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domingo, 22 de noviembre de 2020

LEY CELAÁ: EDUCACIÓN SE ESCRIBE SIN HACHE

 Llamando verdad a la mentira, paz al terrorismo, sabiduría a la ignorancia, el Gobierno urde artefactos legales que abocan a España a la pesadilla distópica que Orwell retrata en 'Rebelión en la granja'

 

ULISES CULEBRO

Mientras los problemas se multiplican y agitan, desde los sanitarios a los económicos, pasando por los emigratorios azuzados por gobiernos vecinos, como Marruecos, que huelen la debilidad como antaño para apoderarse del Sáhara español y hogaño para sacar tajada de la «diplomacia alternativa» del vicepresidente Iglesias coqueteando con el Frente Polisario -trata de marcar una agenda propia como en el viaje a Bolivia acompañando al Rey, aunque aparentara ser al revés-, Sáncheztein anda a lo suyo: a enfrentar y dividir el país persiguiendo una polarización cainita. Así, aprovecha también este segundo estado de alarma de seis meses, no para atajar una pandemia que se ha cobrado 70.000 vidas y de la que escurre el bulto usando al ministro Illa y a Simón como guiñoles, sino para sancionar una gavilla de leyes orwellianas que socavan la Constitución hasta derruirla.

Así no sorprenderá que, en una enmienda a las cuentas del Estado, Podemos prolongue -no se sabe si como lapsus o como anhelo- el estado de alarma hasta el 31 de diciembre de ¡2022! No en vano, como avizora George Orwell en 1984, «lo importante es mantener a la población en estado de continuo miedo, por lo que las noticias se contradicen de un día para otro (cambian los aliados y rivales de esa supuesta guerra, nunca se clarifica nada), así se mantiene un estado de emergencia nacional interminable justificando cualquier abuso de las autoridades».

En medio de esta excepcionalidad democrática y de la emergencia sanitaria, el gabinete socialcomunista -con Iglesias a la greña con la facción socialdemócrata del PSOE tildando a esos ministros casi de socialtraidores reponiendo la jerga estalinista- atropella sin recato la Carta Magna para cambiar el régimen y eternizarse en el poder en comandita, con ERC y Bildu. Llamando verdad a la mentira, paz al terrorismo, sabiduría a la ignorancia, y así sucesivamente, urde artefactos legales que abocan a España a la pesadilla distópica que el gran escritor británico retrata en Rebelión en la granja.

El gabinete socialcomunista copresidido por Sánchez e Iglesias, ilustra, en efecto, la revuelta de la Hacienda Manor por la que los animales se adueñan de la propiedad y proclaman un sistema sustentado en la libertad y en la igualdad hasta que la camarilla del cerdo Napoleón establece, a través de embustes y traiciones, su dictadura. Así, los Siete Mandamientos del animalismo, a modo de carta de derechos, son subsumidos de un día para otro en uno solo: «Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros». Adoptando el estilo y vestimenta de los comendadores del viejo orden, la casta de los descastados ejerce su despotismo opresor escoltada por fieros canes y jaleada por el balido de las ovejas. Velando por la felicidad de quienes esclaviza, Napoleón impide celebrar elecciones para evitar que adopten decisiones erradas.

Es difícil, salvo que se rechace la evidencia que revelan ojos y oídos, no apreciar ciertas analogías entre los semovientes de la alquería y unos españoles que parecen acomodarse a la ficción descrita por el militante socialista Orwell para alertar a sus compatriotas sobre el totalitarismo estalinista. Tras asistir a las purgas contra los disidentes trotskistas que refiere en su Homenaje a Cataluña, fruto de su experiencia miliciana en la Guerra Civil, Orwell sabía que «los comunistas, como enemigos, eran temibles; pero mucho peor era tenerlos en tu mismo bando».

