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sábado, 4 de abril de 2020

DE LA AMISTAD

Un capitán no abandona el navío que naufraga. Es lo que diferencia a un hombre de un canalla

Gabriel Albiac 

Gabriel Albiac

Al confinado todo parece llegarle como de otro mundo: en la gasa inconcreta de los sueños. Todo se ha vuelto huidizo y telemático en su eremitorio. Conversa mucho, el confinado. Tecleando. Puede que en ningún momento de su vida haya conversado tanto: el tiempo vacío del confinamiento es una fantasía; ordenadores, smartphones, campanillean, testarudos. En aquel otro tiempo, que ahora añora, ni les haría caso, quitaría el sonido o, sin más, los apagaría; ahora, le dan miedo. Pueden ser mensajeros de lo peor. Las pantallas han suplido al mundo, sus frágiles esperanzas, sus angustias sobre todo.

¿Dónde están los amigos, aquellos con los cuales soñamos singladuras piratas en un océano abierto a todos los azares? La «Queja» de Rutebeuf golpea
 mi memoria. Trovador del siglo XIII, pocos poetas me resultaron nunca más cercanos: «¿Dónde fueron a parar mis amigos?», ¿qué queda de ellos?, ¿quedará, al cabo de este viento malo, de ellos algo?



Pero no es día hoy para literatura. O no es mi ánimo, en esta bella mañana de marzo, lo bastante sólido para fingirla. Y, en esta nada de amigos metafísicamente lejanos que es la pantalla, me fuerzo a constatar que soy yo, aún más que ellos, el que no está: no del todo. El que no hará hoy literatura, porque algo le dice que es hora de ceder su palabra a otros: a esos con cuya vida alguien está jugando. Alguien a quien tal tipo de juegos sale gratis. O eso piensa ese alguien en el confort de su búnker. Transcribiré sólo dos conversaciones. Digitales.
En la primera, un enfermo. Solo en su domicilio. Escribe a quienes sabe que no pueden ayudarle: a los amigos que lo leen, igual que él, presos. Diez días con fiebre alta. Atención telefónica. La fiebre no cede. «¿Test?», pregunta. «¿Para qué?», le responden. «No serviría de nada». Entonces, ¿para qué sirvió a los dirigentes políticos a quienes se aplicó, de inmediato, tras el 8 de marzo? No hay respuesta. «Primero la casta...», escribe a los amigos, igual que él, prisioneros. «...Luego la plebe frumentaria». ¿Hay alguien en el Gobierno, hay alguien en Moncloa y aledaños a quien no se hayan hecho, con toda urgencia y esmero, esos tests que en los demás mortales «son inútiles»? La respuesta, amigo mío, flota en el viento.
Segunda conversación: uno de esos médicos a los que se aplaude a las 8 y se abandona todo el día. «No nos hacen pruebas, aunque tengamos síntomas que predicen neumonía. Nos tienen trabajando y diseminando más el virus si luego resulta que damos positivo. No limpian las consultas en las que se ha visto a pacientes sintomáticos. Están mintiendo como bellacos a la población». No tienen tests, no tienen máscaras apenas, apenas guantes. ¿Para qué?, les responden. Si de nada sirven. ¿Por qué sirvieron a todos y a cada uno de los dirigentes políticos? ¿De qué les sirvieron?
No, no es ciertamente día para literatura. Pero a mí me dan vueltas recuerdos de lo que leí en Stevenson y en Conrad: historias de hombres que, aun en los trances más duros, mantienen inviolable su fuste ético; de hombres. Un capitán no abandona el navío que naufraga, hasta que el último de sus marineros está a salvo. Aquí es exactamente lo contrario. Es lo que diferencia a un hombre de un canalla.
¿Dónde, dónde habrán ido a parar tantos amigos en estos días que pasan como escenas deshilvanadas de un mal sueño? De algunos algo sé por las pantallas, que son hoy la sola realidad. Otros se me han desvanecido. Como al trovador que, hace ocho siglos, lamenta: «Creo que el viento los borró».

                                                                          GABRIEL ALBIAC   Vía ABC

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