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domingo, 1 de mayo de 2016

ORTEGA EN OTRA CIRCUNSTANCIA


En diez años fundamentales de la historia de España -los que van del comienzo de la guerra civil al fin de la contienda mundial-, José Ortega y Gasset vivirá la radical afirmación de su ser histórico proclamado tiempo atrás en las “Meditaciones del Quijote”. Ortega es él y una circunstancia que debe ser salvada para la salvación del individuo que la vive. Abrumado por la violencia y el sectarismo que deshace todo lo que la España del 98 y del 14 emprendió con justificada esperanza de regeneración, Ortega decide tomar el partido de quien se niega a una rendición incondicional de la inteligencia.


Eso no significa que se considere menos afín al bando nacional, en el que combatirán sus dos hijos, que al bando republicano, que ya le molestaba desde fines de 1931 y que ha llegado a repugnarle en su desviación de los ideales de liberalismo moderado de la víspera del 14 de abril. Lo que implica su actitud inicial es un cauteloso silencio de militancia activa en lo que se refiere a España. 

Es, además, un turbio desencanto que le empuja a desdeñar el excesivo optimismo con el que valoró la misión de los intelectuales y la utilidad de la política en los años de su mocedad. Es, sobre todo, un periodo de esplendorosa madurez, en el que recobrará el pulso teórico que los años de decepción republicana han ido menguando.

Esa década a la que nos referimos separa el primer exilio, iniciado a fines de verano de 1936, de su  fugaz estancia “oficial” en Madrid, invitado  por el Ateneo, en la primavera de 1946. Lo que aporta aquel hombre, guía de  españoles de varias generaciones, es excesivo para una sola entrega de esta serie. Vamos hoy a detenernos en esos momentos de estupor inicial, entre su  marcha a París y el viaje a la República Argentina de 1939.

No es tiempo de posguerra, desde luego, pero sí tiempo de profunda marginación de una labor de directriz espiritual de uno u otro sector en lucha. Tiempo de rechazo de las presiones procedentes de todas las militancias, de todas las amistades españolas o hispanoamericanas, de todos sus alumnos escindidos en las trincheras de la guerra civil, o de todos los lectores de sus libros. Porque, para todos ellos, la guerra de España es una quiebra moral de Europa y un  fracaso de lo que hombres como Ortega trataron de
llevar a la inteligencia universal: la posibilidad de convivencia de los españoles y la fecundidad del pensamiento nacional.

Ortega es un hombre más envejecido que viejo, con una salud quebradiza que habrá de llevarle a la muerte en 1955. Es -¡cómo no había de serlo!- un hombre amedrentado por la violencia de la que ha sido capaz el  pueblo español cuya rectitud moral y cuya capacidad de organizar una gran empresa histórica había soñado desde el principio.


Le parece que, por pura decencia, los intelectuales que han hablado demasiado, que han excitado sobradamente, que se han enamorado de sus propias palabras vacías y aplaudidas, deben callar para tomar aliento y recuperar sensatez. Ortega es, además, un hombre angustiado por las estrecheces económicas, que le golpean sin descanso y le obligan  a una vida no exenta de humillaciones.


En mayo de 1937 firma en Holanda  un prólogo para la edición francesa de “La rebelión de las masas”, en el que su desolación brota incontenible. Han pasado diez años desde la publicación de los artículos que constituyeron el libro. Lo que ha ocurrido en España y en Europa en esa década es una tragedia que habrá de llevar muy pronto a un desenlace de holocausto. Lo
que ha  sucedido es, sencillamente, que se ha puesto en grave riesgo la vigencia de una civilización.

El Ortega que regresa a las páginas del más célebre de sus libros es muy distinto al hombre que dio su adhesión a la II República. Incluso es diferente al diputado que mostró su alejamiento de aquel régimen y rozó los bordes de una solución personal peligrosamente cercana a las juventudes nacionalistas más exasperadas en 1932.



Su obligación es, según lo cree ahora, completar  su diagnóstico  con unas cuantas  reflexiones  agudas, que  enfadan a muchos de sus discípulos republicanos, sin gustar a quienes han elegido el camino de la sublevación. El prólogo es una defensa de la unidad de Europa, pero concebida siempre como diversidad.

Es, además, el elogio del liberalismo ridiculizado en aquel trance por todos, pero que encuentra en los doctrinarios franceses el sano equilibrio entre la tradición y la reforma. Es también la denuncia de la política convertida en demagogia, que apenas ha dejado espacio al pensamiento para moverse y remontar el vuelo. Es la preocupación ante la existencia del hombre-masa, diluido en una muchedumbre que ahogará todo proyecto personal.

Conmueve el “prólogo para franceses” por el coraje que había que tener para escribirlo en aquel tiempo y sin traicionar Ortega su propia trayectoria: la defensa de la historia no solo como empresa, sino como continuidad. Y el ejemplo que ofrece para recalcar su idea con singular belleza es la ceremonia de la coronación de Jorge VI en  mayo de 1937.  

La Monarquía en Inglaterra ejerce una función determinadísima y de alta eficacia: la de simbolizar. El inglés tiene empeño en hacernos constar que su pasado, precisamente porque ha pasado, porque le ha pasado a él, sigue existiendo para él. Y esto es ser un pueblo de hombres: poder seguir en su ayer sin dejar por eso de vivir para el futuro, poder existir en el verdadero presente. Con las fiestas simbólicas de la coronación, Inglaterra ha opuesto, una vez más, al método revolucionario el método de la continuidad, el único que puede evitar en la marcha de las cosas humanas ese aspecto patológico que hace de la historia una lucha ilustre y perenne entre los paralíticos y los epilépticos.”



                                                      FERNANDO Gª DE CORTÁZAR  Vía ABC 

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