La vida en la Tierra podrá prolongarse, en condiciones parecidas a las actuales, unos 500 millones de años más
Niveles de contaminación alarmantes en China Gtres
Nuestro planeta está casi al final de su “vida útil”. La vida en la Tierra podrá prolongarse, en condiciones parecidas a las actuales, unos 500 millones de años más, tan sólo un 11% adicional a lo que el planeta lleva existiendo. Esto se debe a la evolución previsible de nuestra estrella, el Sol, que va a emitir mucha más luz y calor en su camino a convertirse en una Gigante Roja, primero, y en una Enana Blanca después. Pero 500 millones de años es mucho tiempo para una especie que apareció hace tan sólo 0,25 millones de años y que tiene una tasa exponencial de crecimiento del progreso tecnológico que parece no tener límite. No se puede descartar que, en un plazo mucho más breve, de unos pocos siglos, los humanos seamos capaces de controlar nuestra estrella y también, siguiendo la célebre escala de Kardashov, la energíadel conjunto de nuestra galaxia. No es imposible que esto ocurra pero tampoco es inevitable que lo haga. Qui vivra verra, dicen los franceses.
Las dos invenciones de la Naturaleza
Un chimpancé o un delfín no saben que viven en la Naturaleza. Elevando el tiro, tampoco lo saben la gran mayoría de los campesinos. Y no lo saben porque la Naturaleza –así, con mayúscula- es un invento urbano. Ha habido en la historia dos grandes invenciones de la Naturaleza, ambas protagonizadas por urbanitas ricos. La primera ocurrió hace unos 2.000 años y fue impulsada por el emperador Augusto. La denominaré, la Naturaleza domesticada. La segunda invención ocurrió hace unos 250 años y fue impulsada por naturalistas como Humboldt y poetas e intelectuales como Goethe. La llamaré la Naturaleza romántica. La primera es la que hoy en día inspira, como en época de Augusto, la construcción de segundas residencias de los ricos urbanos. La segunda es la que inspira al movimiento ecologista de las últimas décadas. A continuación las describo con algún detalle.
Una vez se hubo desembarazado de Antonio y Cleopatra, Augusto envió un ejército de recaudadores de impuestos a Egipto para aumentar la producción de grano y transferir a Roma las riquezas generadas. Como relata Frankopan, los resultados fueron espectaculares. La exportación de trigo a Roma se duplicó y su precio se desplomó, provocando un súbito enriquecimiento de la población, una caída del tipo de interés del 12% al 4% y, consecuentemente, un tremendo boom inmobiliario –¿les suena? eso fue lo que ocurrió en la España de 1999 con el advenimiento del euro-. Las élites romanas siempre habían mostrado cierto gusto por construirse villas en el campo, pero este gusto se transformó en moda torrencial con la riqueza generada por Augusto.
El emperador no se limitó a crear la riqueza sino que, además, dirigió con pulso firme el desarrollo cultural que llevó a la invención de la Naturaleza domesticada. A través de su amigo Mecenas financió generosamente a Horacio y a Virgilio, quizás los poetas más leídos e influyentes de la historia. Horacio recibió como regalo una villa en Tivoli, donde escribió sus Odas consagrando la visión domesticada de la Naturaleza (en la famosa Oda IX del Libro I el invierno le “para” el río de su finca). Virgilio, por encargo de Mecenas, escribió las Geórgicas, que son un tratado de agricultura, ganadería y apicultura, paradigma de la Naturaleza domesticada. Augusto se hizo recitar el texto a lo largo de varios días consecutivos, enalteciendo así una visión de la naturaleza como algo que está integrado en la villa y en el huerto, no al revés. Plinio el Joven, contemporáneo de Trajano, tiene en su voluminoso epistolario muchas cartas dedicadas a describir villas y en ellas se percibe con claridad que la invención de la Naturaleza domesticada ya se había consolidado plenamente. Según esta visión los humanos seríamos, obviamente, propietarios del planeta Tierra.
La visión de la Naturaleza del prusiano Alexander von Humboldt (1769-1859), gran viajero, explorador infatigable y uno de los científicos más famosos de su tiempo, era completamente distinta. Esta visión fue tomando cuerpo en el tándem que formó con Goethe durante muchos años. Como señala Andrea Wulf en su reciente biografía del naturalista –titulada, precisamente, La invención de la Naturaleza- este tandem fue una asociación mutuamente estimulante e increíblemente productiva, no sólo en el terreno científico sino también en el ideológico, cultural y artístico. De la mano de Kant y de su análisis de la relación entre objetividad y subjetividad desarrollada en su, por aquel entonces recién publicada, Crítica de la razón pura, Humboldt y Goethe abrazaron una visión de la relación de la Humanidad con la Naturaleza en la que razón objetiva y sentimiento subjetivo tienen roles igualmente importantes.
La Naturaleza, para los románticos, tiene una dimensión espiritual grandiosa que provendría de un estado primigenio en el que la humanidad habría estado íntimamente unida al mundo natural como parte de él. Una Edad de Oro pretérita, en palabras de Wulf. Sólo el sentimiento subjetivo podría rescatar esta percepción ancestral. De este modo, la ciencia debe progresar por la acumulación de datos analizados por la razón objetiva, pero la búsqueda de estos datos debe estar orientada por los sentimientos y la subjetividad. Este es el enfoque que lleva a la invención de la Naturaleza romántica, que no entiende ni de villas ni de huertos. La Naturaleza es un absoluto que cada individuo debe descubrir personalmente para elevarse al recogimiento o al sobrecogimiento. Y este carácter absoluto lleva a pensar que, necesariamente, los humanos somos inquilinos de un planeta que tenemos el deber sagrado de preservar intacto y devolverlo el día del Juicio en perfecto orden de revista. Devolverlo ¿a quién?
