La mentira más difícil de desmontar es aquella que nos contamos a nosotros mismos
Richard Nixon
Si ante la mentira flagrante se siente usted escandalizado, está transmitiendo algo positivo sobre su sensibilidad ética. El desconcierto paralizante es peor síntoma y es que, como señala Hugh Heclo en Pensar Institucionalmente, conservar la capacidad para sentirnos traicionados “testimonia la presencia de una confianza residual”. Solo se escandaliza aquel que, esperando como modo por defecto la verdad, se avergüenza de la conducta del mentiroso.
Mentir no es equivocarse ni enunciar falsedades por falta de conocimiento: mentir expresa voluntad de engañar. Mentimos para atajar y obtener aquello que deseamos. Mentimos para eludir las consecuencias de nuestros actos. Mentimos de forma burda y también sofisticada. Mentimos y sabemos cuándo lo hacemos, al menos durante un breve lapso de tiempo. Si usted conserva su sensibilidad ética, ese periodo podrá durar toda su vida. Sabrá que ha mentido y, en función de la gravedad de las consecuencias, pedirá perdón por el engaño o simplemente lo recordará como algo de lo que no sentirse orgulloso. Pero si usted ha perdido el instinto de la verdad, fabricará una historia que le ayude a explicarse a sí mismo que los hechos fueron otros y su actuación no fue reprobable sino adecuada a las circunstancias. Creemos que nuestro cerebro es la mejor herramienta para distinguir lo cierto de lo falso, pero en realidad la tarea que más eficazmente desarrolla -como ya señaló el psicólogo social estadounidense Jonathan Haidt- es protegernos de todo daño. Por eso la mentira más difícil de desmontar es aquella que nos contamos a nosotros mismos.
Todos los gobiernos mienten: mentiras pequeñas, grandes, mentiras que engendran otras mentiras. Mienten sobre el pasado, sobre el presente y hasta sobre el futuro. Pero ni todas las mentiras tienen las mismas consecuencias ni todas las formas de gobierno mienten del mismo modo. Václav Havel y Hannah Arendt escribieron dos ensayos en los que mostraron los rasgos definitorios de dos estilos especialmente destructivos de engaño. El primero prolifera en gobiernos totalitarios, el segundo prospera en los democráticos. Pese a sus enormes diferencias, ambos autores se sirven de una expresión sorprendentemente similar.
En su ensayo El poder de los sin poder, Václav Havel hablaba de “vivir en la mentira”. En los gobiernos autoritarios, donde la mentira está respaldada por el miedo, el ciudadano no está obligado a creerla pero ha de comportarse como si lo hiciera. Está “obligado a vivir en la mentira. No tiene que aceptarla. Basta que haya aceptado la vida con ella y en ella. Ya con esto ratifica el sistema, lo consolida, lo hace”. La coartada de esta forma de mentir es la ideología. Es esa historia que nos contamos para poder engañar a la propia conciencia y sobrellevar la indignidad de una vida en la mentira.
En “Home to roost”, la última conferencia que impartió antes de morir en 1975, Hannah Arendt habla de “la mentira como forma de vida”. Según Arendt, en los gobiernos democráticos, donde se carece del terror como medio, se desarrolla un sistema más sutil: la creación de imágenes y “causas más profundas”. Estas tácticas se despliegan a través de los eufemísticamente denominados gabinetes de relaciones públicas. Dice Arendt que las apariencias ocultan las causas más profundas, pero que la especulación sobre esas causas más profundas es un medio excelente que permite a vulgares estafadores esconder los hechos desnudos que nos saltan a la cara.
En ese texto, Arendt se refería a Nixon y el Watergate. A mi mente venían ecos de racionalizaciones que explicaban, por ejemplo, que no ha muerto aquel a quien he enterrado, justificaciones bizantinas para demostrar que es imposible hacer lo que, si levantamos la cabeza, vemos que todos hacen o retorcimientos de la historia para calificar de normalidad aquello que hace un momento decíamos que era moralmente inaceptable. Relatos teñidos de épica para esconder “la podredumbre en el centro del sistema”.
Félix Ovejero escribía el lunes pasado en el periódico El Mundo sobre las dos patologías morales que se habían enquistado en nuestro sistema. La primera consistía en “amonestar a los asesinos”. Decía Ovejero: “Quien reprocha presume la honorabilidad del recriminado. Confía en que hará lo posible por corregirse”. Su observación tiene que ver con la idea que inicia esta columna. Esa confianza es una vulnerabilidad, pero indica que nuestra sensibilidad ética aún no está muerta del todo. La segunda patología es “el agradecimiento al hombre de paz”. Como decía Manuel Toscano, eso es llevar demasiado lejos la parábola del hijo pródigo. Porque, olvidamos, el hijo pródigo volvió con la verdad de sus actos dispuesto a asumir las consecuencias, no con la mentira del héroe que exige recompensa.
Cuando las ficciones seducen a intelectuales y ciudadanos, ¿quién logrará traer la realidad de vuelta?
ELENA ALFARO Vía VOZPÓPULI
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