al sol, una golosina para captar apoyos incautos, pues tal objetivo será inalcanzable mientras el Estado no recupere competencias o al menos ejerza con efectividad las que conserva. No obstante, así como los efectos positivos de esta Ley serían muy inciertos, sus efectos negativos serían muy ciertos e inmediatos: el Estado quedaría maniatado y otorgaría graciosamente herramientas legales a los nacionalistas para insistir en su labor de acoso y derribo atascando de demandas ad nauseam los tribunales.
Se coquetea con la idea de la libertad de elección lingüística para acabar proponiendo un modelo que está en sus antípodas
Peligrosa, en segundo lugar, por venir de donde viene. En toda guerra, el llamado "fuego amigo" es una de las principales causas de pérdidas de efectivos. La indudable buena intención de los promotores de esta Ley, y su ejecutoria en la lucha contra el nacionalismo, puede despistar a más de uno. Al respecto conviene recordar que en la larga historia de malas ideas con que se ha pavimentado el camino al nacionalismo, las ideas cargadas de buenas intenciones ocupan un lugar destacadísimo. De un magma intelectual similar —si no idéntico— al que ha generado esta propuesta, nació la idea de la inmersión, que pretendía desactivar la barrera identitaria no eliminándola, sino enseñando a saltarla a los que estaban en el lado equivocado; al igual que la idea maragalliana de resolver armoniosamente el "encaje" abriendo la caja de Pandora del nuevo Estatut, o recientemente la idea de reclamar el "derecho a decidir", para luego decidir quedarse. La ley de Lenguas está impregnada de este tercerismo buenista con aroma a PSC.
Y peligrosa en un tercer sentido: porque el ensayo está construido como una auténtica trampa conceptual. La dinámica de mostrar denuncias que despiertan las simpatías del lector crítico con el nacionalismo, para luego dar un quiebro y concluir lo contrario de lo esperado, es constante en la obra. Se promete la defensa de los derechos individuales y se habla sobre todo de políticas de reconocimiento, de protección de minorías lingüísticas y de derechos colectivos; se coquetea con la idea de la libertad de elección lingüística para acabar proponiendo un modelo que está en sus antípodas; se afirma que es estéril discutir si la pluralidad de lenguas es una bendición o una maldición para acto seguido fundamentar la propuesta precisamente en la convicción de que la diversidad lingüística es una riqueza y un valioso recurso.
Sobre esa relación de primacía entre lo común y lo diverso la autora del ensayo y sus promotores tienen un posicionamiento bien claro. Toman partido de manera explícita por lo segundo. Pensando desde dentro de la caja nacionalista, niegan al español la condición de lengua nacional —"España tiene una lengua común, pero no tiene una lengua nacional", dicen— y hasta llegan a expresar sus dudas acerca de que contar con una lengua común sea una riqueza para la democracia. Ya puestos, se animan incluso a negar la condición de lengua común del español, pues en sus propias palabras —resaltadas de manera pueril en cursiva, para que advirtamos su importancia— "un nuevo relato sobre el español afirmaría a esta lengua como la lengua común del país para aquellos que así la perciban y sientan. Sería la lengua común de aquellos que han consentido a ello, no la lengua común de todos". Es decir, de nuevo, legislar sobre el sentimiento y no sobre la realidad. Recordando el clásico ejemplo de Félix Ovejero, sería como conceder que es Napoleón, y tratarlo como tal, a todo aquel que afirmase sentirse como el Gran Corso.
Así seguimos, ninguneando la lengua franca y jugando, peligrosamente, con las de taifas
En fin, cuando manifesté mi primera crítica a esta propuesta, Quim Coll, uno de sus promotores, me dijo en su defensa que "España debía tomarse en serio su diversidad". Yo le respondí que lo que debía España tomarse en serio era su unidad. España no ha hecho otra cosa que tomarse demasiado en serio su diversidad durante la mayor parte de su historia.
El particularismo ha sido endémico en nuestro país, y como escribió Ortega, "la esencia del particularismo es que cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte, y en consecuencia deja de compartir los sentimientos con los demás". Y esta falta de atención a lo que nos une afecta especialmente a la lengua, pues la España tradicionalista más unionista cifró en la religión —"España martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio..."— y no en la lengua su vínculo nacional. Fueron los liberales del XIX y ya en el siglo XX los progresistas de la Escuela Libre de Enseñanza quienes prestaron atención al idioma común como factor de cohesión y emancipación, y no fue hasta la Constitución republicana de 1931 que el español fue declarado lengua oficial, y esto se hizo, precisamente, de forma reactiva ante el temor de que el borrador de Estatuto de Cataluña, que sí proclamaba la oficialidad del catalán, consolidase una situación en la que los hablantes de español en Cataluña viesen vulnerados sus derechos.
Y la transición se tejió con esos mismos mimbres. Ese fuste torcido lo denunció Gregorio Salvador en su obra Lengua española y lenguas de España, al recordar cómo en 1976, cuando la RAE propuso conmemorar el milenario de las Glosas Emilianenses, primeras manifestaciones escritas en español, el Gobierno lo prohibió de manera tajante con este argumento: "El momento político no aconseja tal celebración".
Así seguimos, ninguneando la lengua franca y jugando, peligrosamente, con las de taifas.

                                               PEDRO GÓMEZ CARRIZO* Vía EL ESPAÑOL
*Pedro Gómez Carrizo es editor.

 

 

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