Miguel Aranguren
La estupidez colectiva trae inoculado el veneno de la sumisión. Pensar compromete y, además, fatiga. Por tanto, que sean otros los que piensen, los que decidan y organicen la sociedad mientras nos volcamos en nuestras tareas, que por urgentes parecen eximirnos de cualquier responsabilidad.
Durante las dos primeras décadas del nuevo siglo, quienes tejen la tela de araña de las zonas oscuras de la Historia han enlazado con maestría los nudos que maniatan la verdad, aprovechado los resortes de la comunicación de masas para sumir a la humanidad en un pesado letargo.
Dando cumplimiento a una estrategia, han normalizado la cultura de la muerte. Manifestarse a favor de la vida de los débiles, de los inocentes, es un gesto cuasi delictivo, propio de mercenarios a los que conviene destruir. La globalización de un retorcido humanitarismo, en el que la libertad es un bien absoluto, sume a Occidente en una confusión acerca de la dignidad humana, en la que el sentimentalismo prima frente a la razón.
Qué decir respecto al matrimonio civil con toda su baraja de posibilidades: hombre y mujer, mujer y mujer, hombre y hombre y, no dentro de mucho, menor de edad con adulto y, ¿por qué no?, entre tres y más personas e, incluso, mascota con hombre o mujer. La estupidez colectiva se ha rendido a las maquinaciones de aquellos que adoran el placer sexual en todas sus variantes, haciendo de lo erógeno espina dorsal de la existencia.
Pero no es el matrimonio la estación de destino de los ideólogos. Aprovechando la nube de disparates con la que nos ciegan, la concepción, la gestación y el parto también se han subjetivado. Han convertido la paternidad y la maternidad en un capricho supremo, pingüe negocio a la carta en el que también cabe una colección de anomalías: de la compraventa de semen y óvulos a la fecundación in vitro y la inseminación artificial; del embarazo subrogado al vientre de alquiler, con todas sus variantes y sus intrigas económicas y legales, a las órdenes de todas las combinaciones de uniones afectivas posibles.
Son dos las nuevas fichas que completan el puzle del hombre moderno, sin que este haya decidido unirlas al tablero. Por una parte el feminismo radical, una suerte de marxismo 5G que reinventa la lucha de clases en un toma y daca con el varón, del que la víctima es la familia.
Hay violencia en el planteamiento, en el lenguaje que emplea, en la generalización del hombre como un delincuente en potencia, en la proclamación de un igualitarismo que reniega de la complementariedad de los sexos. No es una ideología constructiva, todo lo contrario: aprovechando el sesteo del ciudadano ocupado en sus cosas, hace de la guerra una fiesta disfrazada de color violeta.
La otra es el animalismo. Sin ir más lejos, Joaquin Phoenix, al recibir su Oscar por el papel en Jocker (una película que habla de la manipulación de la masa pasiva, para arrastrarla a una violencia sin límites), nos invitó a dejar de abusar de las vacas, a las que sometemos a la inseminación para que paran los mejores terneros con vocación de hamburguesa, rizando el rizo de nuestra crueldad al retirárselos en el destete, sin reparar en la tristeza inconsolable de la madre bovina. Se trata de una misericordia de salón, urbana y sin sentido, ideal para ciudades con más mascotas que niños, en las que se triplican los hogares con perro, gato, lagarto o pez, pero sin niños.
Este es el mundo que debemos transformar con inteligencia, amabilidad y buen humor. Esta es la estupidez colectiva a la que estamos obligados a regalar toda la luz posible.
MIGUEL ARANGUREN
Publicado en El Observador.
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