El autor subraya que, en las actuales circunstancias políticas, ni este Gobierno ni ningún otro podría reeditar los aclamados Pactos de la Moncloa, pero se puede llegar a acuerdos menos ambiciosos
SEAN MACKAOUI
El año pasado escribí un artículo sobre la novela Patria de Aramburu, sin duda de lo mejor que pudimos leer en España. Hablaba sobre las consecuencias sociales, políticas y éticas que había provocado en el País Vaco y en el resto de España el terrorismo de ETA, que en tantas ocasiones había quebrado la rutina de nuestra vida política. ¡Qué lejos queda ahora todo eso! Este mes que llevamos encerrados en casa por la pandemia parece que ha interpuesto entre aquel artículo y estos días toda una eternidad. Estas semanas en la que todo parece hecho añicos, donde la rutina se ha convertido en excepción, lo normal en extraordinario y el ayer en un tiempo lejano, impregnado por la nostalgia, he leído la muy extraordinaria historia novelada de Mussolini, escrita por Antonio Scurati.
El escritor italiano se refiere en su obra a los grupos parlamentarios italianos mayoritarios que, perdiendo tanto la capacidad de entender lo que estaba sucediendo como la dignidad individual y la que representaban, permitieron el acceso de Mussolini a la presidencia del gobierno, cuando su grupo político no llegaba ni a los cuarenta diputados; escribe el autor: "Siempre se comete el error de esperar que las catástrofes vengan en el futuro, hasta que una mañana... nos volvemos y descubrimos que el final está a nuestras espaldas, el pequeño apocalipsis ya ha tenido lugar y no nos hemos dado cuenta".
Lo malo y grave de la crisis de salud provocada por el coronavirus es que el final lo tenemos a la espalda, pero también delante de nuestros ojos, y su densa gravedad nos permite decir que realmente no hemos llegado a ese pico tan cacareado. Los síntomas de que la crisis sanitaria está llegando a su ascensión máxima los estamos viendo estos días con la disminución de los muertos y de contagiados, pero nos queda por delante enfrentar las más profundas consecuencias de la parálisis económica, porque hasta ahora sólo hemos visto los dramáticos preliminares económicos y sociales de lo que se nos avecina.
Parece que la sorpresa y la posterior negación ante una catástrofe como la que ha provocado la crisis sanitaria, juega a modo de atenuante para el ser humano, siempre con la condición de que la incredulidad, la imprevisión y la parálisis no se alarguen más que la propia crisis. En estas circunstancias deberíamos pedir, yo desde luego lo pido, que estando en cuarentena, asistiendo desde nuestro confinamiento a la desordenada respuesta de la Administración, y, sobre todo, imaginando la triste soledad en la que han muerto los enfermos y la postergación ilimitada del imprescindible duelo de sus familias, cuando me hablen desde el Gobierno, ni me tomen por tonto, ni por menor de edad, con sus balbuceantes explicaciones, que para más agravio suelen vestirlas de épica de cartón-piedra.
Para conseguir pactos tan reclamados con la oposición son necesarias cesiones políticas y socioeconómicas
Ahora, cuando las primeras cifras de parados y de cierre de empresas han visto la luz, muchos se apresuran a pedir unidad y consenso, exhiben de ejemplo los Pactos de la Moncloa, queriendo significar con ello la grandeza de aquellos líderes del pasado. Los esgrimen personas inteligentes, de muy buena voluntad, pero también algunos saltimbanquis, que pasan, sin crédito ni legitimidad, de trasladar el origen de todos los males a las democracias social-liberales a exigir entre gestos acusadores y lloriqueos su repetición. Yo, que he defendido durante los últimos 20 años la necesidad de pactos entre el gobierno y oposición para enfrentar retos fundamentales para nuestra nación, les doy una mala noticia: los Pactos de la Moncloa no se volverán repetir. No volveremos a ver esos pactos, y algunos de los que los proponen lo saben tan bien como yo, sólo es un juego pequeño e infantil para trasladar la responsabilidad a otros.
Hagamos una reflexión adulta y sincera sobre el momento que vivimos. No le cabe duda a nadie de que el socio minoritario del Gobierno en este momento tiene dos convicciones, hechas públicas con frecuencia estas semanas para que los menos dotados se den por enterados. En todas sus apariciones públicas han dejado claro que creen que la superación de la crisis económica sólo se puede conseguir a través de la división social, enfrentando a los que ellos consideran ricos y poderosos, que tienden a confundir con sus enemigos políticos, y los que consideran los únicos paganos de la crisis sanitaria: el pueblo, los pobres, la gente. Todo el discurso de Iglesias, Montero y la ministra de Trabajo, impregnado de ideología y sectarismo, va en ese sentido divisivo. ¿Ha oído alguien estos días en España a algún dirigente de Podemos que no tenga la fragmentación, la culpabilidad o la división en el centro de su discurso?
