Tras las elecciones en EEUU, el autor considera que el Gobierno de Sánchez-Iglesias se asemeja al de Trump en la propensión a minar las instituciones, la inepta gestión de la pandemia y los nombramientos a dedo
SEAN MACKAOUI
«Desengáñate, Gabriel» -me dijo mi padre- «lo más parecido a la España de Franco era la España republicana». Yo acababa de manifestarle mi juvenil entusiasmo por la República; era lo que había oído siempre en casa. Mis padres eran los dos republicanos; se habían conocido, él barcelonés, ella madrileña, en un congreso de la FUE (Federación Universitaria Escolar, organización estudiantil republicana) en Madrid en 1930. Pero los vaivenes de la República y los horrores de la Guerra Civil, que la familia pasó en Barcelona, habían templado su fervor político. El caso es que nunca olvidé sus palabras, que en aquel momento me chocaron, pero cuya sabiduría me ha ido resultando cada vez más evidente. Las investigaciones de historiadores como Fernando del Rey, galardonado con el Premio Nacional de Historia; y Roberto Muñoz Bolaños, muestran que la violencia que ambos bandos exhibieron durante la Guerra Civil no sólo ostenta un lúgubre paralelismo, sino que incluso está íntimamente relacionada.
Esta reflexión personal proviene de una de las principales conclusiones que se desprenden de las elecciones norteamericanas del pasado día 3. EEUU, cuya guerra civil (1861-65) fue tan mortífera y cruel como la española de 70 años más tarde, se encuentra hoy dividido como pocas veces en su historia. Una indicación de la pasión con que se ha vivido esta elección nos la da el salto en la participación: millones de abstencionistas habituales decidieron que lo que se dirimía era demasiado importante para quedarse en casa. Y, aunque Joe Biden y el Partido Demócrata han vencido por un margen del 3% (unos cinco millones de votos y un número aún indeterminado de compromisarios, pero sin duda superior al mínimo requerido de 270), el mal perder de su contrincante, el todavía presidente Donald Trump, puede alargar y amargar los trámites de la transición y dificultar el deseable proceso de reconciliación que el vencedor, y una parte importante del Partido Republicano, preconizan y reclaman.
En España se ha seguido con pasión esta reñida lucha. Aunque Trump es impopular en Europa, y también en nuestro país, cuenta aquí con fieles partidarios, que justifican sus malos modos y sus airados improperios, al tiempo que alaban las supuestas excelencias de su ejecutoria. Sus partidarios elogian la prosperidad económica experimentada durante los tres primeros años de mandato y algunos éxitos de su política internacional, en especial, la falta de intervenciones militares y los acuerdos entre árabes e israelíes. A estos éxitos indudables pueden ponérseles algunas objeciones.
La política exterior de Trump ha sido radicalmente aislacionista, renegando de las responsabilidades que corresponden a la mayor potencia mundial, abandonando a sus aliados tradicionales y dejando el terreno libre, especialmente en Oriente Medio, a ese nuevo aliado a quien tanto admira: la Rusia de Putin, un Estado policía iliberal donde los haya, una de cuyas especialidades es asesinar a sus enemigos; especialidad que comparte con la Arabia del príncipe M. bin Salman, otro admirado socio de Trump, y con el déspota de Corea del Norte, cuyas pintorescas relaciones con Trump parecen haber concluido en tablas. Esta política, más que pacífica, parece carente de ideas y de designio a largo plazo. Entre quienes se han apresurado a felicitar a Biden por su victoria no han estado Putin, ni Xi Jinping, ni López Obrador, el presidente populista de México.
