España es, en términos generales, un "buen alumno" de Bruselas. Pero esa imagen se puede diluir rápido. La crisis catalana fue el primer e importante traspiés
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, interviene en el acto "Proteger el ideal de Europa". (EFE)
Las palabras "reputación" y "prestigio" han estado en todas las conversaciones de los últimos años en Bruselas cuando se habla de España. El referéndum ilegal de independencia de Cataluña de 2017 y su gestión hizo mucho daño a la imagen del país y, desde entonces, buena parte de las discusiones sobre la proyección europea de España se centran en las formas de reconstruirla. En las últimas semanas se ha abierto un nuevo frente a ese daño reputacional con la propuesta de reforma del CGPJ y ahora podría generarse uno nuevo con la estrategia contra la desinformación recientemente anunciada por el Gobierno.
Durante los últimos dos años, la sensación fue que el terreno podía ser el propicio para frenar algunos de los elementos que provocaban esa pérdida de prestigio, y centrarse en reconstruirlo. La llegada en junio de 2018 de Pedro Sánchez a la presidencia del Gobierno se leyó, en general, en buenos términos en Europa. Después, la amplia victoria electoral del PSOE en las elecciones europeas de 2019, que convirtieron a la familia española en la principal delegación de los socialdemócratas europeos, confirmó la imagen de un Sánchez con un liderazgo dentro de la familia socialista europea. Tras años pésimos del PSD en Alemania, España era el nuevo bastión socialista. Y quien quisiera negarlo lo tenía difícil: para enfado de la delegación alemana, la española Iratxe García se hizo con el liderazgo de los socialdemócratas en la Eurocámara.
Sánchez tenía, en general, buenas cartas. Por ejemplo, habla un buen inglés, algo clave en la construcción de relaciones personales entre líderes europeos, mucho más importante de lo que se cree. Además, estaba bien acompañado: por ejemplo, su vicepresidenta económica Nadia Calviño proviene del corazón de la Comisión Europea, una funcionaria comunitaria respetada por prácticamente todos en Bruselas. Después del acuerdo de Gobierno con Unidas Podemos, el nombramiento como ministra de Exteriores de Arancha González Laya, que a su vez tiene sus raíces en el Ejecutivo comunitario, también se leyó en esa dirección.
¿Qué pasó?
La imagen internacional de España goza de buena salud en términos generales. La crisis económica, la catalana y la inestabilidad política pasaron factura, pero el prestigio se mantuvo bastante entero entre el público general. Sin embargo, eso no es suficiente en Bruselas y en el ecosistema europeo. La reputación es un bien tan preciado como frágil. Es fácil dañarlo y muy difícil recuperarlo.
La inestabilidad del último lustro sumada a la crisis catalana hicieron mucho daño y son los dos elementos que se han perpetuado. Los primeros días tras el 1 de octubre la imagen de España sufrió un varapalo importante en la Unión Europea, que tras la tormenta se fue recuperando. Pero aquellas jornadas fueron un 'shock' para muchos de los funcionarios españoles de las instituciones europeas, que siguen recordándolos como días muy difíciles. Desde 2017, nada ha vuelto a ser igual para el país, que vive en una especie de "montaña rusa reputacional", sin subidas y bajadas en picado, pero sí con un continuo ir y venir.
El culebrón de la serie de euroórdenes rechazadas o la sentencia del alto tribunal de Luxemburgo que permitió a Carles Puigdemont, expresidente de la Generalitat, y al 'exconseller' Toni Comín, sentarse en el Pleno del Parlamento Europeo en Estrasburgo, son dos ejemplos. Pequeños golpes que van minando la credibilidad y la imagen. No es una caída en picado, pero sí es un lastre.
La novedad es que en los últimos meses se han abierto nuevos frentes que dañan la reputación y la imagen de España, y por primera vez desde octubre de 2017, no tiene que ver con el proceso independentista. No fue la gestión del coronavirus ni el estado de alarma lo que ha provocado este nuevo frente: al fin y al cabo, otros muchos Estados miembros se encontraron con una situación similar, y nadie se atreve a dar lecciones a otras capitales sobre cómo gestionar la pandemia.
