Sánchez quiere una oposición a la venezolana sometida a la amenaza de ser expropiada y encomendada a administradores designados por Maduro o bien asimilada a la boa de López Obrador
ULISES CULEBRO
Como miembro de los servicios secretos británicos hasta que el éxito de su tercera novela -El espía que surgió del frío- le permitió vivir de la literatura, la principal experiencia que extrajo John Le Carré fue que nada, absolutamente nada, era lo que parecía. Todos tenían una segunda intención, cuando no una tercera. Así, por boca de uno de sus personajes, el escritor estableció un sistema para discernir lo que se debía a la casualidad de aquello otro que era fruto de la causalidad. Una coincidencia -explicaba- puede ser casual, dos fundamentan la sospecha de que es causal y tres certifican ese barrunto.
Así, no es casualidad, sino causalidad que, para refutar las acusaciones de negligencia de la oposición, tanto Maduro en Venezuela como Obrador en México y Sánchez en España formulen la misma defensa atenido cada cual a su estilo. De esta guisa, todos ellos han empleado sintomáticamente el verbo derrocar, esto es, tratar de derrotarlos recurriendo a la violencia o a procedimientos ilegales, para satanizar a la oposición y sacudirse sus responsabilidades.
Si en Maduro ya no supone novedad siguiendo la estela golpista de Chávez en sus prédicas dominicales de Aló presidente y en López Obrador es hábito en sus diarias ruedas de prensa matutinas con los periodistas como figurantes, Sánchez lleva semanas en que no se le cae de la boca tal imputación, aunque a veces sorprenda -como el jueves en La Sexta- aseverando que «la oposición ve conspiraciones por todas partes» al inquirirle sobre la falta de independencia de la Fiscalía. Ésto último ya lo dejó claro en vísperas de las elecciones de noviembre de 2019 con aquello «¿de quién depende? Del Gobierno. Pues ya está». Hecho al doble decir, Sánchez puede sostener una cosa y la contraria, dos opiniones contradictorias simultáneamente en la misma intervención, como ha venido corroborando en sus sabatinas televisivas durante los cien días de estado de alarma.
Así, en Venezuela, apoyándose de la noticia bomba de un periodista de The Wall Street Journal que halló una supuesta exclusiva mundial casi sin apearse del avión, como el mítico Helenio Herrera presumía de ganar los partidos de los equipos que entrenaba sin bajarse del autobús, el tirano Maduro denunciaba el enésimo complot de la oposición. Esta vez, no achacándoselo al socorrido Guaidó, sino a Leopoldo López desde la Embajada de España, donde vive acogido hace más de un año. Tras anunciar a bombo y platillo la expulsión de la embajadora de la UE y de señalar la jefe de la legación española, Maduro apagó en horas el incendio que sirvió de hoguera de las vanidades para un periodista deseoso de emociones fuertes para entretener a desorientados lectores con patrañas recalentadas en el microondas. En anuncio de tentativas de golpe de Estado, Maduro ha superado al coronel Aureliano Buendía quien promovió 32 levantamientos y los perdió todos sin hacerle cambiar de opinión.
Por su parte, el populista Andrés Manuel López Obrador (AMLO) apoyaba una supuesta conjura en un documento anónimo llegado al Palacio Nacional con el marchamo de Confidencial y bajo un sugerente título: «Rescatemos a México: Proyecto BOA (Bloque Opositor Amplio)». A pocos escapó que el acrónimo BOA buscaba establecer una analogía entre ese venenoso ofidio y la oposición para deslegitimarla y sugerir incluso la conveniencia de eliminarla.
Análogamente, buscando desembarazarse del juicio de residencia sobre una gestión del coronavirus que se ha cobrado casi 50.000 muertos sin imágenes de féretros en las televisiones y al que se comprometió cuando se levantase el estado de alarma, el presidente español lleva semanas atribuyendo a la oposición, singularmente al PP, su uso de la epidemia para «derrocar» al Gobierno. «¿En qué anda usted, señor Casado?», llegó a espetar la vicepresidenta Calvo al jefe de la oposición. De hecho, cuando a Sánchez no le quedó otra que hacer una defensa de reglamento de González ante la investigación que quería montar su vicepresidente Iglesias al refundador del PSOE sobre los GAL, aprovechó el entuerto para remarcar que su salida del Gobierno se debió a un intento desestabilizador de la oposición, obviando la corrupción, el terrorismo de Estado o el desgaste de tres quinquenios en La Moncloa. Una respuesta pro domo sua en la senda de autócratas como el nuevo zar de todas las Rusias Putin o de democracias adulteradas como Venezuela o camino de ello como México.
A este respecto, clama al cielo y al sentido común que quien arribó a La Moncloa con menos escaños propios que nadie y merced a una sentencia falsa que auspició la moción de censura Frankenstein con quienes prometió que jamás pactaría y son sus aliados desde aquel junio de 2018, tilde de intento de derrocamiento el legítimo derecho de la oposición de fiscalizar y reemplazar a quien ostenta el poder. Es una señal inequívoca de la deriva cesarista emprendida por quien, desde la asunción del Gobierno, abusa de los decretos-leyes y se arrogó poderes excepcionales aprovechando el estado de alarma (más bien de excepción) tras aplazar la adopción de medidas de emergencia contra la Covid-19 hasta celebrar el 8-M con claro menoscabando la salud de los españoles.
