SEAN MACKAOUI
En el ensayo que Ernst Jünger dedicase a la cuestión del «Estado mundial» en 1960, recogido en la edición española de La paz publicada por Tusquets en 1996, se incluyen interesantes consideraciones sobre el problema de las estatuas. Y no está de más volver a ellas, a fin de iluminar algunos aspectos de una ola de iconoclastia que empezó en EEUU tras la muerte de Goerge Floyd en Minneapolis a manos de un oficial de policía y ha llegado, aunque debilitada, a nuestras orillas: el monumento a Fray Junípero Serra de Palma de Mallorca recibió el castigo del graffiti hace unos días. Esto es poca cosa, pero podría anunciarse aquí, como ha sugerido el historiador Javier Moreno Luzón, un debate nacional sobre el modo en que hayamos de representarnos el Descubrimiento -o la Conquista- en la España contemporánea.
Sea como fuere, decía Jünger en esas páginas que solo aquellas estatuas que representan algo con sustancia pueden levantarse y perdurar en el tiempo. Se nota que el pensador alemán no conoció los extravagantes monumentos erigidos en la España de las rotondas, que solo en la Costa del Sol honran sucesivamente a la peseta (Fuengirola), el camarero (Benalmádena) y el turista (Marbella); justo es añadir que ninguna de esas figuras carece de relevancia en sus propios términos. En cualquier caso, Jünger relaciona la estatuaria con la existencia de un «hombre histórico» capaz de dirigir una «mirada histórica» sobre la realidad. Es porque hacemos historia y la hacemos conscientemente, sugiere el pensador alemán, que colocamos estatuas en el centro de nuestras ciudades; los monumentos son los testimonios de la acción colosal del «hombre historificador». En correspondencia, la causa de que se haya debilitado el afán por levantarlos, como si el reloj de los talleres se hubiera detenido en algún momento del siglo XX, hay que buscarla en el mismo lugar:
«Muchas son las razones de que hoy se haya convertido en un riesgo levantar estatuas del gran hombre en lugares dominantes, pero todas ellas confluyen en una causa central: la fuerza historificadora se ha agotado. Con ese agotamiento está estrechamente relacionado el hecho siguiente: ha dejado de ser creíble la grandeza histórica encarnada en una persona».
Ni que decir tiene que para Jünger este fenómeno tiene que ver con la automatización de la vida social, que nos hace intercambiables y nos resta singularidad; el tiempo de las máquinas desplaza a los hombres. Pero él mismo añade que este fenómeno podría ser transitorio, ya que todo vaciamiento anuncia una ocupación nueva. ¿O acaso podemos vivir sin ídolos? De ahí que quepa preguntarse si la nueva iconoclastia, ahora en acción, constituye ese retorno vislumbrado por Jünger. Sus ejecutantes, en fin de cuentas, demuestran tener una fe en los símbolos de piedra que ya parecía extinta; se diría que creen en los «grandes hombres» tanto como los que en su momento pusieron ahí las estatuas. Si los activistas pensaran que esos monumentos conmemorativos ya no dicen nada, ni siquiera se molestarían.
Habría que hacer una encuesta para saber quién sigue prestando atención al significado de las estatuas. Lo cierto es que pasamos al lado de los monumentos sin apenas percatarnos: son apenas un fondo decorativo para los retratos de Instagram. Y es que hablamos de un mundo donde el bachiller más pintado carece de las herramientas interpretativas necesarias para comprender el interior de una iglesia o captar una alusión al Don Juan Tenorio. Tampoco puede decirse que el revisionismo cultural que se ejerce a golpe de martillo tenga carácter mayoritario: la resonancia que ha obtenido este movimiento permite constatar una vez más el poder disruptor de que gozan los grupos organizados por el solo hecho de organizarse. No son necesarios demasiados recursos: en Palma, por lo que se sabe, ha bastado la conexión espiritual entre una concejal y un activista para alcanzar los titulares de prensa. Flota en el aire una pregunta elemental: ¿son auténticos ídolos los ídolos que hoy son atacados?
Supongamos que sí; que los símbolos importan. Podríamos entonces formular el sentido general de la protesta -dejando a un lado la tosquedad de sus medios, la confusa elección de sus objetivos y los episodios de histerismo apreciables en algunos activistas blancos- del siguiente modo: la modernidad pone en entredicho su propio relato épico. No nos es posible ya creer en el hombre historificador del que habla Jünger; lo que llega a las plazas estaba desde hace tiempo en los libros. Dicho de otro modo, la visión heroica del pasado es rechazada en el interior de unas sociedades democráticas donde la historia es objeto inevitable de controversia. Y es que solo en los regímenes autoritarios se persigue mantener una foto fija del pasado histórico. Por debajo de la torpe violencia practicada por los iconoclastas, hay razones válidas: en nombre de la evangelización primero y del progreso después, las minorías que se consideraban «atrasadas» fueron sometidas al dominio colonial de la metrópoli o a la explotación económica de los grandes propietarios.
Naturalmente, las cosas no son tan sencillas. Ni lo contrario: la complejidad no puede convertirse en un mecanismo exculpatorio. Pero sería absurdo negar la importancia del debate sobre los derechos de los indígenas que tuvo lugar en la Universidad de Salamanca ya en el siglo XVI, por ejemplo, solo para evitar darle una satisfacción a los «imperiófilos». Y uno se pregunta cuántos críticos de la Conquista de América saben que la elevadísima mortandad de los nativos americanos se debió, principalmente, a las epidemias desencadenadas por el contacto entre dos poblaciones que habían permanecido separadas durante milenios. Así lo demostraron los historiadores norteamericanos Alfred Crosby y William McNeill, en los que se inspiró posteriormente Jared Diamond; no está de más recordarlo ahora que el mundo padece la acción de un virus nuevo.
La furia que se dirige contra las estatuas agudiza así un problema inherente al debate histórico de masas: su tendencia a la simplificación. ¡En el primer turno de palabra se arrojan los monumentos al río! No se discute racionalmente sobre episodios históricos particulares, sino que se rechaza la idea que nos hacemos de estos últimos o de sus protagonistas, con arreglo a los valores y las emociones hoy vigentes. Lo ha expresado inmejorablemente Gregorio Luri: bárbaro es quien solo vive en su presente. Para más inri, ese presente es infinitamente preferible al pasado que se quiere exorcizar; nunca el racismo ha tenido menor crédito público. Por supuesto, hay excepciones: resulta desconcertante ver a los representantes del etnonacionalismo vasco protestar contra la muerte de George Floyd en la misma plaza donde se halla un busto de Sabino Arana. ¡Así es todo! Se demuestra con ello que la indignación rinde beneficios emocionales; un factor que no puede despreciarse cuando se busca explicar el sentido de algunas movilizaciones colectivas.
Saldríamos ganando, en fin, si este juvenil episodio desembocase en un escepticismo general hacia la grandeza de los hombres históricos y un renovado impulso hacia una contemplación matizada del pasado. Poco ganamos, en cambio, si quitamos a George Washington para poner a Martin Luther King; salvo que nos decidamos a retirar todas las estatuas sin excepción, ambos merecen un sitio en el espacio público. Es el problema de los iconoclastas: la mayoría no quiere acabar con los ídolos, sino poner a los suyos. El mérito estaría en lo contrario, que es matar a tus ídolos; como cantaban Sonic Youth en los 80. De ahí que el resultado más deseable de la actual controversia sea la destilación de una imagen más rica y ambigua del pasado, que se aleje por igual del relato triunfalista y del contrarrelato tremendista. Ninguno de los dos se corresponde con la realidad de un pasado difícilmente aprehensible, ni puede un solo relato histórico gozar de monopolio alguno en una sociedad pluralista. Así que sigamos discutiendo, a ser posible sin romper nada. Y cuanto más aprendamos, menos nos enfadaremos; porque algo de razón sí llevaba quien dijo que todo lo que se comprende es perdonado. Tal como han sugerido algunos comentaristas, podemos ayudarnos para ello de placas explicativas que proporcionen el debido contexto a las figuras y los episodios representados en el espacio público: por si se da el caso de que algún transeúnte, alguna vez, se interesase un momento por ellas.
MANUEL ARIAS MALDONADO* Vía EL MUNDO
*Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga. Su último libro es Nostalgia del soberano (La Catarata, 2020).
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