Hay momentos en que los problemas se acumulan. Y eso es lo que le está pasando a Estados Unidos, que tiene sobre la mesa tres cuestiones graves
El presidente de EEUU, Donald Trump. (Reuters)
Hay veces en que los problemas se amontonan, como sucede cuando en casa se funde la bombilla del despacho, la nevera deja de hacer hielo, el coche no arranca, los niños no te han dejado pegar ojo, tu mujer te grita (sin que sepas por qué), vas a llegar tarde al trabajo y además tienes una reunión importante. Todo al mismo tiempo. Y uno desearía no haberse levantado. Pues eso es lo que le está pasando ahora a Estados Unidos, con al menos tres problemas graves sobre la mesa y con la diferencia de que ellos mismos tienen buena parte de culpa en lo que sucede.
Empecemos con el coronavirus, que les ha atacado con virulencia especial, como se desprende de su elevado número de muertos e infectados, de las tasas más altas del planeta, y lo dejo en la duda porque no me fío mucho de las cifras, pues aunque estoy seguro de la transparencia de las norteamericanas, no pondría la mano en el fuego por las que proporcionan los brasileños o los rusos, que pueden tener problemas mayores pero lo ocultan. O que no lo quieren saber.
Al margen de las cifras (el porcentaje per cápita español es por ahora aún peor), lo grave es lo mal que Washington ha gestionado la pandemia, que no está al nivel de lo que cabría esperar de su 'ranking' como primera potencia mundial. Primero porque tardaron en verla llegar y luego porque minimizaron su importancia. Es un comportamiento que no es nuevo, pues ya Camus cuenta en 'La peste' que al principio decían que se trataba de “una fiebre ligera”, igual que Trump ha llamado al virus actual “una pequeña gripe que pasará, como un milagro”, cometiendo el error muy grave en política de confundir deseos con realidades. Luego no ha seguido las indicaciones de los científicos, cuyas caras eran un auténtico poema de sufrimiento durante las ruedas de prensa presidenciales, y en su lugar ha hecho recomendaciones tan estrambóticas como combatirlo inyectándose lejía, ha animado a regresar a la vida normal prematuramente, en plena ola de contagios, y no ha ofrecido ningún tipo de liderazgo, dejando a los gobernadores estatales la tarea de combatir la pandemia cada uno como mejor le pareciera. Tampoco ha ofrecido liderazgo internacional, a diferencia de lo que hicieron George W. Bush con el SARS (gripe aviar) en 2003 y Barak Obama con el ébola en 2014. Como bien ha señalado Ben Rhodes, el liderazgo norteamericano falló por exceso en su reacción a los atentados terroristas de 2001 y por defecto cuando el que ha embestido ha sido el coronavirus. Se ve que allí no conocen nuestro sabio proverbio de que “en el término medio está la virtud”. No es de extrañar que la imagen internacional de los EEUU esté sufriendo mucho como resultado.
El segundo problema es el de la segregación racial, que se ha puesto en evidencia una vez más cuando la barbarie policial ha desembocado en el asesinato, filmado en directo, de George Floyd en Mineápolis. Todos los países han hecho barbaridades a lo largo de su historia y los EEUU no son la excepción, pues tienen dos pecados originales, que son también capitales, cuyas consecuencias siguen hoy pagando: por una parte, el genocidio de los 'pieles rojas', que han convertido en la epopeya de 'la conquista del salvaje Oeste' gracias a John Wayne y a Gary Cooper, y por otra la esclavitud, que permitió a los blancos enriquecerse a costa de los negros y que no acabó con la guerra civil, ni cuando en 1865 la XIII Enmienda constitucional abolió la esclavitud y tres años más tarde la XIV Enmienda abolió la discriminación racial. La intención de los legisladores estaba clara, pero los resultados no estuvieron a la altura porque, por desgracia, los efectos de la esclavitud perduran aún hoy en lacerantes desigualdades sociales, educativas, económicas, sanitarias... y en segregación pura y dura. Hoy, los negros tienen muchas más probabilidades de ir a la cárcel que los blancos, menos de ir a la universidad y sufren la infección del actual virus en una proporción hasta cinco veces mayor que los blancos. Es una situación terrible, nunca totalmente adormecida pero que esporádicamente aúlla la desesperación de su injusticia. Como ahora.
El tercer problema, dicho sea sin ánimo ninguno de ofender, es el actual inquilino de la Casa Blanca, que desde que llegó al cargo ha actuado más como pirómano que como presidente de todos los norteamericanos. Ha insultado a las minorías, a las mujeres, a los periodistas y a sus propios servicios de Inteligencia. Ha interferido con la Justicia y miente compulsivamente. Dice una cosa y la contraria y cambia de colaboradores como de camisa. No se ha tomado en serio el covid, ha amenazado con sacar el Ejército a las calles cuando el asesinato de Floyd, e inflamó la indignación popular diciendo cosas como 'when the looting starts, the shooting starts' (cuando empiezan los saqueos, empiezan los tiros), que es una frase poco afortunada porque la pronunció un jefe de policía durante las luchas por los derechos civiles de los años sesenta, en vez de calmar los ánimos, como se supone que debe hacer un presidente. Su eslogan preferido, 'America First', es egoísta y muy poco solidario, especialmente en estos momentos, y está llevando a 'America Alone' porque le incita a abandonar las organizaciones y tratados internacionales, al tiempo que se distancia de sus aliados tradicionales y tensa la mala relación existente con China y con Rusia, con las dos a la vez, que no parece lo más prudente. Trump ha abandonado las líneas maestras de la política norteamericana desde 1945 sin proponer nada a cambio. Como resultado, nunca han sido peores ni la imagen ni la influencia norteamericanas en el mundo, y para recuperarlas, como dice con dureza Stacey Abrahams, hay que recuperar antes la democracia dentro de casa.
La coincidencia de la pandemia y el estallido racial han dejado desnudas ante el mundo las carencias de este presidente y su nula capacidad de liderazgo dentro y fuera de los Estados Unidos, y por eso Joe Biden le aventaja actualmente en las encuestas y tiene posibilidad de ganar las elecciones del 3 de noviembre, cosa que debe tener muy nervioso al equipo Trump, sobre todo cuando desertan de su lado republicanos tan prestigiosos como el expresidente Bush o Colín Powell, o cuando Obama abandona su discreción y entra abiertamente en la pelea como campeón del rival. Si gana, Joe Biden lo tendrá difícil porque se encontrará con un país muy polarizado, sumergido en una deuda pública brutal, con mucho desempleo y en mitad de una recesión mundial, con enemigos poderosos como China y Rusia, y aliados ofendidos y desanimados, mientras las organizaciones internacionales han perdido prestigio y utilidad. Y con el virus campando por sus respetos. No es una herencia envidiable.
Pero nada está aún decidido, porque todavía faltan cuatro meses para las elecciones, queda mucha tela que cortar y con la pandemia el mundo parece girar más deprisa que nunca.
JORGE DEZCALLAR Vía EL CONFIDENCIAL
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