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jueves, 26 de mayo de 2016

UNAS ELECCIONES QUE NO DESHARÁN EL MALDITO EMBROLLO


Vuelven a aparecer demagogos, populistas de la simplicidad, chovinistas taumaturgos, social verbalistas y toda la gama de vicios de la gobernanza, incluidas, las respuestas viejas, incapaces de resolver nada y que solo juegan con el miedo a lo peor. Y es así porque crece y crece la condición objetiva que las hace posibles: el embrollo, todo es confuso, la desconfianza impera, las instituciones en lugar de resolver los problemas parecen incapaces de hacer mucho más que marearlos, y con ellos, a los ciudadanos.

Vivimos un cambio de época porque vivimos una crisis del sistema económico, que a su vez es consecuencia de una profunda y no asumida crisis del modelo de sociedad. Tres crisis en una, mutuamente retorcidas, que a su vez se manifiestan en tres colosales problemas. Una que se cierne sobre el conjunto, como una losa, declarada -y negada por otros- es la insostenibilidad del estado del bienestar, símbolo y máximo aglutinador de nuestra sociedad.

Una segunda es la cada vez más profunda crisis del trabajo en las circunstancias presentes, pero también para el futuro debido a la destrucción de oficios y profesiones que se vislumbra con la revolución tecnológica y la creciente certeza de que, al menos en una época inicial, se destruirá más empleo del que se creará. Y, al mismo tiempo, emergiendo, otra de visión, de causas diferentes, pero de efectos en la misma dirección: el fantasma del estancamiento secular que, Japón, parece en buena medida anticipar.

El tercer gran problema es la crisis institucional, la de las estructuras de las que nos hemos dotado para alcanzar determinados fines relacionados con la convivencia y el vivir bien en colectividad, y que suponen cierto mecanismo de control u orden social.
La crisis institucional se presenta por partida doble, y esta es otra novedad peligrosa. Por un lado, afecta a las instituciones sociales, algunas decisivas y previas al mismo estado moderno, como la familia, el matrimonio, y la filiación; otros de tipo social, ligadas al asociacionismo filantrópico o cooperativo.

El debate público sobre las causas que provocan la crisis de estas instituciones está censurado, sobre todo, en lo que se refiere al matrimonio, la familia y la descendencia, por la ideología de género, y su derivada el homosexualismo político.  Está excluido bajo el criterio de que todas las opciones son igualmente buenas, porque de lo contrario se penaliza la libertad. Pero este enfoque no debería  excluir otro enfoque necesario. La finalidad de las instituciones y sus resultados desde el punto de vista del óptimo social. El equilibrio necesario de ambos puntos de vista en las políticas públicas conduce, no la penalización de ninguna opción, sino a la creación de incentivos para aquellas que generan más beneficios para la sociedad, en términos de menor afectación a los costes del sistema público de bienestar.

Y junto con la crisis de las instituciones privadas, se produce la ineficiencia y descrédito de las instituciones públicas, las que son estado, como las gubernamentales o la justicia, o las que se desprenden de él, como los organismos reguladores, los partidos políticos y los sindicatos. Estas instituciones tienen como esencia, y a diferencia de la mayoría de instituciones sociales, dos características: un vínculo contractual que las relaciona con los ciudadanos para el cumplimiento de determinadas fines, por ejemplo, pagar las pensiones, y un criterio de eficiencia necesario para alcanzar en el objetivo propuesto. La crisis institucional que vivimos afecta a ambas cuestiones, dentro de la especificidad de cada una de las instituciones: pagar las pensiones, representar bien a la gente, disponer de una justicia equivalente para todos, etc. Muchas de ellas cumplen cada vez peor con su cometido o se mueven por debajo de las expectativas generadas. Porque esta es otra cuestión. Al acudir una y otra vez a las elecciones, en las que cada partido ofrece más y más como en una subasta, sin entrar en la naturaleza de los problemas a afrontar, sin hacer pedagogía, se ha generado una cultura de la exigencia que en ocasiones no se corresponde con las posibilidades reales.

Los retos son claros, lo que no está nada claro es el sujeto colectivo, los partidos, sobre todo, pero también sindicatos y asociaciones capaces de aportar la respuesta necesaria. Quizás, porque por debajo de toda la crisis de las instituciones subyace una causa central: la minoría creativa que toda sociedad tiene se ha transformado en una minoría oligárquica, que vela sobre todo por ella misma, al tiempo que no aparecen en escena otras minorías capaces de sustituirlas, para bien de todos.


                                                                        JOSEP MIRÓ i ARDÈVOL  Vía FORUM LIBERTAS

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