Dentro de este proceso acelerado para echar abajo el orden constitucional, el Congreso, por un voto, aprobaba uno de esos preceptos orwellianos que responde al nombre de ley Celaá en justo castigo con quien cargará de por vida con esa infamante y liberticida reforma. Ningún bálsamo de Fierabrás -que no arte, como dijo la ministra en una muestra de incultura consonante con el engendro amadrinado- paliará las llagas de quien ha crucificado al sistema educativo y fragmenta la nación con sus concesiones a quienes ansían finiquitarla.

No en vano, la Lomloe -más atinado sería denominarla «la Lolailo» por su carácter grosero- suprime el español como lengua vehicular en Cataluña (y en otras comunidades) donde dejará de ser habla propia, autoriza que los estudiantes -los matriculados, más bien- pasen de curso sin ningún aprobado, suprime la oposición al cuerpo de Inspectores por nombramientos a dedo, pone cerco a la enseñanza concertada y elimina la educación especial con claro menoscabo de niños que requieren una atención personalizada. Son los dicterios de quienes, a base de borrar la separación de poderes, promulgan leyes de cuyo cumplimiento ellos mismos se eximen como los autócratas de Rebelión en la granja.

Consumada la fechoría, estos desaprensivos promotores del desaguisado, como otros que les antecedieron, ya se encargarán de poner a cubierto a su parentela de los males que ellos desencadenan enviándolos a esos mismos centros privados que satanizan para cosechar los votos que les provean los latisueldos y la posición que les permita sufragar una enseñanza de primor para hijos y nietos. Muchos de estos sofistas sólo conocen la enseñanza estatal desde el observatorio lejano de los ventanales de los centros privados donde cursaron estudios.

No le van a la zaga, claro, quienes niegan como posesos que se persiga a los castellanoparlantes en los colegios públicos de Cataluña, tras posibilitarlo de modo ominoso como el ex presidente Montilla para escamotear su condición cordobesa, y que corren a matricular a sus trillizos en colegios internacionales para que allí aprendan lo que se les niega a quienes ellos declaran extranjeros en su propio país al no poder estudiar en su lengua. Con la complicidad del PSOE y la pasividad enervante del PP, es una realidad aquella intemperancia de mentón alzado de Artur Mas de que los que quisieran instruirse en español que se montaran un colegio como los japoneses en Barcelona.

Como los malos médicos que acompañan a sus enfermos hasta la tumba, la izquierda retardataria, así como el nacionalismo segregador, aman tanto a los pobres que no desean que dejen de serlo. Por eso, ese anfibológico lema del «no dejar a nadie atrás» encierra un indubitado «que nadie se mueva». Se alienta un rencor parejo al de aquella tribu de pigmeos que quisieron desquitarse de unos gigantones asaltando de noche su campamento para cortarles las piernas e igualarlos en estatura.

A base de cambiar leyes sin consenso y con perjuicio a generaciones enteras, esta novena ley educativa de la democracia culmina el plan iniciado por el PSOE hace cuarenta años con la Logse y cuyas secuelas superan en gravedad a cualquier otro. Desde entonces, a base de remachar ese clavo, se ha opuesto a cualquier modificación como si fuera un principio general que informara la esencia del socialismo y garantía de su sostenimiento en el poder. Su propósito no era tanto disponer de alumnos preparados, sino modelar criaturas. Como en la neolengua orwelliana de 1984, la Logse introdujo una jerga -ridícula entonces, pero ya institucionalizada- que sustituyó a palabras de fácil comprensión y generalizado uso para separar a los simpatizantes de los críticos y más tarde marginar a los heréticos hasta depurarlos.

