Hace unos días señalé en
esta misma página que el diagnóstico de los problemas que sufren los
españoles solo puede realizarse desde la exploración de la pérdida de
nuestra sustancia cultural. A la destrucción de los valores sobre los
que se construyó nuestra larga experiencia como nación ha acompañado el
distanciamiento de la gran tarea de renovación humanista europea que
siguió a la barbarie totalitaria de la primera mitad del siglo XX.
Tiempo este de
iniquidad, de vacío ideológico en el que la esperanza fue sustituida por
expectativas inmediatas; años de oquedad moral, de abismo ético en los
que la vida ajustada a unos principios y movida por unos preceptos fue
reemplazada por el prestigio de no creer en nada.
A todo este desbrozo de cualidades esenciales, a todo este desarraigo de
nuestro significado en el mundo se debe lo más hondo de nuestra crisis, en
especial, lo que tiene de singularmente nacional. Pues ha sido España la nación
que con mayor dureza ha sufrido el desmoche de su vigencia, de su entidad
histórica, quizás porque a esos valores esenciales de la sociedad humanista y
cristiana estaba vinculada nuestra idea de comunidad política moderna.
La fe en
nosotros mismos no se articuló con el estallido de las revoluciones liberales y
las primeras declaraciones de los parlamentos salidos del constitucionalismo del
siglo XIX. En nuestro caso, hubo un trayecto específico de afirmación del
concepto de libertad, de autoridad legítima, de participación del pueblo en la
política, principios todos ellos resueltos luego en el liberalismo español, que
ya habían asomado en nuestras universidades al defender una noción del hombre y
la sociedad estrechamente vinculada a lo mejor del Concilio de
Trento.
El Renacimiento encontró en los españoles personas que
no concebían su credo como reclusión en el individualismo ni como atemorizada
confianza en la exclusiva gracia de Dios. Eran ya miembros de una comunidad que
entendían su conducta y vida social de un modo congruente con la libertad y la
responsabilidad inspirada en el Evangelio.
Al mito del atraso, la opulencia
gratuita, la pereza aristocrática, el lujo insultante y el oscurantismo
inquisitorial, los historiadores han opuesto esa vía española a la modernidad,
manifestada en el protagonismo de nuestros teólogos en Trento, en defensa del
libre albedrío, y de nuestros economistas y pensadores políticos en Salamanca,
luchando contra el maquiavelismo, el absolutismo y la razón de Estado que se
abrían paso en Europa.
Sobre esa libertad radical, sobre esa búsqueda del bien
común que se exigía a la autoridad, sobre esa permanente vinculación de la
salvación del hombre a sus actos, se levantó una forma determinada de ingresar
en el mundo burgués contemporáneo. Lo que tantos españoles consideraron
desventaja anacrónica, y lo que otros oportunidad reaccionaria, era un camino exigente, atento a una idea fundacional de la justicia y a un principio básico
de la dignidad que anida en toda existencia humana.
Aunque
España perdiera la ocasión de integrarse en ese gran esfuerzo de
recuperación
cultural que vivió Europa en la segunda posguerra mundial, hundida aún
en la
desdicha de nuestra propia tragedia de los años treinta, nuestra nación
debe reivindicar ahora su singular trayectoria histórica que se
emparejaba con el
afán europeo por restablecer la sintonía del humanismo y el
cristianismo, el
principio de unidad del género humano y la primacía de los valores de
Occidente.
Y tal vez sea este perfil el que, lejos de toda nostalgia trasnochada y
de toda
abúlica reiteración del pasado, pueda ofrecernos algunos recursos con
los que
encarar nuestros problemas allí donde se encuentra su causa más
honda.
Los católicos hemos de recobrar nuestra responsabilidad
ante lo que está ocurriendo. No debemos limitarnos a dar consuelo a las
víctimas de la injusticia, apoyo a quienes sufren la miseria o atención a los
que vagan por los crueles territorios de la marginación. No debemos quedarnos en
una actitud que, pretendiendo ceñirse a lo espiritual, acaba siendo un verdadero
despojo del espíritu y una penosa salmodia sentimental.
No debemos situarnos en
ese avergonzado arcén moral en el que quiere recluirnos un malentendido
laicismo, que supone que nuestra fe es solo cuestión de conciencia individual o
de comunidad encerrada entre las cuatro paredes de sus rituales identificativos.
No debemos renunciar a lo que se nos reclama desde ese principio de
civilización, impulsor de los valores de Occidente y de la conciencia ética de
los españoles, que procede de una idea cristiana del hombre y la
sociedad.
Hemos de acabar con una actitud cuya mesura contrasta
con el sufrimiento exorbitante de tantas personas. Hemos de terminar con esa
resignada cancelación de nuestra intervención pública, por temor a que se nos
acuse de lo que debería enorgullecernos: ser cristianos que desean llevar sus
propias soluciones a unos problemas abismales, en los que los españoles no solo
se están jugando su progreso material, sino su carácter de herederos de una
civilización, la calidad de su vida como fruto de dos mil años de espléndida
fundación de un hombre nuevo.
Parece absurdo que España, la nación que de un
modo más intenso unió su historia a la defensa de lo que los católicos entendían
como libertad, responsabilidad y trascendencia del hombre, sea la que ahora
auspicie la retirada del espacio público de quienes desde siglos proporcionaron
su sentido al mundo.
A nosotros nos corresponde
proclamar que nuestra idea de la dignidad del hombre nos exige denunciar el
escándalo de la pobreza. A nosotros nos toca recordar que las víctimas de la
violencia, emigradas de sus lugares de nacimiento, abyectamente reducidas a
cuerpos sin espíritu, son hijas de Dios y hermanas nuestras. A nosotros se nos
exige que alcemos la voz para manifestar que es nuestro cristianismo, no
cualquier forma de solidaridad o cualquier impulso compasivo, el que nos
compromete en la defensa de los seres humillados y en la rehabilitación de una
sociedad desguazada en los valores que la constituyeron.
A nosotros nos atañe la
denuncia de lo que tanto ha empobrecido materialmente a los ciudadanos. Pero a
nosotros se nos pide, en especial, que apliquemos a esta circunstancia trágica
un protagonismo hoy tan ausente: el del mensaje de Cristo y el de la conciencia
de los católicos españoles.
Creemos que en ambos elementos se
encuentra la posibilidad de ofrecer soluciones a cada uno de los problemas que
derivan de la pérdida de fibra moral de nuestra época. Y, sobre todo, pensamos
que ambos contienen la expectativa de restitución al ser humano de un horizonte
de esperanza, de confianza en su propia dignidad, con derechos anteriores a
cualquier declaración, con valores previos a cualquier convención internacional.
Nos corresponde regresar al espacio público, a la arena política, al conflicto
social, a la tierra en la que el cristianismo, durante veinte siglos, no ha
dejado de dar la voz de alarma justa, la palabra adecuada de consuelo, el grito
de escándalo ante el atropello y la promesa de felicidad que se le oculta al
hombre de nuestro tiempo.
FERNANDO Gª DE CORTÁZAR Vía ABC
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