Y esa visión maniquea, empequeñecida e ideologizada de las soluciones para la crisis múltiple que nos desasosiega se acomoda perfectamente a su motivación partidaria: sacar beneficios políticos de la crisis. Ellos, con la impudicia de los aventureros, han iniciado el debate sobre el papel de lo público y la acción privada de la sociedad. Vemos cómo rechazan y combaten las expresiones de solidaridad de lo que hemos dado en denominar sociedad civil. Creen en una realidad social ocupada principalmente por el Estado, disminuyendo, hasta su expresión mínima si pudieran, la iniciativa de los ciudadanos. En estos momentos se deberían ver las sustanciales diferencias entre la socialdemocracia y los movimientos neo-comunistas. Los primeros admiten y no discuten el papel de la sociedad -individuos, empresas, medios de comunicación, asociaciones de diverso credo e ideología-, conformándose con administrar, con mayor o menor presencia del Estado, la pluralidad de anhelos, intereses, creencias e iniciativas de la sociedad civil, buscado un equilibrio entre lo público y lo privado; posición que aunque es angustiosamente difícil de conseguir, se ha convertido en una ideología compartida.
Los podemitas, pretenden una sociedad más uniformada, en la que lo público sea la garantía suprema y última de ese igualitarismo que siempre ha combatido la libertad individual. Esa oportunidad, como en otras ocasiones en la historia del siglo XX, la han encontrado en la crisis sanitaria y sobre todo en la crisis económica que se nos avecina, y no creo que la desaprovechen. Para conseguir esos pactos tan reclamados con la oposición -y en ella quedan el PP, Ciudadanos, el partido de Revilla y la señora Oramas- serían necesarias cesiones políticas y socioeconómicas, que involucrarían de tal manera al partido de Iglesias que caparían radicalmente su discurso político. Serían otro partido distinto, al que por desgracia no creo que veamos en el futuro más próximo.
Se habla mucho de la participación comunista en los Pactos de la Moncloa. No sólo participaron, sino que fueron protagonistas de ellos con Adolfo Suárez. Pero el apoyo y la rúbrica de Santiago Carrillo fue posible porque coincidían con su apuesta estratégica de reconciliación nacional, también influyó el convencimiento que tenía de la derrota del comunismo representado por la URSS, razones que hoy no forman parte de la identidad política de Podemos.
En los Pactos de la Moncloa estuvieron todos los partidos políticos relevantes, excepto Alianza Popular; pero no faltaron a la cita histórica ni el PNV ni CiU. No creo que los independentistas catalanes vayan a renunciar a seguir planteando su mesa de gobiernos para Cataluña o vayan a desprenderse de su victimismo, justo cuando más necesitan justificar su incapacidad de gestión y la endeblez de su discurso nacionalista. Y esa realidad ineludible hace imposible un pacto suscrito por ellos y la oposición.
Por otro lado, el tercer partido parlamentario tampoco parece dispuesto a manchar su pureza, muy propia de todos los fundamentalismos, y seguirá cabalgando su propio Babieca en pos de una simetría y un orden que son incompatibles con la efervescencia propia de las sociedades democráticas. Tal vez esta ausencia no molestará a muchos de los que esgrimen la necesidad de pactos, porque ven todos los peligros para nuestra democracia condensados en Abascal, pero esa omisión demuestra la superficialidad y la arbitrariedad de sus impresiones.
Por todo eso, en estas circunstancias políticas, ni este Gobierno ni ningún otro podría reeditar los aclamados Pactos de la Moncloa. No tiene que ver con la valía de las personas, ni con su inteligencia, tiene que ver con las condiciones políticas que hemos creado durante los últimos años. Sin embargo, otros pactos de gobierno sí se podrían conseguir. Serían pactos más humildes, más limitados que los exhibidos como referencia tópica, pero con gran importancia en estos momentos dramáticos para dar seguridad y esperanza a los ciudadanos españoles. Por desgracia, el Ejecutivo actual, de coalición insuficiente para gobernar establemente, también tiene lejana esa posibilidad; se tendría que reinventar políticamente, sus apoyos políticos igualmente deberían ser distintos y su acción política no tendría mucho que ver con la de los últimos meses. ¿Están en condiciones de llevar a cabo esa nueva política? Esta es la cuestión y no otra. Y como casi siempre es el Gobierno quien tiene la primera y la última palabra.
NICOLÁS REDONDO TERREROS* Vía EL MUNDO
- Nicolás Redondo Terreros ha sido dirigente político.
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