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sábado, 11 de julio de 2020

Iglesias al poder, Podemos a la deriva

La única buena noticia para Iglesias en las últimas semanas ha sido la derrota de Calviño en el Eurogrupo. Pero esa ha sido magnífica. Tan buena para él como mala para España

Foto: El vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, en el Congreso. (EFE) 

El vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, en el Congreso. (EFE)

La única buena noticia para Iglesias en las últimas semanas ha sido la derrota de Calviño en el Eurogrupo. Pero esa ha sido magnífica. Tan buena para él como mala para España, que es la antinomia más frecuente.
Aunque la intención fuera torcida, es posible que los hechos estén dando la razón a Sánchez cuando planteaba un Gobierno de coalición del PSOE con Unidas Podemos sin Pablo Iglesias en el Consejo de Ministros. Lo sucedido en estos meses —singularmente, en las últimas semanas— demuestra que la presencia de Iglesias en el Gobierno se ha convertido en una fuente continua de problemas para el Ejecutivo y para su propia formación. Este vicepresidente ha creado muchos más conflictos de los que ha resuelto —si es que ha resuelto alguno—.
 Lo aparentemente paradójico del caso es que el vaciado electoral y el desguace político de Unidas Podemos coinciden con el momento de máximo poder personal de su jefe. Probablemente haya sido necesario lo primero para conseguir lo segundo. No es la primera vez que sucede: destruir una organización para conducir a alguien a la cumbre del caudillaje, transformar a un líder político en un sátrapa poseído de sí mismo, es un clásico del populismo. No está lejos de lo que Donald Trump ha hecho con el Partido Republicano.
Unidas Podemos alcanzó su esplendor entre 2015 y 2016. El invento de un partido con un potente foco irradiador en Madrid, acompañado de confluencias territoriales en la España superpoblada de la periferia, tuvo resultados extraordinarios. En un santiamén, se plantaron en el Congreso con un grupo parlamentario de 71 diputados. Ganaron las elecciones generales en Cataluña y en el País Vasco. Se hicieron con un poder municipal formidable, que incluía las alcaldías de cuatro de las cinco ciudades más pobladas de España, además de plazas clave como Cádiz, A Coruña y Santiago.
El vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, en el Senado. (EFE)
El vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, en el Senado. (EFE)
El tinglado descansaba sobre un esquema territorial muy preciso. Concretamente, sobre seis comunidades autónomas. En el centro, el poderío emergente de Podemos en Madrid, simbolizado en la figura prestada de Manuela Carmena. En la periferia, Cataluña, Euskadi, Galicia, la Comunidad Valenciana y Andalucía. Tres de cada cuatro votantes de UP y sus confluencias en las generales de 2016 habitaban en esos territorios.
La historia posterior es la de una decadencia sostenida, que ha avanzado al compás de la apropiación personal y la vampirización del movimiento por parte de su líder.
La magnitud del desastre se comprueba observando la sangría del voto de UP en las seis comunidades sobre las que edificó su imperio:

26-7-2016
10-11-2019
Andalucía
Cataluña
C. Valenciana
Galicia
Madrid
País Vasco
% votos
Escaños
% votos
Escaños
18,6
24,5
25,4
22,2
21,2
29,0
8
12
5
6
9
11
13,0
14,2
12,7
15,4
13,4
13,1
5
7
2
3
4
6
En solo tres años, UP se dejó por el camino casi la mitad de su fuerza electoral y parlamentaria en los seis territorios clave (con caídas aún más vertiginosas en el resto de España). Por el camino, las 'alcaldías del cambio' se evaporaron y Unidas Podemos tuvo que conformarse con las migajas de poder territorial como subalterno del PSOE. El proceso de descomposición fue doble.
Por un lado, Podemos dejó de ser un partido para transformarse en un califato. La finca particular de Iglesias, con una camarilla cada vez más reducida de cortesanos y cortesanas. Purga tras purga, todos los socios fundadores y los elementos discrepantes fueron borrados de la foto y enviados a las tinieblas. El cacique desarrolló una malsana afición a convertir los episodios de su vida personal en conflictos políticos: desde la compra de un chalé a la sórdida historia de la tarjeta robada y destruida, pasando por los escarmientos a los amigos infieles y la elevación a la cumbre de su Elena Ceausescu.
Por otro, en unos territorios (Galicia, Comunidad Valenciana) las confluencias se diseminaron y en otros (Madrid, Andalucía) aparecieron las escisiones, provocando una mortal depauperización de la galaxia podemita. La única que sigue a bordo es Colau —aunque en este caso sería más preciso decir que es Iglesias quien navega en el yate de Colau—.
En paralelo al hundimiento de su flota, el poder personal y la influencia política de Iglesias no cesaron de crecer. Primero fue el armador de la mayoría de la moción de censura que dio el poder a Sánchez. Después, el gozne imprescindible encargado de vehicular la relación entre el PSOE y los nacionalismos radicales. Finalmente, el vicepresidente (a ratos, copresidente) de un Gobierno en el que todos sus componentes son prescindibles menos él. Lo que le da una autonomía política que jamás tuvieron sus antecesores: Iglesias es en este Gobierno mucho más que Abril Martorell, Alfonso Guerra, Álvarez Cascos, Soraya Sáenz de Santamaría y, por supuesto, la estrafalaria Carmen Calvo.
Ha descubierto la pócima mágica: a menos votos para mi partido, más poder para mí. En realidad, el camino se lo mostró Sánchez, que jamás habría metido en su Gobierno a un tipo con 71 diputados detrás. Debilitarse al máximo fue condición para que se le abrieran las puertas del paraíso.
Pablo Iglesias pasa ante el escaño de Pedro Sánchez en el Congreso. (EFE)
Pablo Iglesias pasa ante el escaño de Pedro Sánchez en el Congreso. (EFE)
Apuntalar el poder personal y arbitrario de Iglesias ha exigido la desvitalización de Podemos y el desguace de las confluencias. Una organización viva y vigorosa y unos potentes aliados territoriales, conscientes de sus intereses, se habrían ocupado de impedir, por ejemplo, el espectáculo de estos días, con un vicepresidente ensoberbecido vomitando amenazas a periodistas desde una tribuna oficial a causa de una historia sórdida que, una vez más, solo tiene que ver con su vida pero enfanga a todos los que lo rodean.
Cuando repite “nos quieren echar del Gobierno”, hay que cambiar el pronombre: lo que realmente piensa es “me quieren echar”. Siempre llega el día en que esta clase de personajes deja de razonar en plural.
En 2020 votarán gallegos, vascos y catalanes. Las candidaturas podemitas se estrellarán en las tres. Hay quien dice que Iglesias ha conducido a Podemos de derrota en derrota hasta su victoria personal. Lo cierto es que, cuando se vaya, dejará tras de sí no una organización política sino un campo de cenizas. Quizá no sea el único caso.

                                       JAVIER VARELA Vía EL CONFIDENCIAL

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