Sería un craso error olvidar a los que murieron sin recibir los cuidados necesarios, aislados de sus familiares, sin un respirador que les aferrara a la vida y con el silbido de su neumonía silenciado por los acríticos aplausos de las ocho de la tarde
Dos ancianos charlando en la calle
Que los muertos vivientes existen se pudo apreciar el sábado por la tarde en una iglesia de Valladolid. El hombre anónimo cuenta 91 años y es una de las víctimas del coronavirus que no figura en las estadísticas oficiales. Tampoco en las extraoficiales, pues, en realidad, todavía respira, aunque ahogado por la pena incurable del fallecimiento de quien era su mujer. La que lo fue durante 70 años.
Tres meses después de su marcha, por asfixia, tocaba oficiar una misa en su recuerdo y el hombre, corajudo, quiso subir al altar al término de la ceremonia, apoyado en un bastón y en el brazo de una de sus hijas, para agradecer la asistencia a los presentes y para recordar a la mujer, madre, abuela y bisabuela, que falleció con 89 años en abril.
Es difícil hacerse una idea del sentimiento de abandono que debe asaltar al viudo en estas circunstancias y de los pensamientos que deben rondar por su cabeza. Quizá llegue a plantearse que querer durante tanto tiempo es un error, pues cuando sucede la muerte del compañero de vida y se presenta la soledad, uno queda desprovisto de voluntad y ganas de continuar. Después de 70 años comiendo a mediodía y por la noche sus recetas, ¿qué ocurre ahora? ¿Y a quién toca ahora hacer rabiar con las manías de viejo? No, desde luego, los años felices no compensan el vacío de la ausencia.
Siempre recuerdo en estas circunstancias la letra del tango que cantaba Gardel, ejemplo de desconsuelo: "Yo sé que ahora vendrán caras extrañas / Con su limosna de alivio a mi tormento / Todo es mentira; mentira ese lamento / Hoy está solo mi corazón". El hombre, a los 91 años, soñaba hace unos meses con comprarse un patinete eléctrico para intentar paliar la consecuencia de la cada vez menor energía de sus piernas. El sábado, con sus ojos azules vidriosos y sus pupilas apagadas, certificaba que ya no hará falta. La vejez le sobrevino cuando murió su mujer. Plomiza y abrasadora.
Busca estos días la propaganda oficial que los ciudadanos olviden lo que ha ocurrido desde febrero. Lo hace porque, a fin de cuentas, la vida no suele conceder permisos largos a los atribulados ni un margen excesivo a quienes deben sanar las heridas que provoca la pérdida. Sobrevivir es siempre la prioridad, aunque no apetezca. Esta enfermedad ha dejado a miles de personas solas. En una parte de los casos, son viejos, que parece ser que importan menos, pues son más débiles. Pero que se encuentran atrapados en su propio drama mientras los cuellos blancos de las instituciones hablan de ensayos clínicos, planes Marshall, refuerzos de la sanidad y sondeos de opinión.
La muerte de la mujer por quién se ofició esta misa fue una más, pero no fue una cualquiera, pues estuvo precedida de la inhumanidad de unas administraciones que aplicaron el 'criterio de guerra' a la hora de seleccionar a los pacientes que podrían recibir tratamiento hospitalario. Fueron muchos años los que nos vendieron el mensaje de que España disponía de la mejor sanidad pública del mundo. Lo hicieron políticos de todo pelaje, con el pecho hinchado por una de sus mayores mentiras. En 2020, llegó esta epidemia y a los ancianos que durante décadas sostuvieron el sistema no se les atendió como necesitaban. A la fallecida, igual.
En este caso, fue primero su marido quien enfermo y quien, nonagenario, sobrevivió al bicho. Hubo una noche en la que, febril y débil, se cayó de la cama y ella acudió rauda para intentar levantarle. Como de primeras no pudo, ambos se frustraron y lloraron juntos, a medio centímetro de distancia. A su edad, la lógica invita a pensar que al hombre debían haberle ingresado, pero no fue así, lo que provocó que el virus llegara a su esposa. Él se salvó. Ella se fue.
El Estado abandonó a los viejos
En la misa, uno de sus hijos recordaba que, en la pasada Navidad, 'echó un baile' con su marido entre risas, como todos los años. En abril murió en su casa tras haber recibido un sonoro portazo en la cara desde el sistema sanitario, que, por su edad, se negó a darle una plaza en la UVI. Un respirador. Había que salvar a las personas con mayor esperanza de vida. El Estado abandonó a los viejos.
A las pocas semanas, alguien tuvo la desfachatez de crear una campaña de publicidad institucional llamada "Salimos más fuertes" y quizá es la mayor infamia de estos tiempos. No sólo porque España es hoy mucho más débil y cautiva de sus acreedores y de sus problemas, sino porque el Estado ha perdido legitimidad tras haberse demostrado incapaz de proteger a los ciudadanos que le sostienen.
La mujer se ahogó como tantos otros ancianos, tanto en geriátricos como en sus casas, desatendidos. La complacencia que acompaña al verano y los vicios de una sociedad acomodada en un insoportable relativismo han hecho pasar página a muchos ciudadanos sobre lo ocurrido meses atrás. Y, a fin de cuentas, alguien podría pensar que mueren viejos todos los días y que el llegar a esa edad es de por sí una fortuna. Pero sería un craso error olvidar a los que murieron sin recibir los cuidados necesarios, aislados de sus familiares, sin un respirador que les aferrara a la vida y con el silbido de su neumonía silenciado por los acríticos aplausos de las ocho de la tarde.
Habrá seguro 30.000 misas como la de este sábado por la tarde en toda España. Y habrá miles de 'padrenuestros' para pedir que los viudos, las viudas y los hijos recuperen la energía perdida por la marcha de sus seres queridos. A veces, con la carga o la sospecha de haber sido los 'contagiadores'.
Todas estas son las consecuencias de la pandemia, orilladas por la fuerza de la propaganda institucional y por la ceguera de unos medios que son esclavos de las medias verdades y de una miopía interesada cada vez más insoportable. Es evidente que la procesión va por dentro y que el dolor de las familias rara vez excede ese ámbito. Pero si los españoles aspiran a salir fortalecidos, como sociedad, deberían hacer caso omiso a los perversos intentos de unos y otros de que pasen página y retiren la mirada de las brasas que ha dejado el coronavirus.
Ésta es una muerte más, de una persona anónima. No importa el nombre ni el apellido para explicar la pandemia. Pero el mal está ahí. Eso no se debería olvidar.
RUBÉN ARRANZ Vía VOZ PÓPULI
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