Al hilo de la obra del historiador y ensayista francés Marc Fumaroli, el
autor reivindica la necesidad de preservar una actividad cultural libre
de la tutela de los poderes públicos y de los burócratas
RAÚL ARIAS
"¿Es usted un
reaccionario", me decía Marc Fumaroli que le solían preguntar aquellos
periodistas que no lo habían leído. Pero este catedrático de la Sorbona,
miembro del Collège de France, académico, autor de libros tan
fundamentales como La diplomacia del ingenio, París-Nueva York-París o La República de las letras,
no rechistaba, se encontraba a gusto con esta calificación, aunque
matizaba que, realmente, él era uno al que le gustaba «llevar la
contraria». Es decir, le encantaba ir a contracorriente. Evidentemente,
con razonamientos. ¿Acaso fue reaccionario combatir la peligrosa
inclinación de la intelectualidad francesa a favor del totalitarismo
comunista soviético o maoísta? Fumaroli -recientemente desaparecido-
siempre defendió la independencia de la cultura, así como la necesidad
de una élite intelectual que aconsejara para el buen gobierno. Criticó
la marginación de las humanidades, luchó contra la dictadura de las
nuevas tecnologías e, igualmente, criticó la desbocada
industrialización, la banalización y el saqueo del arte a manos de
arribistas como Warhol. De la misma manera, estuvo ferozmente enfrentado
a las «imposturas» de la nouvelle critique y tomó como adversario a Barthes. El entretenimiento en vez del antiguo otium
(disponer de tiempo para pensar) fue otro de sus combates. Los
protestantes destruyeron el otium en favor del trabajo productivo. Esto
afectó profundamente al espíritu de la cultura. Luego, el humanismo
descarriló con Locke y Adam Smith. La belleza de la naturaleza dio paso a
la fealdad de la misma, convertida en materia prima. Fumaroli fue un
experto en el estudio de las élites europeas desde el siglo XV (el
Renacimiento) hasta el XVIII (la Ilustración). Un tiempo que él
consideraba como uno de los mejores de la historia. Y el ensayista, como
culmen de todo esto, fue un defensor del Antiguo Régimen destruido por
la Revolución francesa. Lo cual no quiere decir que este autor se
dedicara a propugnar el retorno al mismo; nunca hizo política, sino que
lo estudió en profundidad, rompiendo con tópicos.
Declarado enemigo de la tutela de la cultura por parte de los poderes públicos, la veía amenazada por la cantidad de burócratas que exceden en número a los propios creadores y consumen gran parte del presupuesto de forma holgazana. La industria cultural y el entretenimiento, según él, eran letales para el saber y el conocimiento. La cultura estatalizada extraviaba y corrompía a la cultura libre e independiente porque, inevitablemente, la consagraba tan solo a publicitar el poder político. Las críticas contra Mitterrand aún resuenan. Y el precursor y creador de este protectorado cultural fue De Gaulle y su ministro Malraux. Pero Fumaroli es más benévolo con estos dos últimos que con el presidente socialista y su ministro de cultura Jack Lang. Francia, durante la Segunda Guerra Mundial, había perdido su prestigio y tenía que recuperarlo a través de la cultura. Así surgió el Ministerio de Asuntos Culturales, las Casas de Cultura, un montón de nuevos y excelentes museos y actividades cinematográficas, teatrales o musicales. El autor de El Estado cultural anatemizó la «excepción cultural». Es decir, un trato de privilegio, fundamentalmente económico, que creaba un clientelismo y ayudaba al dirigismo político. Pero para mí, y este es uno de los asuntos de mayor discrepancia con él, eso era un error y, además, entraba en contradicción con una de sus ideas centrales. En el Antiguo Régimen alguien también subvencionaba la cultura, y ese alguien era la Iglesia y la Monarquía. ¿Por qué defendiendo aquello, critica esto? Aquellas instituciones claves en el gobierno del Estado becaban, daban pensiones, hacían encargos. Ya entonces muchos miles de personas vivían de estos trabajos. La gente que se dedica a la cultura también tiene que comer. Lo fundamental sería que el Estado aprobase sus cuentas con un presupuesto importante para la cultura, y que los propios creadores la gestionaran con total libertad. Además, que jamás se interviniera políticamente, debido a las discrepancias que pudieran surgir. Lo cual no quiere decir que tengan que estar al margen de la ley. Lo peor es cuando se entrega un dinero como favor, al cual luego hay que corresponder. Además, cada país es distinto. En Francia, la educación y la cultura siempre brillaron con prestigio, a esto se refiere Fumaroli en su libro Cuando Europa hablaba francés; mientras que en España ha sido, desgraciadamente, todo lo contrario: una carga molesta e insoportable. A España se le tuvo admiración, pero poca simpatía en Europa. ¿Por qué? Por su dogmatismo teológico, por su intransigencia, por la rigidez de costumbres, por la Inquisición y Trento, por la defensa a ultranza de la fe sobre la razón. En España llegamos a perseguir a nuestros santos. Francia se alejó de la Inquisición y la contrarreforma, dejó libres a los protestantes-conversos-herejes-judíos y librepensadores. Esta generosidad acogedora, que nunca tuvo España, provocó que la intelectualidad europea se inclinara siempre por Francia y París como capital. Fuimos intolerantes, aunque nos cueste reconocerlo, mientras Francia ¡no!. Fumaroli, irónicamente, un día me dijo: «Ustedes optaron por la teología, nosotros por el erotismo». Sin embargo, Fumaroli insistió en que en todos los colegios debería enseñarse el cristianismo como fuente simbólica esencial de nuestra identidad occidental, plasmada en miles de grandes obras de arte y pensamiento.
Fumaroli fue un ilustrado: no había mejor política que la de educar y culturizar al pueblo. Estaba horrorizado por la deshumanización y el odio a nuestro legado occidental. Para él todo se había convertido en un fast food. La alta cultura que trajo a los grandes genios y los avances de la humanidad fenecía a manos de vulgares matones. Y el mundo del arte era uno de los mayores afectados. En París-Nueva York-París califica al arte moderno como un entretenimiento para millonarios, con la complicidad del pueblo.
Por otro lado, en cuanto al deterioro de la educación, Fumaroli lo observaba incluso en Francia. Se debía educar primero a través de las humanidades, comenzando por leer a Homero, y luego ya venían las matemáticas y todo lo demás. Con Fumaroli desaparece un sabio y un gran polemista. Podemos estar en desacuerdo con muchas de sus opiniones, pero su pensamiento jamás fue sectario. Por el contrario, se basaba en el estudio y la reflexión. Para Fumaroli, lo mejor de las democracias occidentales era aquello que había sobrevivido del Antiguo Régimen.
CÉSAR ANTONIO MOLINA* Vía EL MUNDO
*César Antonio Molina es ex director del Instituto Cervantes y ex ministro de Cultura. Autor de La caza de los intelectuales (Destino), Las democracias suicidas (Fórcola) o Para el tiempo que reste (Vandalia).
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