Mucho más tras haber dispuesto del voto favorable del PP en tres prórrogas del estado de alarma, junto al decreto-ley que regula la fase posterior, así como al ingreso mínimo vital y la candidatura de Calviño a la presidencia del Eurogrupo. Cuando el PSOE torpedeó en su día las aspiraciones europeas de los ex ministros Arias Cañete y Guindos. Después de superar en número y grado el respaldo de algunos de sus socios preferentes, el presidente del PP, Pablo Casado, podría tirar de humor y replicarle a Sánchez lo que Cantinflas, en la película Por mis pistolas. Cuando el policía de aduanas, tirando de cuestionario oficial, le inquiere en el puesto fronterizo de Arizona, si alberga la pretensión de derrocar al Gobierno de EEUU, le suelta: «Ay, no sea payaso. Solamente que tuviera armas y esas las acaparan ustedes...». En definitiva, tres formas distintas y un mismo fin encaminado a desviar sus responsabilidades en línea con democracias iliberales de origen democrático que degeneran en regímenes autocráticos.
Pese a sus escuálidos 120 escaños, Sánchez goza, en efecto, de dos armas poderosísimas. De un lado, la configuración del Parlamento no permite auspiciar una moción de censura que lo desalojara de La Moncloa como él hizo con Rajoy; de otro, puede convocar elecciones anticipadas cuando le venga en gana, esto es, cuando considere que más le beneficia. Como ya auspició en noviembre con un plebiscito fallido que le llevó a formar el actual Gobierno de cohabitación socialcomunista.
No obstante, lo cual, su presente se complica viendo cómo bajan turbias las aguas de este Consejo de Ministros, pese a que Sánchez presuma de la unidad y solidez de un Gabinete que vive de taparse los escándalos mutuos. Al escándalo del ministro Marlaska, infligiendo el carácter de policía judicial de la Guardia Civil y poniendo a la Benemérita al servicio de la imagen del Gobierno mediante destituciones arbitrarias y promociones del mismo tenor que alteran el escalafón del cuerpo hasta convertir la obligada lealtad en domesticación partidista, se suma el del vicepresidente Pablo Iglesias. La instrucción judicial del robo y destrucción de la tarjeta telefónica robada a su asistente en su época de eurodiputado está patentizando que el dirigente podemita no era ningún perjudicado. De hecho, Iglesias arriesga ser imputado por el juez García Castellón.
Todo apunta a que la supuesta cloaca policial y mediática de la que se presentó como víctima no era tal, sino un montaje que amortiguara, como así fue, su caída en picado a raíz del escándalo de la adquisición de su casoplón de Galapagar.
Esta trama ha revelado una cloaca «transvaginal» -así la define sin pudor su propia abogada María Flor Núñez- con los fiscales del antaño caso Dina y hoy caso Iglesias. En parangón, por cierto, con la red vaginal para extorsionar a hombres públicos de la que se jactaba el ex comisario Villarejo ante la hoy Fiscal General del Estado en una francachela común grabada por éste y que llevaba a Dolores Delgado a festejarlo con un explicito «éxito asegurado». Como en el chiste del paciente que acude aterrado a la consulta del dentista y, agarrando a éste por sus partes, le espeta mirándole a los ojos: «¿Verdad que no nos vamos a hacer daño, doctor?», la vulnerabilidad mutua de PSOE y Podemos asegura la soldadura de un Gabinete que no tiene inconveniente en comprometer para su defensa común a las instituciones del Estado.
Con una crisis sanitaria a pique de un repique con la posibilidad cierta de un rebrote y en medio de una emergencia económica, la gravedad del momento justificaría una avenencia entre los dos primeros partidos de España. Pero Sánchez ni busca ni trabaja por ello, sino por anular a la oposición mediante una estrategia que, por lo demás, le viene dando resultado. Todo ello ayudado por una componenda mediática a su servicio como jamás atesoró ningún otro inquilino de La Moncloa, ni siquiera con mayoría absoluta.
Por eso, la «geometría absoluta» que ahora arguye, en contraste con la «geometría variable» de Zapatero para aliarse con unos y con otros, pero nunca con el PP, tiene más de absoluta que de geometría al sustanciarse en acaparar todo el poder, no en llegar a acuerdos con todo el mundo. Pareciera buscar una oposición a la venezolana sometida a la amenaza de ser expropiada y encomendada su gestión a administradores designados por Maduro o bien asimilada a la boa de López Obrador con la que chantajea a sus detractores.
En una encrucijada en la que debe preservar el interés nacional sin renunciar a fiscalizar al Gobierno, Casado va a tener que desplegar la sagaz inteligencia de aquel privado al que su rey puso a prueba ordenándole lo imposible. Le entregó un carnero al que debía darle de comer todo lo que quisiera y que, al mes, debería devolvérselo flaco. Nunca creyó salir de aquel brete. Tras mucho cavilar, hizo construir dos jaulas que situó juntas introduciendo en una al carnero y en la otra a un lobo. Al primero le daba su cumplida ración y al segundo lo tenía ayuno, de modo que sacaba su zarpa entre las rejas cada vez que el carnero se aproximaba a la comanda. Temeroso de la cercanía de su enemigo, la comida le hacía tan mal provecho que se quedó en los huesos. Aquel alcaide cumplió de este modo lo mandado por su monarca sin perder la gracia real.
FRANCISCO ROSELL Vía EL MUNDO
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