En cuanto a la economía, cierto es que en los principales indicadores, como la renta y el empleo, la economía americana durante los tres primeros años de Trump ha mostrado cifras muy brillantes; pero también es cierto que ha seguido tendencias que ya se daban en tiempos de Obama. Trump ha contribuido a mejorar los indicadores con políticas de corto plazo: rebajas de impuestos, sobre todo, a grandes empresas y rentas altas, proteccionismo, restricciones a la inmigración, subvenciones y relajación de la política medioambiental. En una economía tan grande y tan desregulada como la de Estados Unidos, estas medidas han aumentado la confianza de empresarios e inversores y han permitido modestos aumentos de salarios por la restricción en la oferta de mano de obra. A largo plazo, sin embargo, el panorama no será tan idílico: los costes empresariales aumentarán, la calidad de la mano de obra se resentirá y los déficits presupuestarios y comerciales debilitarán la posición internacional del país. Eso, sin contar con los efectos, posiblemente aún más graves, de la agresión al medio ambiente. Si Trump hubiera ganado, le hubiera tocado enfrentarse a las consecuencias de sus políticas miopes: ahora le tocará a Biden. Y aún Trump tuvo la suerte de que dos de sus objetivos económicos más absurdos, el muro en la frontera con México y la derogación del programa de seguro médico popularmente conocido como Obamacare, no se hayan llevado a cabo, porque hubieran tenido graves consecuencias sociales.
Lo curioso es que esta política económica de Trump, de sello netamente populista, presenta paralelos con la política económica del Gobierno Sánchez-Iglesias. La total desatención al largo plazo en general y al equilibrio presupuestario en particular, la indiferencia ante el endeudamiento público, el después de mí, el diluvio, son signos del más puro populismo. Por supuesto, los resultados son diferentes: Trump disfrutó del éxito económico, cosa que no ocurre con el Gobierno de Sánchez, porque éste no oculta una hostilidad congénita hacia la empresa y la economía de mercado que previene a los inversores y actúa como un verdadero freno económico; y eso que el actual Gobierno español también ha tenido la suerte de que sus designios más disparatados, como la abolición de la reforma laboral de Báñez-Rajoy o el impuesto a las grandes fortunas, no se hayan llevado a cabo (¿todavía?).
Pero, frente a los medios éxitos de Trump, hay un pesado fardo de corrupción, improvisación, nepotismo y caos que han contribuido considerablemente a la impopularidad del todavía inquilino de la Casa Blanca. Aunque sea una cuestión anecdótica, casa mal con un autodenominado paladín de la gran nación americana el que se haya negado a hacer públicas sus declaraciones fiscales. Ha quedado claro en este embarazoso asunto que el presidente estaba dispuesto a «hacer América grande de nuevo», pero no con su dinero; ni, por cierto, con su contribución personal, porque se escabulló repetidamente de hacer el servicio militar.
Más grave aún ha sido el extraño episodio de la intervención rusa en la elección de Trump en 2016 y la escandalosa obstrucción de la justicia que Trump llevó a cabo ante la comisión que investigaba el asunto. Algo parecido ocurrió durante el proceso de impeachment (imputación parlamentaria) por el turbio asunto de sus gestiones ante el Gobierno ucraniano para que le ayudara a acusar de corrupción al hijo de Biden. Durante estos cuatro años, Trump se ha mostrado dispuesto a destituir a todo funcionario que no obedeciera sus órdenes aunque éstas fueran ilegales (¿recuerdan ustedes el caso paralelo en España del coronel Pérez de los Cobos? Fue exactamente igual) o que le investigara en el cumplimiento de su deber profesional. La práctica del hoy presidente saliente era desconfiar profundamente de lo que él llama «el Gobierno profundo», es decir, el cuerpo de funcionarios de carrera, que tienen por norma cumplir con su deber caiga quien caiga, fundamento del Gobierno en todos los países con un Estado de derecho moderno. Pues bien, Trump siempre que ha podido ha destituido a los funcionarios de carrera y los ha sustituido por individuos nombrados a dedo, elegidos por él y que a él le deben el cargo. También en esto encontramos un paralelo en el Gobierno Sánchez-Iglesias, que, sin ir más lejos, se propone sustituir los inspectores de Educación por oposición por enchufados a dedo que saben a quién deben el cargo. También la inepta gestión de la lucha contra la pandemia ha contribuido a hundir a Trump. Veremos qué ocurre en su momento con el Gobierno Sánchez-Iglesias, pero ambos Ejecutivos, en principio tan distintos, muestran idéntica propensión a minar las instituciones.
La otra gran lección de estas elecciones americanas es que la distinción derecha-izquierda en política apenas tiene ya significado. Hoy es mucho más importante la distinción populismo-no populismo.
GABRIEL TORTELLA Vía EL MUNDO
Gabriel Tortella es economista e historiador, autor de libros como Capitalismo y Revolución (Gadir, 2017) y miembro del Colegio Libre de Eméritos.
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