El presupuesto de los regímenes modernos es la desinformación, porque parten de la inexistencia o irrelevancia de la verdad, en beneficio de la prevalencia de las opiniones que logran imponerse. Foto: Markus Winkler / Unsplash.
Ahora resulta que a los gobiernos europeos les preocupa sobremanera que la sociedad esté ‘desinformada’. Es una preocupación entre chistosa y cínica, como de madama de burdel a la que le preocupase que sus pupilas sean todas putas. ¡Pero si la ‘desinformación’ es, precisamente, lo que les da de comer!
Por ‘desinformación’ debemos entender, al parecer, la negación u ocultamiento premeditado de la verdad objetiva de las cosas, o su suplantación por un enjambre de bulos, tergiversaciones e ideaciones paranoides. Pero lo cierto es que cualquier régimen democrático se funda en la negación de la verdad de las cosas, que es sustituida por la opinión que una mayoría tenga sobre ellas; o, todavía peor, por la opinión de los ‘representantes’ de esa mayoría. Pues, en las modernas democracias, al conculcarse el mandato imperativo, los ‘representantes’ no lo son de quienes los votaron, sino del partido en que militan. El fundamento mismo de la democracia es la negación de la verdad, como sin ambages reconoce Hans Kelsen, cuando propone como modelo de demócrata fetén a Poncio Pilatos, que pregunta escéptico a Jesús en el pretorio: «¿Qué es la verdad?». Para Kelsen, el demócrata debe guiarse siempre por el escepticismo y declarar inútil la búsqueda de la verdad; de ahí que Pilatos, en lugar de preocuparse por investigar si las acusaciones contra Jesús son ciertas, decida someter a votación popular su destino.
El auténtico demócrata debe renunciar a establecer la verdad de las cosas, debe ser un modélico ‘desinformado’ que guíe su pensamiento y su conducta por criterios puramente relativistas, o utilitarios, o convenientes a sus intereses; y aspirar a que esos criterios coincidan con los de una mayoría de ‘desinformados’ que, sumando sus votos, puedan encumbrar al partido de sus entretelas. Luego, por supuesto, los ‘representantes’ de ese partido harán de su capa un sayo, y podrán contentar o chinchar a los ‘desinformados’ que los votan, según a su vez les convenga, sabiendo que, una vez elegidos, ya no pueden hacer nada contra ellos.
La ‘desinformación’, además, es el criterio práctico que facilita en nuestros días el juego político. ¿Qué son los adeptos a tal o cual partido, sino ‘desinformados’ que prescinden con entusiasmo de la verdad, para abrazar las consignas que les lanzan sus líderes? Y en estos partidos se defiende tranquilamente una cosa o la contraria, según acampen en el gobierno o en la oposición; y siempre, por supuesto, según las órdenes que reciben del reinado plutocrático universal al que sirven. Y así, los adeptos de los diversos partidos defienden también una cosa y la contraria sin rubor, orgullosos de ser unos ‘desinformados’ que cambian de opinión al vaivén de las consignas que reciben, frente a los odiosos ‘inmovilistas’, que piensan siempre lo mismo. A fin de cuentas, una vez que uno renuncia a conocer la verdad de las cosas, como Kelsen exigía al verdadero demócrata, cambiar de opinión al compás de la ‘versión’ cambiante de la realidad que tu partido postula en cada momento como ‘versión oficial’ es lo más fácil (y descansado) del mundo.
Inevitablemente, las personas a las que primero se les ha exigido que renuncien a establecer la verdad de las cosas (para adherirse al fundamento de la democracia) y que profesen opiniones cambiantes (para adaptarse a las ‘versiones’ cambiantes de la realidad que interesan a su partido) necesitan sustentarse con un incesante acopio de bulos e intoxicaciones que mantengan vivas sus expectativas y encendida su moral. De ahí que cada vez sea más frecuente el modelo de demócrata fetén que mira la realidad a través del timeline de tal o cual red social, donde lo ‘desinforman’ del modo que él quiere ser ‘desinformado’; pues en su timeline encuentra la calidez y el abrigo de una placenta, donde puede dedicarse a bogar sin sobresaltos, protegido de las ‘desinformaciones’ adversas, que percibirá de inmediato como agresiones inadmisibles, como proclamas subversivas, como viles ataques a los fundamentos de la convivencia o a la seguridad nacional. Cuando no son otra cosa sino bulos e intoxicaciones, exactamente iguales que las mamarrachadas y simplezas que él consume en su timeline, fabricadas para demócratas como él, pero de tendencia ideológica diversa.
Los gobernantes europeos no pueden combatir la ‘desinformación’, porque sería tanto como si cerrasen el negocio que les da de comer. Sólo pueden censurar. Y, puestos a ello, se centrarán sobre todo en censurar la verdad de las cosas, que es la enemiga que deben aniquilar para asegurar su sosiego, como bien sabía Poncio Pilatos.
JUAN MANUEL DE PRADA
Publicado en XL Semanal.
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