Cardenal Antonio Cañizares
Nos
encontramos en pleno verano, en contacto con la naturaleza. Este tiempo
es propicio para estudiar la ecología, en distintos aspectos, que me
gustaría ofrecer en sucesivos encuentros con ustedes, los lectores. La
nueva conciencia y preocupación ecológica es, a mi entender, una de las
señales más positivas del momento que vivimos. Entraña, para todos, un
verdadero desafío y un exigente deber moral de amplias ramificaciones y
consecuencias.
También el Papa Francisco, en su encíclica verdaderamente revolucionaria Laudato Sí, lo sitúa en el hecho de la creación, obra de Dios mismo, que ha confiado a los hombres. Esta es la clave de todo. Así, la Iglesia en su visión, se distancia claramente de aquellas otras visiones del mundo que excluyen el hecho de la creación y, por consiguiente, rechazan la intervención de Dios. Las numerosas referencias del Papa a la obra creadora de Dios subrayan y confirman la verdad del origen último del mundo a partir de un acto creador de Dios, sin entrar en el actual debate de las distintas teorías acerca del origen del mundo.
La naturaleza no es algo sagrado, sino un don puesto por Dios en las manos del hombre al que le ha sido confiada la responsabilidad y la tarea de custodiar y cultivar la tierra. La naturaleza no es ni objeto de culto, como pudiera reclamar una cierta ideología panteísta difusa, ni una desnuda y amorfa materia de la que se pueda disponer a nuestro antojo, producto de dinamismos necesarios u obra del azar, algo meramente fáctico como un montón de materiales disponibles, o algo que ya está determinado de manera definitiva en un dinamismo ciego e inexorable. El creyente reconoce en la naturaleza el maravilloso resultado de la intervención creadora de Dios, que el hombre puede utilizar responsablemente para satisfacer sus legítimas necesidades –materiales e inmateriales– respetando el equilibrio inherente a la creación misma.
Si se desvanece esta visión, se acaba por considerar la naturaleza como un tabú intocable o, al contrario, por abusar de ella. En la armonía entre el Creador, la humanidad y la creación, el hombre ha recibido de Dios mismo el encargo de «dominar» las cosas creadas y «cultivar el jardín» del mundo; al hombre se le ha confiado el proteger y conservarla naturaleza creada por Dios; protegerla, conservarla y perfeccionarla es una tarea que el hombre, todo hombre, ha de llevar a cabo respetando la imagen divina recibida y, por tanto, con la inteligencia y el amor. Debe sentirse responsable y guardián de la tierra en la que vive, de la armonía de un orden consistente en sí mismo, que sostiene el equilibrio impreso en su conjunto, cuya fractura, introducida por el pecado del hombre, hace de la tierra y del ambiente una realidad hostil, degradada y degradante. El hombre tiene en sus manos un don que debe pasar –y, si fuera posible, incluso mejorado–, a las generaciones futuras, que son también destinatarias de los mismos dones del Señor.
El dominio confiado al hombre por el Creador no es un poder absoluto, ni se puede hablar de libertad de «usar y de abusar», o de disponer de las cosas creadas como mejor le parezca, arbitrariamente en el fondo, al margen del mandato de Dios. Va siendo creciente, por lo demás, la conciencia que la humanidad tiene de su verdadera interdependencia de la naturaleza, cuyas fuentes, creadas para todos pero limitadas, deben ser protegidas mediante una estrecha colaboración entre todos y entre el conjunto de las naciones. (Hoy, especialmente entre los jóvenes preocupa con razón, por ejemplo, la contaminación del aire y de los mares, el mal recurso de la tierra y la creciente destrucción del medio ambiente. Uno de los mayores problemas de nuestro tiempo es, sin duda, la falta del debido respeto a la naturaleza por parte del hombre). Esta falta del respeto debido se ha introducido cuando el ser humano se ha dejado dominar por el egoísmo, perdiendo el sentido del mandato de Dios, y en su relación con la creación se ha comportado como explotador, queriendo ejercer sobre ella un dominio absoluto. Esto es un pecado, del que debemos arrepentirnos y corregir.
