Juan Manuel de Prada
Enrique Álvarez escribía hace poco en El Diario Montañés que hay quienes creen que la plaga «incumbe en exclusiva al orden científico» y quienes «creen que tiene un sentido moral». Pero basta conocer la diferencia entre causas eficientes y causas primeras para que ambas visiones sobre la plaga sean compatibles.
Esto lo intuyen incluso los ateos. Así, por ejemplo, Santiago Alba, escribiendo sobre la plaga del coronavirus, afirmaba que «nos hemos deshecho de Dios como de una chapuza primitiva» y en su lugar «hemos introducido una estructura material que asegura una inmanencia mucho más confortable», haciéndonos creer que podemos controlar el mundo y, a la vez, vivir al margen de él, sin ensuciarnos con su pringue, a través de la asepsia tecnológica o de un sexo «soluble y sin compromiso». Pero de repente esa realidad que ya no nos salpicaba se hace presente de un modo angustioso que Alba, aferrado como una lapa a su ateísmo, define como «la contingencia misma de un mundo sin Dios«. Y que en realidad es el desmantelamiento de esas «inmanencias confortables» que habíamos creado artificiosamente, realizado por quien Alba llama «chapuza primitiva». O sea, por Dios, que nos devuelve abruptamente a la realidad; y nos enseña que nuestras «inmanencias confortables» son pecados que claman al cielo.
Resulta muy llamativo, por contraste con esta intuición atea, el empeño del catolicismo pompier por negar que las plagas tengan una causa primera de orden sobrenatural. Así lo ha hecho, por ejemplo, un predicador de nombre Misacantano o Cantamañanas, que siempre nos hace roncar de admiración. En una de sus predicaciones recientes ha dicho: «Si estos flagelos fueran castigos de Dios, no se explicaría por qué se abaten igual sobre buenos y malos, y por qué los pobres son los que más sufren sus consecuencias. (…) Dios sufre, como cada padre y cada madre. Dios participa en nuestro dolor para vencerlo». En primer lugar, habría que aclarar que esta plaga entra con el mismo olímpico desparpajo en chozas y palacios. Pero son los errores teológicos lo más llamativo de este sentimentalismo seudocatólico, que no acepta que las plagas se abatan «igual sobre buenos y malos». ¿Y por qué aceptar entonces que llueva por igual sobre malos y buenos? ¿No debería Dios llover sólo sobre los buenos, para garantizarles unas cosechas fértiles, o sólo sobre los malos, para inundarlos? Las plagas se derraman sobre buenos y malos, igual que la lluvia: para los ‘buenos’ (aceptemos la maniquea jerga frailuna) son pruebas que los purifican en medio de la tribulación y los ayudan a salvar su alma; y para los ‘malos’ son castigos que les permiten prefigurarse el infierno y tal vez desistir de su reclamo fatal. Pero lo más pasmoso es que este fraile vea en la muerte un castigo, que es exactamente lo contrario de lo que veían los santos (incluido el fundador de su orden), que nunca cesaban de anhelar el premio de la muerte, para abandonar este valle de lágrimas y reunirse con Dios. Pero estos frailes aman las «inmanencias confortables» de la vida, que para ellos es valle de honores y trasiegos mundanos; y para justificarse se inventan un dios a su imagen y semejanza, un dios de baratillo, emotivista y sentimentaloide, que carece de control alguno sobre la naturaleza (de la que ya no es causa primera) y permanece indiferente ante el mal, dedicándose, en cambio, a «sufrir, como cada padre y cada madre» y a «participar de nuestro dolor». «¡Pues sufra un poco menos, diosecillo frailuno! –diría el ateo que no reconoce el pecado–. ¡Déjese de participar tanto de nuestro dolor, y quítenos de encima este virus, coño!». Este diosecillo que se dedica a hacer voluntarismo chorras ni siquiera es una «chapuza primitiva»; es una babosería moderna que a nadie interesa. Pues, para tener a un diosecillo que sufre tantísimo y que participa de nuestro dolor sin hacer nada por remediarlo, ya tenemos a los psicoterapeutas, que también son unos campeones de la empatía y, además, nos recetan pastillas.
El Dios en el que creen los cristianos todavía no atrapados por estas baboserías probó el dolor en sus propias carnes, por liberarnos del pecado; y sigue participando en el sufrimiento de sus ‘pequeñuelos’. Pero este Dios no participa del dolor de quien no reniega de sus errores, por mucho que se empeñen frailes cantamañanas, en su afán de postureo bienqueda ante el mundo, que a tantos ingenuos tal vez engañe. Aunque Dios, que es misericordioso, seguramente acoja en su seno a quienes han sido engañados por estas fábricas estajanovistas de indiferentismo religioso, al que sobre todo se llega por empalago de tanta frailuna mamonada ternurista.
JUAN MANUEL DE PRADA
Publicado en XL Semanal.
Salud amigo....un abrazo
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