Sánchez e Iglesias en el Congreso | EFE
Hasta donde yo sé, la conversación que mantuvo el sábado Pedro Sánchez con los líderes políticos que quisieron ponerse al teléfono duró menos de diez minutos y solo sirvió para informarles de algo que ya era de dominio público: que pensaba pedirle al Congreso la autorización pertinente para prolongar el estado de alarma hasta el 26 de abril. No les anunció que después pediría más prórrogas, ni que estaba pensando en reeditar unos nuevos pactos de La Moncloa para abordar la reconstrucción económica, laboral y social de España una vez que hayamos sido capaces de ganarle la batalla al bicho de la pandemia.
Luego he leído con asombro para algunos medios ese telefonazo sabatino supuso "la reactivación del diálogo con los líderes políticos." Suena a broma pesada. Una conversación telefónica de menos de diez minutos cada doce días, en la que además se hurta la parte mollar de la información que después se va a difundir en una comparecencia televisada, no es una actitud dialogante. Es una tomadura de pelo que convierte en razonable, a toro pasado, el desplante de Abascal. Bromas, las justas.
El diálogo político es la esencia misma de la democracia. La calidad democrática depende de la calidad del diálogo que se establece entre todos los agentes políticos, sociales, económicos y cívicos del país, y si hay algo que no admite mucha discusión a estas alturas de la película es que Sánchez no pasará a la historia como un paladín del diálogo. Lo suyo es el trágala, el monólogo y la excepción. Toda su trayectoria presidencial ha estado marcada por circunstancias excepcionales.
Llegó a la Moncloa por la vía excepcional de la moción de censura, casi todo su tiempo en el pescante del poder ha estado marcado por la interinidad —tras dos elecciones consecutivas— y ahora pastorea el primer estado de alarma general en la la historia de España. ¿Y qué ha hecho el hombre en tales circunstancias? Primero darle la espalda a la Nación, suscribiendo pactos con las minorías independentistas que abominan de la idea de España, después aliarse con quien quiere estatalizar toda la riqueza del país, subordinándola a su particular criterio de lo que significa el bien común, y por último amordazar a la prensa y cerrar el parlamento.
Ahora, con esas cartas credenciales, más propias de un sátrapa que de un líder democrático, Sánchez se presenta ante la sociedad española como el impulsor de unos nuevos pactos de la Moncloa. Menuda machada. Él es joven y no tiene edad para saber muy bien lo que significaron esos pactos, pero en su propio partido, hay personas que podrían explicárselo de primera mano. La democracia española era frágil. Solo habían pasado unos meses desde que se celebraron, en junio de 1977, las primeras elecciones libres tras cuatro decenios de dictadura. Era un tiempo constituyente en el que todos los actores de la vida pública estaban juramentados para alcanzar el objetivo común de alumbrar una Constitución que hiciera posible un Régimen de convivencia pacífica y libre. No prevalecía el impulso de utilizar la memoria histórica coma un arma arrojadiza contra la cabeza del adversario. El consenso de la época se basaba más bien en todo lo contrario. Sin una cierta dosis de amnesia, la transición política no hubiera sido posible. Los pactos de la Moncloa fueron la antesala de esa gran gesta colectiva.
No hay paralelismo histórico posible entre las dos épocas. Lo único que ambas tienen en común el la magnitud de la crisis económica. Por lo demás, antes había un presidente del Gobierno abierto al diálogo, una clase política movilizada en torno a un objetivo común, una sociedad que anhelaba la reconciliación nacional y un consenso básico en torno a las recetas —económicas y políticas— que podían sacarnos del hoyo.
Hoy no se dan ninguna de esas cuatro premisas. El diálogo no existe, el objetivo común está en almoneda, la sociedad se ha partido en dos bloques y las recetas de unos y de otros para sacarnos a flote se parecen como un huevo a una castaña. La política es el arte de lo posible. Con Sánchez al timón, y con Podemos en el consejo de ministros y los independentistas en el fiel de la balanza parlamentaria, no hay pactos de la Moncloa que valgan. Yo me daría con un canto en los dientes si Sánchez aceptara el consejo que Felipe González le ha dado en El País: "Si defendemos que los dirigentes políticos hablen con toda la frecuencia que exijan las circunstancias, hay que mantener en funcionamiento el parlamento porque es ahí donde el diálogo se produce". ¿Dónde hay que firmar?
LUIS HERRERO Vía LIBERTAD DIGITAL
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