Vuelven a aparecer demagogos, populistas
de la simplicidad, chovinistas taumaturgos, social verbalistas y toda la
gama de vicios de la gobernanza, incluidas, las respuestas viejas,
incapaces de resolver nada y que solo juegan con el miedo a lo peor. Y es así porque crece y crece la condición objetiva que las hace posibles: el embrollo,
todo es confuso, la desconfianza impera, las instituciones en lugar de
resolver los problemas parecen incapaces de hacer mucho más que
marearlos, y con ellos, a los ciudadanos.
Vivimos un cambio de época porque
vivimos una crisis del sistema económico, que a su vez es consecuencia
de una profunda y no asumida crisis del modelo de sociedad. Tres crisis en una, mutuamente retorcidas, que a su vez se manifiestan en tres colosales problemas. Una que se cierne sobre el conjunto, como una losa, declarada -y negada por otros- es la insostenibilidad del estado del bienestar, símbolo y máximo aglutinador de nuestra sociedad.
Una segunda es la cada vez más profunda crisis del trabajo
en las circunstancias presentes, pero también para el futuro debido a
la destrucción de oficios y profesiones que se vislumbra con la
revolución tecnológica y la creciente certeza de que, al menos en una
época inicial, se destruirá más empleo del que se creará. Y, al mismo
tiempo, emergiendo, otra de visión, de causas diferentes, pero de
efectos en la misma dirección: el fantasma del estancamiento secular que, Japón, parece en buena medida anticipar.
El tercer gran problema es la crisis institucional,
la de las estructuras de las que nos hemos dotado para alcanzar
determinados fines relacionados con la convivencia y el vivir bien en
colectividad, y que suponen cierto mecanismo de control u orden social.
La crisis institucional se presenta por partida doble, y esta es otra novedad peligrosa. Por un lado, afecta a las instituciones sociales,
algunas decisivas y previas al mismo estado moderno, como la familia,
el matrimonio, y la filiación; otros de tipo social, ligadas al
asociacionismo filantrópico o cooperativo.
Y junto con la crisis de las instituciones privadas, se produce la ineficiencia y descrédito de las instituciones públicas,
las que son estado, como las gubernamentales o la justicia, o las que
se desprenden de él, como los organismos reguladores, los partidos
políticos y los sindicatos. Estas instituciones tienen como esencia, y a
diferencia de la mayoría de instituciones sociales, dos
características: un vínculo contractual que las relaciona con los ciudadanos para el cumplimiento de determinadas fines, por ejemplo, pagar las pensiones, y un criterio de eficiencia
necesario para alcanzar en el objetivo propuesto. La crisis
institucional que vivimos afecta a ambas cuestiones, dentro de la
especificidad de cada una de las instituciones: pagar las pensiones,
representar bien a la gente, disponer de una justicia equivalente para
todos, etc. Muchas de ellas cumplen cada vez peor con su cometido o se
mueven por debajo de las expectativas generadas. Porque esta es otra
cuestión. Al acudir una y otra vez a las elecciones, en las que cada
partido ofrece más y más como en una subasta, sin entrar en la
naturaleza de los problemas a afrontar, sin hacer pedagogía, se ha
generado una cultura de la exigencia que en ocasiones no se corresponde
con las posibilidades reales.
Los retos son claros, lo que no está nada claro es el sujeto colectivo, los partidos, sobre todo,
pero también sindicatos y asociaciones capaces de aportar la respuesta
necesaria. Quizás, porque por debajo de toda la crisis de las
instituciones subyace una causa central: la minoría creativa que toda
sociedad tiene se ha transformado en una minoría oligárquica, que vela
sobre todo por ella misma, al tiempo que no aparecen en escena otras
minorías capaces de sustituirlas, para bien de todos.
JOSEP MIRÓ i ARDÈVOL Vía FORUM LIBERTAS
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