La actual pandemia supone un fracaso de la gobernanza mundial de proporciones inimaginables. La tendencia casi instintiva de la clase dirigente a escudar su responsabilidad en “los expertos” resulta obscena
Uno de los argumentos utilizados por los gobernantes en la actual crisis del coronavirus es que en realidad ellos hacen lo que los expertos les mandan o, para utilizar las palabras del presidente Macron, “de acuerdo con las evidencias científicas” que les comunican. Siendo esto así hay quien se pregunta por qué no ponen a esos expertos al frente de los Gobiernos, aunque, salvo excepciones, no sería lo más conveniente, pues incluso si fueran verdaderamente capaces eso no les convierte en líderes sociales o políticos. Tiempo habrá por lo demás para discutir sobre este mundo nuestro, puntero en la innovación y la ciencia, que no tiene mejor explicación de la pandemia que el hecho de que un chino se haya comido un murciélago. Sí como parece la tesis es cierta, hay que preguntarse por la eficacia en los sistemas de detección y prevención de episodios semejantes. Lo que nos conduciría a reconocer que junto a la excelencia científica y la ineptitud política lo que verdaderamente ha fracasado es el sistema en su conjunto.
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Resulta deprimente comprobar que en los últimos 100 años nadie haya sido capaz de inventar nada nuevo en la lucha contra las epidemias globales. Quedarse en casa y lavarse las manos son las mismas soluciones que se ofrecían hace un siglo para defenderse de la gripe española. El miedo al contagio es además un fabuloso agente a la hora de condicionar los comportamientos sociales. Contra la épica que se predica desde el poder, los ciudadanos encerrados por semanas y meses en nuestros domicilios no somos tanto héroes como víctimas; no estamos en una guerra ni vamos a vencer al enemigo, que está aquí para quedarse. Lo que necesitamos es que alguien encuentre una vacuna que lo haga inofensivo o menos letal, y también un tratamiento que controle o limite los sufrimientos que provoca. La solidaridad popular, emocionante muchas veces hasta el llanto, no es con los Gobiernos, ni fruto de la lealtad al poder. Está sobre todo inducida y recompensada por el ingente esfuerzo del personal sanitario, del orden público y limpieza, al que además de aplausos se le deben mejores condiciones salariales, protección adecuada en su desempeño, seguridad en el empleo y reconocimiento social. Es su quehacer lo que sirve de ejemplo y mueve y anima a la resistencia, no los discursos ni los sermones del mando unificado.
En todas las crisis, y desde luego en una de estas proporciones, los líderes políticos tratan deliberada o compulsivamente de convertir su eventual victoria en un aval de su ejercicio, que aspiran a continuar o casi a perpetuar, como en Hungría. Para su desgracia, la actual pandemia supone un fracaso de la gobernanza mundial de proporciones inimaginables. La tendencia casi instintiva de la clase dirigente a escudar su responsabilidad en “los expertos” resulta por eso obscena. “Estamos haciendo lo que nos marcan”, argumentan los poderes públicos, incluso olvidando de que se trata las más de las veces de expertos nombrados por ellos. Pero ya está demostrado que, si no esos mismos expertos, otros de mayor prestigio y reconocimiento internacional avisaron repetidas veces del peligro y nadie o casi nadie hizo los deberes consecuentes.
Los ciudadanos confinados no somos héroes, sino víctimas
Impresiona la similitud de comportamientos en todo el globo: al principio los Gobiernos tratan de quitar importancia a los hechos, e incluso procuran ocultarlos; incapaces las más de las veces de reconocer sus errores, huérfanos de autocrítica y de transparencia informativa, emiten demasiadas veces pronósticos fallidos, preocupados al parecer por no alarmar a la población antes que por protegerla. A quienes les señalan su incompetencia o su dejadez les acusan de ser profetas del pasado; y tildan de desleales a quienes discrepan de la oportunidad de sus medidas, de la tardanza en aplicarlas, de las incorrecciones técnicas o del exceso de burocracia en su aplicación. Si en los países industriales más importantes del mundo brilla la desorganización y la ausencia de criterio, cabe imaginar lo que puede suceder en sociedades menos desarrolladas.
En este entorno surge la angustia por el impacto en la economía y el empleo. Me pregunto a qué tipo de expertos querrá el poder político echar en este caso la culpa de sus errores. ¿Cuánta más cantidad de ideología, partidismo, electoralismo barato, sentimientos de identidad y ambiciones menores vamos a poder contabilizar en este terreno? Hay coincidencia en que asistimos a un desastre generalizado de proporciones como no se experimentaban desde el fin de la II Guerra Mundial. Pese a ello, la paralización del sistema productivo está siendo definida de nuevo con eufemismos: se habla de que es una hibernación, como si después de pocos meses la gente se despertara y se pusiera a trabajar, a producir, a vender y a comprar, de modo que todo pudiera volver a ser igual. Pero todo va a ser muy distinto. Hay que aclarar primero cómo y cuándo se sale de la crisis, lo que no será de una sola vez ni en todas partes al tiempo. Al margen de las sorpresas que nos pueda dar la extensión de la pandemia durante el invierno austral, y las segundas y terceras oleadas en los países que ahora la sufren más, no es probable que antes del otoño pueda hablarse de una vuelta a la normalidad.
La democracia tiene que demostrar que puede ser eficaz
Presentimos que el mundo será distinto, pero nadie sabe cómo. Una pregunta es si la chinofobia que ya predica la extrema derecha europea y americana, pero no solo ella, condicionará las relaciones internacionales, desde la guerra comercial, o de la otra, hasta los movimientos migratorios y turísticos. O si más bien Occidente puede aprender algo de las civilizaciones orientales después que estas han abrazado el capitalismo. Hace 50 años, tras la recuperación japonesa, ya comenzaba a hablarse del peligro amarillo, una imagen ahora rediviva por la política norteamericana. Esta concepción parte de la base de que el antiguo Imperio del Centro, que es en realidad el significado del nombre del país más poblado del planeta, quiere ahora convertirse en una especie de Imperio del Todo, reemplazando así el papel de los norteamericanos. Los herederos de Deng Xiaoping repiten hasta la saciedad que no tratan de subvertir o apoderarse del orden existente, sino de complementarlo. Su idea de la “armonía” mundial les parece sin embargo a muchos occidentales un auténtico cuento chino, y nunca mejor utilizado el término. China no es un país democrático ni lo va a ser en el horizonte previsible, pero mírese como se mire seguirá desempeñando un papel crucial en el devenir del mundo. La democracia tiene ante sí el desafío de demostrar que puede ser más eficaz y menos sectaria que los regímenes autoritarios. