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martes, 20 de agosto de 2019

Inmigración y cuestión religiosa (I)


Opinión 

Juan Manuel de Prada
 
 
Francisco afirmó recientemente que «el mundo se olvidó de llorar», para evitarse la molestia de brindar una respuesta ponderada y concienzuda al problema espinoso de la inmigración. Pero lo cierto es que la gente llora cada vez con más facilidad; llora con tanta profusión y desparpajo que el llanto se ha convertido en una burda artimaña a la que constantemente recurren los demagogos. Más atinado sería decir, por ejemplo, que «el mundo se olvidó de razonar»; y, refiriéndonos al declinante mundo católico, podríamos añadir que se olvidó de leer a Santo Tomás de Aquino (pero leer a Santo Tomás y razonar van de la mano). Si lo volviese a leer, al menos sus jerarquías dejarían de darnos la tabarra con pamplinas emotivistas que mezclan el deber que tienen los gobernantes de asegurar el bien común de las naciones que gobiernan con las exigencias que la misericordia nos impone hacia quien nos demanda auxilio. Pero el auxilio que nos demanda quien sufre no debe confundirse con su acogida incondicionada, como hacen quienes sólo se acuerdan de llorar, dejando que la razón sestee.

Una correcta doctrina católica empezaría por repetir las palabras de Pío XII en la constitución apostólica Exsul Familia: «Todos los hombres tienen derecho a un espacio vital familiar en su lugar de origen; en caso de que aquél se frustre, tienen derecho a emigrar y ser acogidos en cualquiera otra nación que tenga espacios libres». Donde se establece claramente que el derecho a emigrar es subsidiario; esto es, un derecho que suple o sustituye el derecho principal a tener un espacio vital familiar en el lugar de origen, cuando éste último no se pueda asegurar. Las razones por las que, en muchos casos, ese derecho principal no se puede cumplir son diversas; y en cada caso deben ser discernidas. No tiene mucho sentido, por ejemplo, acoger sin tasa personas de naciones cuyos gobernantes corruptos o malvados las obligan a abandonar su lugar de origen, infligiéndoles hambrunas o persecución, si al mismo tiempo no se trata de impedir el comportamiento malvado o corrupto de estos gobernantes. Mucho menos sentido tiene todavía acoger sin tasa personas de naciones que han sido arrasadas por la rapacidad económica y los apetitos bélicos de la plutocracia que, a la vez que esquilma países y provoca flujos migratorios de mano de obra barata, fomenta el multiculturalismo. Cualquier Estado que no sea una mera colonia tiene que denunciar y combatir con todos los medios a su alcance los designios de esta plutocracia globalista; pues servir de recipiente a los flujos migratorios que provoca sin denunciar ni combatir su estrategia es tanto como actuar de mamporrero de quienes niegan a los hombres el derecho a un espacio vital familiar en su lugar de origen.

Una vez sentada la premisa de que el derecho a emigrar es subsidiario, convendría leer con atención a Santo Tomás de Aquino, que en la Suma Teológica (Prima Secundae, cuestión 105, artículo 3) nos brinda soluciones clarividentes al problema de la inmigración, estableciendo nítidamente las obligaciones de la hospitalidad, pero también sus límites. Empieza Santo Tomás recordando algo tan elemental como que «las relaciones con los extranjeros pueden ser de paz o de guerra». Y es que, en efecto, las intenciones de los inmigrantes pueden ser pacíficas u hostiles; y es legítimo que la nación que los recibe las investigue, y también que rechace, como medida de legítima defensa, a aquellos inmigrantes que considera hostiles, entendiendo como tales no solamente a quienes tengan como propósito perpetrar crímenes o violencias, sino en general a quienes alberguen intenciones contrarias al bien común de la nación que los recibe. (Continuará)


                                                                                        JUAN MANUEL DE PRADA
                                                                                         Publicado en ABC.

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