Sus conceptos entroncaban con basamentos de la revolución cultural de Mao, como patentizó Mercedes Rosúa en El archipiélago Orwell, donde recogía su experiencia docente en China. Aquellas consignas maoístas ya son monsergas habituales en España: todos los alumnos debían progresar a la vez eliminando los suspensos, la autoridad del profesor quedaba degradada -aquí, al menos, no se les hizo pasear con orejas de burro para ridiculizarlos, pero las amenazas y agresiones están a la orden del día- y el mérito era suplantado por el igualitarismo como moneda falsa de la igualdad. Sobre la base de un trasnochado sesentayochismo, pedagogos catalogados de «desertores de la tiza» emprendieron una «revolución educativa» que evocaba la «revolución cultural» que arruinó China con su «Gran Salto Adelante», al igual que ha sucedido en España con su enseñanza de la Logse en adelante. «¿En qué consiste la barbarie -anotó Goethe- sino en ser incapaz de reconocer la excelencia?».

No obstante, ese fracaso educativo fue un gran triunfo socialista en términos de rentabilidad electoral teniendo en cuenta el tiempo en que ha gobernado España o se ha enfeudado en algunas regiones, al igual que los nacionalistas en otras, al convertir la enseñanza en campo de adoctrinamiento. Sin duda, los frutos del árbol de la ignorancia son provechosos para que los gobernantes perduren a costa de muchedumbres gregarias sumidas en una epidemia de miopía tan contagiosa como la que el Nobel Saramago retrata en su Ensayo sobre la ceguera.

No hay que ser Einstein para colegir que, si se buscaran resultados distintos, no seguirían extendiendo un analfabetismo funcional -felizmente, erradicado aquel otro que padecieron nuestros bisabuelos- entre una legión de estudiantes a los que se expende títulos sin valor por profesores primados para que maquillen la estadística o, en caso de mantenerse en sus trece, ser reconvenidos por los comisarios del sistema, si es que estos no decretan el aprobado saltándose al claustro. En la escuela de ayer, constituida en el ascensor social que hoy han averiado, los inspectores eran aguardados con temor reverencial por profesores y alumnos para ver cómo salían librados de la prueba, pero ahora su rol es encubrir el desastre.

De igual manera que Woody Allen bromea con que algunos piensan que es un hombre culto porque lleva gafas y ello le da un aire intelectual, un título en esas condiciones sólo es intercambiable con una papeleta del paro, pues los países que encabezan el fracaso escolar son los que se descuelgan en nivel de desarrollo. Es perverso confundir la calidad de la enseñanza con el número de aprobados, pues cuando se premia el coladero se desincentiva el rigor. En este sentido, al estudiante que nunca se le pide que haga lo que no puede, nunca se le verá hacer lo que puede, según decía John Stuart Mill.

La televisión y las redes sociales contribuyen a la degradación situando como modelo a quienes, sin esfuerzo, se enriquecen lavando en público sus vergüenzas o las del vecino. Sueñan con atravesar la pantalla como la protagonista de La rosa púrpura del Cairo, pero no por amor, sino para enriquecerse siguiendo el consejo del televisivo Homer Simpson: «Recuerda, hijo mío, que, si cuesta trabajo, no merece la pena». Pero también la política -reflejo de esa televisión- que, por medio de la selección adversa, coloca en la gobernación a quienes no son nadie fuera de los partidos.

Hay que ser un muy torpe y porro, como diría Sancho, para no entender que esta nueva ley orwelliana no persigue mejorar la enseñanza, sino adoctrinar, reemprendiendo la senda de Zapatero, en pos de ese hombre nuevo de la Expaña plurinacional de la mayoría Frankenstein que sostiene a Sánchez en La Moncloa. Por eso, en vez de suscribirse un pacto de Estado para esta nueva ley de Educación, ésta se ha alumbrado en un pacto contra ese Estado que se pretende destruir.

Tirando del humor de Jardiel Poncela, quien parodió las novelas de amor con su sarcástico título Amor se escribe sin hache, también conviene subrayar que Educación no se escribe con hache escrutando la perversidad congénita del desafuero firmado por la ministra Celaá como escriba de quienes campan a sus anchas en esta granja orwelliana que se configura a marchas forzadas en España.

 

                                                               FRANCISCO ROSELL   Vía EL MUNDO

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