Comentaba en mi blog anterior que vivimos bajo los efectos de dos grandes revoluciones desreguladoras. La primera,
la del “sesenta y ocho”, en el orden de la moralidad, gestada desde la
primacía de lo sexual y el deseo como vector de ruptura. Lo que empezó
siendo una revuelta para transformar las estructuras económicas, se
quedó en alteración de las instituciones del matrimonio, la familia, la
paternidad, la maternidad y la filiación con todas sus derivadas,
afectando al núcleo duro, la infraestructura social. La segunda, en los años ochenta, trató de la desregulación económica. Ambas han confluido y cabalgan sobre un mismo vector: el liberalismo.
Hoy a pesar del formateado de nuestras mentes y la dictadura de lo políticamente correcto ya son de una evidencia palmaria las consecuencias, aunque se intente, para disimulo, presentarlas como elementos aislados sin entrar a fondo en las causas, y solventando todos los problemas que ocasionan con apelaciones a la intervención pública.
Es lo que sucede con la nueva, pero no última, tendencia que construyen
las sinergias entre homosexualidad masculina, sexo, tecnología y
mercado, las “chemsex”, la peligrosa mezcla de sexo durante días, estimulado por una combinación de drogas. La emergencia del problema en relación a la propagación de enfermedades de trasmisión sexual y las consecuencias de la drogadicción, no se combaten con la desautorización frontal de estas prácticas, sino con su “normalización” y la exigencia de ayudas públicas. No existen límites para la realización del deseo.
Los efectos de aquellas dos
desregularizaciones unificadas por políticas comunes a derecha e
izquierda, nos han conducido a una doble crisis que tiene
efectos demoledores, y que en el caso de Europa puede destruirla, porque
como escribe el director de La Vanguardia, Marius Carol, sus
estructuras están crujiendo.
El efecto más visible de esta crisis política, el más tratado, es la eclosión de los “populismos”,
un concepto impreciso, que engloba cosas muy distintas cuando no
contrapuestas, que comparten algunos elementos comunes. Básicamente dos:
el rechazo de las actuales élites y la recuperación, mal que bien, de una cierta razón objetiva;
es decir, de valores que están más allá de la subjetividad del sujeto y
que deben cumplirse. Qué valores componen este orden y cómo se
implantan es la gran cuestión y el origen de grandes diferencias entre
ellos
La emergencia de este signo político es casi global.
Está extendida en toda Europa, con la singularidad española, porque
Podemos responden a aquel patrón, pero por la izquierda y de la mano de
teorías como la de la hegemonía cultural, de Gramsci, y toda la
formulación más reciente de Laclau, ahora mismo el FPO se ha convertido
en el primer partido de la civilizada y desarrollada Austria, y su
candidato puede ser presidente de la República. Pero también se da en
una medida nunca vista en Estados Unidos, donde el populismo demagógico
de Trump está destruyendo al Partido Republicano, mientras que en los
demócratas, un candidato insólito para aquellos lares, Sanders, ha
levantado la bandera del socialismo, sin desaparecer en el primer
intento. En un lugar tan físicamente lejano como Filipinas, Rodrigo
Duterte será el nuevo presidente con medidas populistas de represión y
mano dura contra las drogas, la criminalidad y la corrupción.
En la Europa del Este, que ha vivido
muchos años la doble y trágica experiencia de los nazis y el comunismo,
gobiernan en Polonia y en Hungría, y con notable apoyo popular a pesar
de las embestidas externas, dos fuerzas políticas: el Partido Ley y
Justicia, en el primer caso, y el Fidesz-Unión Cívica Húngara, en el
segundo, que se declaran explícitamente fuera de la concepción liberal,
un hecho insólito fuera del marxismo, y que le vale las iras de Bruselas
y del grueso de la élite de los medios de comunicación.
Todo esto sucede porque el mayo de
sesenta y ocho hibridado en el liberalismo, en sus versiones más de
derechas o más socialdemócratas, que se concreta en la sociedad
desvinculada, ha generado tres graves crisis que ahora se acumulan y
entrecruzan sus consecuencias.
Ha producido una crisis de moralidad,
es decir, del marco de referencia y los acuerdos fundamentales en los
que se ha basado la sociedad para organizar la vida en común y sustentar
sus instituciones políticas, así como para construir una conciencia y
un horizonte de sentido a las personas. El vector de destrucción está
relacionado con el deseo sexual sin límites ni cauces, en sus
manifestaciones inmediatas y mediatas, y por extensión, en la conversión
del deseo y la preferencia subjetiva en el eje de las políticas. El
resultado evidente y políticamente no abordado es la multiplicación de
los costes sociales y su afección a la capacidad de desarrollo
socioeconómico y de bienestar, sobre el progreso social, en definitiva
Una segunda crisis es la democrática,
y en términos más precisos de las instituciones, en una doble
vertiente, la de la representatividad y confianza y la de la eficiencia
en la gobernanza.
La tercera es la económica, de la mano del marco de la economía neoclásica y la visión desreguladora, donde el mercado prima sobre las necesidades de las
personas sobre el bien común. El resultado es la cronificación del
paro, la desigualdad y el aumento de la pobreza, con una derivada
políticamente peligrosa, el reforzamiento de la élite económica, el
adelgazamiento de la clase media y el crecimiento de la población de
rentas más bajas.
El populismo desencadenado no es tanto la respuesta como la expresión política del problema.
Es como la fiebre en un organismo enfermo. La solución no es el
menosprecio, sino el análisis de las causas y la forma de responder a
ellas. En todo caso, algo está claro: el modelo liberal y la cultura
“sesentayochista” nos han conducido hasta aquí. Podemos aprender cosas
de ellos, pero es irracional pensar que de las ideas que nos están destruyendo saldrá la solución.
JOSEP MIRÓ i ARDÈVOL Vía FORUM LIBERTAS
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