Ecologismo y cambio climático
La revolución industrial trajo consigo serios deterioros medioambientales. La descripción que un anonadado Alexis de Tocqueville hizo del Manchester de 1835 es dantesca: chimeneas humeantes por doquier, aire irrespirable, ruido insoportable, cenagales como calles, enjambres de niños mendigando entre la basura… Este tipo de desastres ecológicos hace tiempo que no se encuentra en Occidente, principalmente porque las sociedades occidentales son ricas y la riqueza exige limpieza, pero sigue siendo frecuente en muchas grandes urbes de países en vías de desarrollo.
El actual movimiento ecologista contra el cambio climático fue iniciado a mediados del siglo pasado por altos funcionarios internacionales que eran sucesores intelectuales y funcionales de los que, desde la Sociedad de Naciones y diversas burocracias estatales, se distinguieron por propugnar la eugenesia en las primeras décadas del siglo XX. Con una base estadística de dos siglos, exigua si tenemos en cuenta la perspectiva del primer epígrafe de este artículo, el ecologismo –aglutinado en torno al IPCC impulsado por Naciones Unidas- anuncia que debido a las crecientes emisiones de CO2 las temperaturas medias del planeta subirán varios grados, se fundirán los casquetes polares y subirá varios metros el nivel del mar provocando graves catástrofes en las ciudades costeras. Bebiendo también de fuentes como el Club de Roma y su teoría del Crecimiento Cero –basada en la peregrina teoría de que se estaban agotando los recursos naturales del planeta- los modernos ecologistas proponen un crecimiento económico nulo o negativo y, en voz más baja, algunos de ellos dicen que el planeta no puede sostener a 7.700 millones de seres humanos y que ese número debería reducirse a menos de la mitad. No he conseguido averiguar cómo creen que se tendría que implementar esta reducción.
El ecologismo se ha adueñado de la escena pública y lidera la opinión sobre cómo debe gestionarse nuestro planeta. La activista Greta Thunberg, a sus 16 años, cruzó el Atlántico en diciembre del año pasado en un carísimo catamarán –para no contaminar- para dirigirse a la cumbre sobre cambio climático que se reunía en Madrid. Su discurso fue recogido profusamente en los medios internacionales y los videos circularon masivamente en las redes sociales. El precedente histórico de este portento es el de un niño de 12 años que fue hallado por sus padres debatiendo con gran sabiduría aspectos de la Ley judaica con los asombrados rabinos del Templo de Jerusalén. Eso ocurrió hace unos 2.000 años y el niño se llamaba Jesús de Nazaret (Lucas 2:41-50). Vivir para ver.
El peor contaminante es la pobreza
Si aceptamos la existencia de un cambio climático causado por la actividad humana, podemos considerar dos tipos de medidas para hacerle frente. Por una parte podemos considerar adaptarnos a vivir con temperaturas medias algunos grados más altas y, por ejemplo, elevar la altura de las ciudades o construir diques para proteger a las más amenazadas por la subida de los mares. Por otra parte podemos restringir la actividad económica suprimiendo sus dimensiones más contaminantes para reducir las emisiones de CO2. Por supuesto, ambas opciones son susceptibles de combinarse en proporciones variables. Pero los partidarios de la Naturaleza romántica no parecen dispuestos al compromiso. Exigen que cesen las actividades contaminantes, algo que si se llevase a término apresuradamente causaría una recesión económica muchísimo más grave y duradera que la de la covid-19.
Si a alguien en su sano juicio se le plantea el dilema entre comer mañana o salvar el planeta a largo plazo ¿qué creemos que hará? Ya lo dijo Indira Gandhi: la pobreza es el peor de los contaminantes. Pero esa frase hay que interpretarla con mucho cuidado.
A día de hoy la mayor parte de las emisiones de CO2 a nivel planetario proviene del 79% de la población mundial que vive en países en vías de desarrollo. Pero, dicho esto, en términos per cápita las emisiones de los países ricos son mucho más elevadas que las de los países más pobres: en los EE. UU., por ejemplo, son más del doble que en China y casi diez veces más que en India. Para ser posible y eficaz, una política de reducción de emisiones tiene que ser global y tiene que ser percibida como equitativa. Esto quiere decir que para involucrar a los países más pobres, los más ricos tienen que incrementar mucho sus políticas de cooperación con los primeros y esto incluye que la financiación de su desarrollo –condicionada a reformas políticas y económicas que hagan posible el crecimiento- debe aumentar muchísimo más de lo que ahora se concibe como posible.
En cualquier caso, la política medioambiental tiene que ser una política de propietarios, no de inquilinos. La principal motivación de países y personas tiene que ser el interés, no una supuesta obligación moral de preservar la Naturaleza tal y como la hemos recibido. No olvidemos que una propiedad aumenta su valor cuando mejora su entorno. Ese es el camino: la Naturaleza domesticada como manera de aunar voluntades. Eso es algo que no podrá conseguir nunca la Naturaleza romántica.
CÉSAR MOLINAS Vía VOZ PÓPULI
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