El autor denuncia cómo los gobernantes están transfiriendo subliminalmente a "los expertos" una parte importante de su responsabilidad decisoria, convirtiendo a la ciencia en chivo expiatorio de una situación dramática
SEAN MACKAOUI
Los humanos hemos recurrido durante milenios al pensamiento mágico para explicar fenómenos naturales que el cerebro es incapaz de encajar en su concepción intuitiva y limitada del mundo; ésta se construye con la información proporcionada por los sentidos, que solo detectan una mínima fracción de los cambios energéticos que determinan tales fenómenos. De ahí que nuestros antepasados acabaran creyendo que dioses de toda índole arrojaban sobre sus cabezas rayos tonantes, plagas devastadoras o lluvias benéficas con la intención de ahormar su conducta a unos supuestos deseos divinos que los exégetas de turno se encargaban de descifrar. La ciencia nació a partir del momento en que unos pocos seres humanos se pararon a observar críticamente el mundo físico y a experimentar con instrumentos que ampliaban sus limitadas capacidades sensoriales, obteniendo gradualmente una información más realista del entorno natural y de las leyes fundamentales que lo rigen.
El conocimiento del mundo físico y sus fenómenos, obtenido a través de la observación imparcial y la experimentación sistemática, constituye el objetivo general de la ciencia. Su credibilidad se basa en que las interpretaciones científicas son tratadas como verdades temporales, sometidas a la crítica y a la necesidad de ser continuamente confirmadas o rebatidas por nuevos datos experimentales, así como en la probabilidad, siempre abierta, de ser sustituidas por nuevas hipótesis que armonicen mejor entre sí al conjunto de observaciones objetivas.
El éxito obtenido con la aproximación científica a la comprensión de la naturaleza ha hecho que, en las sociedades modernas, un número creciente de ciudadanos considere que la investigación experimental es una herramienta clave para enfrentar con éxito los riesgos más acuciantes que se ciernen sobre la humanidad, tales como el calentamiento global, el deterioro ambiental o la prevención y lucha contra las enfermedades. Sin embargo, es importante conocer los límites aplicables a esa confianza en la ciencia. Ésta va construyendo una explicación cada vez más detallada y objetivamente fundada del mundo físico a un ritmo obligadamente lento, justificado por la magnitud de tan descomunal tarea. Por supuesto, los investigadores aceptan la presión que la sociedad les transmite para que los resultados de su trabajo sean útiles en prevenir las amenazas que acechan a la vida humana. Sin embargo, avanzar en la comprensión racional del mundo físico y sus fenómenos naturales no implica necesariamente que vaya en paralelo con la posibilidad de su control efectivo.
En muchos de los casos, solo hace mas fácil predecir con fiabilidad su evolución. De ahí que la creciente tendencia de la sociedad a dar por hecho que la ciencia es capaz de resolver los problemas que el explosivo crecimiento de la población humana causa en el medioambiente o la salud es en gran medida voluntarista e irreal. Peor aún, al pretender transferir a la ciencia una responsabilidad que atañe también a otros muchos aspectos de la actividad humana corre el riesgo de convertirla en una moderna religión, con fieles que confían sin fundamento en ser salvados por ella y manipuladores que instrumentalizan su fe para alcanzar fines personales.
Estos comentarios sobre el papel general de la ciencia en la sociedad vienen al hilo del protagonismo que se ha ido atribuyendo a la información científica durante la emergencia mundial desatada por la pandemia Covid-19 y los modos que los gobiernos están utilizando para confrontarla. En el caso concreto de España, los líderes políticos han ido justificado el amplio abanico de medidas adoptadas para el control de la epidemia, con el argumento de que éstas se fundamentaban siempre en "la información proporcionada por los científicos". De ese modo, han transferido subliminalmente a la ciencia una parte importante de su responsabilidad decisoria, convirtiéndola en chivo expiatorio de una situación dramática, que silencia las consideraciones de índole política y económica que han condicionado la extensión y la eficacia de tales medidas y dado lugar a que la pandemia evolucione en España de una manera particularmente grave.
Los investigadores básicos hace tiempo que alertaron de su incapacidad, en el momento presente, para ofrecer soluciones científicas y médicas inmediatas que permitan la neutralización efectiva del coronavirus. Sería bueno conocer si los miembros del comité científico-técnico que asesoraba al Gobierno infravaloraron las advertencias y datos que iban llegando de los países que se encontraban en un estadio mas avanzado de la epidemia o si simplemente carecieron de esa información, que se obtiene de organismos internacionales o ministerios de salud por canales políticos, mucho más rápidos que los científicos convencionales. En todo caso, los responsables gubernamentales, en lugar de ir proporcionando toda la información con transparencia, han silenciado errores, imprevisiones y los motivos reales de decisiones que parecen haber sido, cuanto menos, imprudentes al tiempo que expresan públicamente su confianza en la comunidad científica, sabiendo que la sociedad española la mira con respeto.
Esa comunidad está compuesta por seres humanos ordinarios, con las mismas fortalezas, debilidades y pasiones que los demás. Sin embargo, la inmensa mayoría de sus miembros no mide el éxito profesional en dinero o poder social, sino en la originalidad y trascendencia de sus hallazgos y en el reconocimiento de sus pares. Sería ingenuo afirmar que no hay científicos movidos por otras ambiciones. No obstante, la necesidad de identificar verdades objetivamente contrastables que define a la ciencia como tal, trae consigo la exigencia a los investigadores del más alto grado de rigor y honestidad en su trabajo. Esto queda reflejado en los principios éticos que éstos se han autoimpuesto y que deben cumplir a rajatabla para ser reconocido como tales. Y, así, la mentira, la falsificación u ocultamiento de datos, o la copia de los ajenos sin un reconocimiento explícito de su origen, implican una inmediata descalificación del autor y la exclusión irreversible de la comunidad científica. En las tareas investigadoras se cometen a veces errores metodológicos o interpretativos. En tales casos, los afectados deben reconocer y explicar de modo público las razones de su equivocación y proceder de inmediato a la retirada de los resultados erróneos de las fuentes bibliográficas, a fin de no confundir a otros colegas. Por tanto, el intento deliberado de engañar buscando el beneficio propio es definitivamente incompatible con la labor de un investigador.
Los políticos forman, como los científicos, una comunidad humana heterogénea, pero nítidamente definida por la exigencia de servicio al bien común. En contraste, para los ciudadanos españoles su credibilidad está en las antípodas de la que gozan los científicos. Si los políticos comparten con el ciudadano de a pie el aprecio social a la ciencia deberían considerar muy seriamente la posibilidad de regirse por los mismos valores y normas que los científicos en el respeto a la verdad. Mentir o deformar los hechos con interesados maquillajes, no reconocer culpas o derivar a otros las responsabilidades personales, son actitudes negativas, muy criticadas a la clase política española en los últimos tiempos. En momentos de tribulación como los que vivimos hoy, pasan a ser, además, inaceptablemente escandalosas.
CARLOS BELMONTE* Vía EL MUNDO
*Carlos Belmonte es neurocientífico y miembro de la Real Academia de Ciencias.
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