El conciliábulo urdido en las Cortes de Navarra se repetirá en septiembre en la Carrera de San Jerónimo
Juan Manuel de Prada
Escribía Pemán en este mismo periódico, hace más de medio siglo, que «Navarra es la partitura a la que el director de orquesta dirige, de vez en cuando, una mirada de reojo para que su sinfonía se parezca lo más posible a la que está allí escrita». Hermoso símil en el que se sobrentiende que, si Navarra es la partitura, España es la sinfonía. O sea, que Navarra es la partitura que todo gobernante mira para que luego España entera se rija por las notas que allí han sido escritas. Pero, si Navarra fue antaño partitura para interpretar una sinfonía, también puede serlo hogaño para interpretar una fanfarria.
Para entender esta mutación hay que reparar en el efecto letal que ha tenido lo «utópico» sobre Navarra. El mismo Pemán lo explicaba maravillosamente en este mismo periódico: Navarra se constituyó «a través del fuero, la carta-puebla, el gremio, el municipio, que son el extremo opuesto de la “utopía”. Es lo tradicional y lo local; lo plenamente ajustado, como un guante, a la magnífica imperfección del tiempo y del espacio». Pero a Navarra llegará también el veneno de la utopía «en pleno impulso racionalista, iniciando geometrías revolucionarias o constitucionales -prosigue Pemán-. Las Constituciones son “utopías” articuladas. Pero la gloria de Navarra está en que escogió resueltamente la fórmula de vida tradicional histórica: la viva y antigeométrica imperfección realista de lo foral, de lo municipal y regional; la “antiutopía” por definición. (…) Lo más contrario, pues, que puede hacerse con esa sustancia viva y tradicional que es la esencia de Navarra, es petrificarla en “utopía”».
No hay intelectualillo sistémico que, para explicar la progresiva tendencia separatista de las tierras de España que en otro tiempo más apegadas estuvieron a la tradición, no repita la sandez de que el culpable es el carlismo, o una misteriosa supervivencia atávica del mismo. Es como si, para explicar el cambio de un señor antaño muy religioso y fidelísimo marido que un día perdió la fe y se convirtió en formidable putero, se dijese que la culpa de ese cambio la tuvo... la religión. ¡La culpa la tendrá el haberla perdido, acémilas! Y habrá que investigar cuál fue el veneno que a aquel marido fidelísimo le hizo renegar de su fe, convirtiéndolo en putero. Si las tierras de España antaño más tradicionales, más apegadas a «la viva y antigeométrica imperfección realista de lo foral, de lo municipal y regional», han acabado haciéndose separatistas, o -como le ocurre a Navarra- dejando de ser partitura de una sinfonía, es porque el veneno narcisista de la «utopía» las ha desbaratado.
Señalaba Dostoievski, refiriéndose a Rusia, que las naciones apegadas a sus tradiciones, cuando finalmente se rinden al veneno que las destruye, no reaccionan al modo pacífico de las serviles naciones luteranas, sino vengándose, porque esa rendición ha subvertido su naturaleza. Así ocurrió en Rusia, que envenenada de liberalismo reaccionó haciéndose bolchevique. Y así le ocurrirá a la otrora tradicional Navarra, que mediante sucesivas Constituciones -«utopías articuladas»- fue envenenada primero con la «utopía» del centralismo estatal, después con la “utopía” del centralismo regional (mediante esos desquiciados entes de razón llamados «autonomías»); y que ahora ya está siendo envenenada con otra «utopía» delirante (sin sustento histórico ni político), que es la de su anexión al País Vasco, a través de la disposición cuarta de la Constitución. Hacia esa «utopía» se encamina Navarra; y, mientras tanto, le toca ser partitura de la fanfarria dirigida por el doctor Sánchez. Porque el conciliábulo urdido en las Cortes de Navarra se repetirá en septiembre en la Carrera de San Jerónimo.
JUAN MANUEL DE PRADA Vía ABC
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