La primera grieta fue la propuesta presentada por el PSOE y Unidas Podemos para reformar el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Nadie trazó paralelismos entre la reforma que proponía el Gobierno español y la ejecutada por ejemplo por el Gobierno polaco, que provocó que el Ejecutivo comunitario activara el artículo 7 de los Tratados, pero no hacía falta que nadie lo hiciera. En la Comisión Europea preocupó el movimiento lo suficiente como para que Bruselas hiciera algo poco usual: posicionarse antes de que nada esté aprobado.
El Ejecutivo comunitario lanzó un aviso al Gobierno español, recordándole que el Consejo de Europa —que no es una institución de la UE— solicita que al menos la mitad de los miembros del CGPJ sean elegidos por los jueces. Moncloa apostó primero por la estrategia de asegurar que en Bruselas no se estaba entendiendo la reforma. A petición de González Laya, Didier Reynders, comisario de Justicia, telefoneó a la ministra de Exteriores, que explicó algunos elementos de la reforma. El belga pidió que el ministerio de Justicia enviara información adicional. Para Bruselas el asunto de las reformas judiciales es muy delicado, y tras la experiencia de Polonia y Hungría se ha convertido en una de las principales fuentes de preocupación del Ejecutivo comunitario.
El Gobierno se arriesga ahora a que se pueda abrir un segundo frente con la aprobación de un Procedimiento de Actuación contra la Desinformación. La Comisión Europea por el momento lo está "estudiando", según ha explicado un portavoz del Ejecutivo comunitario. En principio, el Ejecutivo comunitario está a favor de que se pongan en marcha herramientas contra la desinformación, y lo que tiene que estudiar es si en concreto va en la buena dirección, pero las quejas de oposición y de organismos como la Asociación de Medios de Información (AMI) y la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE) no ayudarán al Gobierno.
El plan de Moncloa tiene su base en las comunicaciones de la Comisión Europea en 2018, que estuvieron centradas fundamentalmente en prevenir la intoxicación y la interferencia extranjera en las elecciones europeas de 2019. Desde entonces, la estrategia europea contra la desinformación pasa, fundamentalmente, por las manos de Josep Borrell, Alto Representante de la UE para Exteriores y Política de Seguridad. Su función central es la de evitar bulos que provienen de Moscú y Pekín. Tiene una dimensión exterior, si bien también se es consciente de que esas 'fake news' pueden provenir del interior.
Esto no es nuevo. De hecho, el Gobierno ya puso en marcha un plan contra la desinformación que en marzo de 2019 fue presentado al Consejo de Ministros por el propio Borrell, por entonces ministro de Exteriores, y cuyo protocolo nunca se hizo público. Eso institucionalizaba la lucha contra la desinformación en redes sociales, que se había convertido en prioridad ya durante la presidencia del popular Mariano Rajoy, en relación directa con la crisis catalana.
El Gobierno ya puso en marcha un plan contra la desinformación que en marzo de 2019 fue presentado al Consejo de Ministros por Borrell
A Bruselas lo que le genera dudas principalmente son los tiempos. Va a analizar varios elementos del plan español, pero uno de los que le ha llamado la atención es el momento. De hecho, lo vinculan de manera automática con el estado de alarma. "Entendemos que la orden se ha promulgado sobre la base del estado de emergencia. Como saben, la Comisión está supervisando la aplicación de las medidas de emergencia por parte de todos los Estados miembros durante la pandemia", explicó un portavoz del Ejecutivo comunitario el viernes. Quizás luego Bruselas bendiga el plan, pero al menos le ha puesto la lupa encima.