Cardenal ANTONIO CAÑIZARES
Publicado en La Razón el 31 de julio de 2019.
También el Papa Francisco, en su encíclica verdaderamente revolucionaria Laudato Sí, lo sitúa en el hecho de la creación, obra de Dios mismo, que ha confiado a los hombres. Esta es la clave de todo. Así, la Iglesia en su visión, se distancia claramente de aquellas otras visiones del mundo que excluyen el hecho de la creación y, por consiguiente, rechazan la intervención de Dios. Las numerosas referencias del Papa a la obra creadora de Dios subrayan y confirman la verdad del origen último del mundo a partir de un acto creador de Dios, sin entrar en el actual debate de las distintas teorías acerca del origen del mundo.
La naturaleza no es algo sagrado, sino un don puesto por Dios en las manos del hombre al que le ha sido confiada la responsabilidad y la tarea de custodiar y cultivar la tierra. La naturaleza no es ni objeto de culto, como pudiera reclamar una cierta ideología panteísta difusa, ni una desnuda y amorfa materia de la que se pueda disponer a nuestro antojo, producto de dinamismos necesarios u obra del azar, algo meramente fáctico como un montón de materiales disponibles, o algo que ya está determinado de manera definitiva en un dinamismo ciego e inexorable. El creyente reconoce en la naturaleza el maravilloso resultado de la intervención creadora de Dios, que el hombre puede utilizar responsablemente para satisfacer sus legítimas necesidades –materiales e inmateriales– respetando el equilibrio inherente a la creación misma.
Si se desvanece esta visión, se acaba por considerar la naturaleza como un tabú intocable o, al contrario, por abusar de ella. En la armonía entre el Creador, la humanidad y la creación, el hombre ha recibido de Dios mismo el encargo de «dominar» las cosas creadas y «cultivar el jardín» del mundo; al hombre se le ha confiado el proteger y conservarla naturaleza creada por Dios; protegerla, conservarla y perfeccionarla es una tarea que el hombre, todo hombre, ha de llevar a cabo respetando la imagen divina recibida y, por tanto, con la inteligencia y el amor. Debe sentirse responsable y guardián de la tierra en la que vive, de la armonía de un orden consistente en sí mismo, que sostiene el equilibrio impreso en su conjunto, cuya fractura, introducida por el pecado del hombre, hace de la tierra y del ambiente una realidad hostil, degradada y degradante. El hombre tiene en sus manos un don que debe pasar –y, si fuera posible, incluso mejorado–, a las generaciones futuras, que son también destinatarias de los mismos dones del Señor.
El dominio confiado al hombre por el Creador no es un poder absoluto, ni se puede hablar de libertad de «usar y de abusar», o de disponer de las cosas creadas como mejor le parezca, arbitrariamente en el fondo, al margen del mandato de Dios. Va siendo creciente, por lo demás, la conciencia que la humanidad tiene de su verdadera interdependencia de la naturaleza, cuyas fuentes, creadas para todos pero limitadas, deben ser protegidas mediante una estrecha colaboración entre todos y entre el conjunto de las naciones. (Hoy, especialmente entre los jóvenes preocupa con razón, por ejemplo, la contaminación del aire y de los mares, el mal recurso de la tierra y la creciente destrucción del medio ambiente. Uno de los mayores problemas de nuestro tiempo es, sin duda, la falta del debido respeto a la naturaleza por parte del hombre). Esta falta del respeto debido se ha introducido cuando el ser humano se ha dejado dominar por el egoísmo, perdiendo el sentido del mandato de Dios, y en su relación con la creación se ha comportado como explotador, queriendo ejercer sobre ella un dominio absoluto. Esto es un pecado, del que debemos arrepentirnos y corregir.
Cardenal ANTONIO CAÑIZARES
Publicado en La Razón el 31 de julio de 2019.
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