La Iglesia debe volver a reconstruir Europa actuando
sobre las causas de la trágica crisis actual y no solo, ni
principalmente, sobre sus consecuencias. Y esto es así porque debe aplicar su experiencia histórica.
La Iglesia ha sido decisiva en la
configuración de Europa y clave en los momentos más difíciles. Ha
actuado como minoría creativa que ha dispuesto de unos cuadros
intermedios dotados de gran permeabilidad, los sacerdotes y religiosos,
que cada vez más se han extendido al laicado. Su acción no ha respondido
nunca a una llamada de los poderes, sino a la consecuencia de una
necesidad objetiva, acertadamente interpretada. Hoy, esta necesidad
vuelve a ser evidente.
Después de la caída del Imperio romano y
el desorden inmediato que se montó, junto con la crisis económica ligada
a la quiebra de las instituciones, la despoblación agrícola y la
fragmentación de los mercados, un observador externo no hubiera dado ni un euro por la Europa Latina,
la que después ha sido conocida como Europa Occidental. Débil
demográfica, económica y culturalmente, tenía una presión sobre todas
sus fronteras, musulmanes en el sur, el Imperio bizantino y los pueblos
eslavos en el este, y los nórdicos, los Vikingos en toda su frontera
marítima occidental hasta el Mediterráneo. Todo era tan frágil que París
pudo ser atacada por los aguerridos nórdicos, y la cristiandad latina
no pudo parar el Islam hasta más allá de los Pirineos. Dos siglos después todo había cambiado, y en esta modificación la Cristiandad fue fundamental.
Juzgarla con ojos de hoy es un error histórico considerable, como lo es
confundir el elogio de su tarea histórica con cualquier añoranza
imposible. A partir de entonces, Europa, para lo bueno y lo malo, enlazó un periodo de expansión y crecimiento
que tuvo alteraciones tan profundas como las del protestantismo y las
guerras de religión, que acabaron por legitimar el intrusivo estado
moderno, pero que sumado y restado significa un periodo largo y
extraordinario, hasta el drama del siglo XX y sus dos destructivas
guerras, que no solo asolaron sino que desarticularon la sociedad.
En todo este largo recorrido, Europa
necesitó o produjo sucesivos renacimientos, no solo el que conocemos con
tal nombre en el siglo XV, sino antes el Carolingio y el Otoniano.
Hoy, Europa vive una crisis que
puede llegar a ser terminal, y la Iglesia parece como replegada,
circunscrita solo a algunos temas, sin fuerza para impulsar una
nueva Unión y, en todo caso, más atenta a algunas consecuencias de la
crisis que a las causas. No existe ningún sujeto colectivo capaz de dar
respuesta, y afloran las propuestas, que basan su éxito en la
confrontación en lugar de la cooperación, en la separación y no en la
Unión. Por eso, la Iglesia no puede continuar como hasta ahora, debe
estar a la altura de la visión histórica y transhistórica que le es
propia y del sujeto colectivo que representa. No puede quedar limitada a la percepción y actuación de una ONG.
Eso sería falta de visión y de responsabilidad colectiva. Ella ha
guiado a Europa, ha tomado o promovido iniciativas que encuentran su
desarrollo en el campo secular, y eso es lo que ahora necesitamos
desesperadamente. Un nuevo impulso que aúne altura moral y pragmatismo. Una nueva cultura que, inspirada en los precedentes, de respuesta real a los retos de una época nueva.
JOSEP MIRÓ i ARDÈVOL Vía FORUM LIBERTAS
No hay comentarios:
Publicar un comentario