Además, la Comisión Europea está a punto de publicar un Plan de Acción por la Democracia Europea, que es la "siguiente fase" de aquellos comunicados que han servido de base para el plan español. Por ahora, los planes que ha puesto sobre la mesa la Unión Europea tienen fundamentalmente una dimensión exterior, y se centran en el rol de terceros Estados en la diseminación de noticias falsas, y del papel que juegan las redes sociales, a las que cada vez más el Ejecutivo comunitario aprieta las tuercas. En esa misma línea irá el Plan de Acción que la vicepresidenta Vera Jourová presentará antes de que finalice el año.
La Comisión Europea tiene malas experiencias con instrumentos contra la desinformación en plena pandemia. El Ejecutivo comunitario se preocupó mucho por la Ley de Protección contra el Coronavirus del Gobierno húngaro del primer ministro autoritario Viktor Orbán, con penas de cárcel de hasta cinco años para los acusados de diseminar informaciones falsas, lo que provocó las protestas de la oposición. De nuevo, nadie traza ningún tipo de paralelismo entre Budapest y Madrid, pero la Comisión tiende a ser más sensible ante escenarios que ya ha visto antes y que le han traído dolores de cabeza. En otros países como Alemania o Francia tienen sistemas contra la desinformación, pero son independientes al Gobierno.
Hay un tercer frente abierto: la oposición externalizada, de la que se queja el Gobierno y los partidos de la coalición gubernamental en Bruselas. Consideran que el Partido Popular está haciendo daño a la imagen del país al llevar a la capital comunitaria cada pleito y cada choque con el Ejecutivo de Pedro Sánchez. Por ejemplo, el PP se quejó en repetidas ocasiones y de forma muy sonora del primer estado de alarma, y el líder de la oposición, Pablo Casado, ha asegurado que se quejará del nuevo ante las instituciones europeas. Ese continuo acudir a Bruselas para asuntos internos genera cansancio en la capital comunitaria y la sensación de que España no sabe resolver sus propios problemas.
España es, en términos generales, un "buen alumno" de la Unión Europea. Un socio muy proeuropeo, que desde que entró en el club ha avanzado a pasos agigantados durante décadas, y que tras la crisis de 2012 cumplió con los deberes mejor que otros países. Pero esa imagen se puede diluir rápido. La crisis catalana fue el primer e importante traspiés. Durante años el discurso se ha centrado en que España es un Estado de derecho pleno y una democracia. Había personas que no compartían esa estrategia: si repites cien veces que eres una democracia y un Estado de derecho, habrá gente que empiece a preguntarse cuál es la razón de que lo repitas tanto.
Durante el estado de alarma, algunos sectores del Partido Popular señalaron en el Parlamento Europeo el "abuso de poder" del Gobierno, y le acusaron de "neutralizar el Parlamento". Aquello era música para los oídos de los eurodiputados independentistas: tras años intentando convencer a Europa de que España no era un Estado de derecho, ahora los ataques llegaban desde dentro. Algunos españoles en las salas de máquina de la UE se irritaban, y se siguen irritando, con que todos los asuntos nacionales se exporten a Bruselas, una costumbre con mucha tradición en España, pero que se ha disparado últimamente.
La propuesta de reforma del CGPJ fue otro tiro en el pie: años defendiendo en Europa que la justicia española no estaba actuando de manera política contra los líderes del 'procés' ahora quedaban en duda. Así lo veían algunos funcionarios europeos y españoles de a pie que habían dedicado muchísimo tiempo y esfuerzo a campañas de información durante los últimos años para contrarrestar los mensajes independentistas y que se sintieron lanzados a los pies de los caballos.
La reputación española, como muchas otras, es frágil. España es la cuarta economía de la Eurozona y tiene un papel activo y una responsabilidad que asumir en la agenda europea. La inestabilidad política, la externalización de la oposición y los amagos con reformas graves como la ahora parada reforma del CGPJ no ayudan. Por primera vez desde 2017, España tiene que lidiar con crisis reputacionales no generadas por el independentismo.
NACHO ALARCÓN Vía EL CONFIDENCIAL
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