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sábado, 7 de mayo de 2016

LA RESPONSABILIDAD DE LOS CATÓLICOS

Hace unos días señalé en esta misma página que el diagnóstico de los problemas que sufren los españoles solo puede realizarse desde la exploración de la pérdida de nuestra sustancia cultural. A la destrucción de los valores sobre los que se construyó nuestra larga experiencia como nación ha acompañado el distanciamiento de la gran tarea de renovación humanista europea que siguió a la barbarie totalitaria de la primera mitad del siglo XX.


Tiempo este de iniquidad, de vacío ideológico en el que la esperanza fue sustituida por expectativas inmediatas; años de oquedad moral, de abismo ético en los que la vida ajustada a unos principios y movida por unos preceptos fue reemplazada por el prestigio de no creer en nada.


A todo este desbrozo de cualidades esenciales, a todo este desarraigo de nuestro significado en el mundo se debe lo más hondo de nuestra crisis, en especial, lo que tiene de singularmente nacional. Pues ha sido España la nación que con mayor dureza ha sufrido el desmoche de su vigencia, de su entidad histórica, quizás porque a esos  valores esenciales de la sociedad humanista y cristiana estaba vinculada nuestra idea de comunidad política moderna.


La fe en nosotros mismos no se articuló con el estallido de las revoluciones liberales y las primeras declaraciones de los parlamentos salidos del constitucionalismo del siglo XIX. En nuestro caso, hubo un trayecto específico de afirmación del concepto de libertad, de autoridad legítima, de participación del pueblo en la política, principios todos ellos resueltos luego en el liberalismo español, que ya habían asomado en nuestras universidades al defender una noción del hombre y la sociedad estrechamente vinculada a lo mejor del Concilio de Trento.

El Renacimiento encontró en los españoles personas que no concebían su credo como reclusión en el individualismo ni como atemorizada confianza en la
exclusiva gracia de Dios. Eran ya miembros de una comunidad que entendían su conducta y vida social de un modo congruente con la libertad y la responsabilidad inspirada en el Evangelio.


Al mito del atraso, la opulencia gratuita, la pereza aristocrática, el lujo insultante y el oscurantismo inquisitorial, los historiadores han opuesto esa vía española a la modernidad, manifestada en el protagonismo de nuestros teólogos en Trento, en defensa del libre albedrío, y de nuestros economistas y pensadores políticos en Salamanca, luchando contra el maquiavelismo, el absolutismo y la razón de Estado que se abrían paso en Europa.


Sobre esa libertad radical, sobre esa búsqueda del bien común que se exigía a la autoridad, sobre esa permanente vinculación de la salvación del hombre a sus actos, se levantó una forma determinada de ingresar en el mundo burgués contemporáneo. Lo que tantos españoles consideraron desventaja anacrónica, y lo que otros oportunidad reaccionaria, era un camino exigente, atento a una idea fundacional de la justicia y a un principio básico de la dignidad que anida en toda existencia humana.

Aunque España perdiera la ocasión de integrarse en ese gran esfuerzo de recuperación cultural que vivió Europa en la segunda posguerra mundial, hundida aún en la desdicha de nuestra propia tragedia de los años treinta, nuestra nación debe  reivindicar ahora su singular trayectoria histórica que se emparejaba con el afán europeo por restablecer la sintonía del humanismo y el cristianismo, el principio de unidad del género humano y la primacía de los valores de Occidente. Y tal vez sea este perfil el que, lejos de toda nostalgia trasnochada y de toda abúlica reiteración del pasado, pueda  ofrecernos algunos recursos con los que encarar nuestros problemas allí donde se encuentra su causa más honda.

Los católicos hemos de recobrar nuestra responsabilidad ante lo que está ocurriendo. No debemos  limitarnos a dar consuelo a las víctimas de la injusticia, apoyo a quienes sufren la miseria o atención a los que vagan por los crueles territorios de la marginación. No debemos quedarnos en una actitud
que, pretendiendo ceñirse a lo espiritual, acaba siendo un verdadero despojo del espíritu y una penosa salmodia sentimental.


No debemos situarnos en ese avergonzado arcén moral en el que quiere recluirnos un malentendido laicismo, que supone que nuestra fe es solo cuestión de conciencia individual o de comunidad encerrada entre las cuatro paredes de sus rituales identificativos. No debemos renunciar a lo que se nos reclama desde ese principio de civilización, impulsor de los valores de Occidente y de la conciencia ética de los españoles, que procede de una idea cristiana del hombre y la sociedad.

Hemos de acabar con una actitud cuya mesura contrasta con el sufrimiento exorbitante de tantas personas. Hemos de terminar con esa resignada cancelación de nuestra intervención pública, por temor a que se nos acuse de lo que debería enorgullecernos: ser cristianos que desean llevar sus propias soluciones a unos problemas abismales, en los que los españoles no solo se están jugando su progreso material, sino su carácter de herederos de una civilización, la calidad de su vida como fruto de dos mil años de espléndida
fundación de un hombre nuevo.


Parece absurdo que  España, la nación que de un modo más intenso unió su historia a la defensa de lo que los católicos entendían como libertad, responsabilidad y trascendencia del hombre, sea la que ahora auspicie la retirada del espacio público de quienes desde siglos proporcionaron su  sentido al mundo.
   
A nosotros nos corresponde proclamar que nuestra idea de la dignidad del hombre nos exige denunciar el escándalo de la pobreza. A nosotros nos toca recordar que  las víctimas de la violencia, emigradas de sus lugares de nacimiento, abyectamente reducidas a cuerpos sin espíritu, son hijas de Dios y hermanas nuestras. A nosotros se nos exige que alcemos la voz para manifestar que es nuestro cristianismo, no cualquier forma de solidaridad o cualquier impulso compasivo, el que nos compromete en la defensa de los seres humillados y en la rehabilitación de una sociedad desguazada en los valores que la
constituyeron.


A nosotros nos atañe la denuncia de lo que tanto ha empobrecido materialmente a los ciudadanos. Pero a nosotros se nos pide, en especial, que apliquemos a esta circunstancia trágica un protagonismo hoy tan ausente: el del mensaje de Cristo y el de la conciencia de los católicos españoles.

Creemos que en ambos elementos se encuentra la posibilidad de ofrecer soluciones a cada uno de los problemas que derivan de la pérdida de fibra moral de nuestra época. Y, sobre todo, pensamos que ambos contienen la expectativa de restitución al ser humano de un horizonte de esperanza, de confianza en su propia dignidad, con derechos anteriores a cualquier declaración, con valores previos a cualquier convención internacional.



Nos corresponde regresar al espacio público, a la arena política, al conflicto social, a la tierra en la que el cristianismo, durante veinte siglos, no ha dejado de dar la voz de alarma justa, la palabra adecuada de consuelo, el grito de escándalo ante el atropello y la promesa de felicidad que se le oculta al hombre de nuestro tiempo.


                                                         FERNANDO Gª DE CORTÁZAR Vía ABC


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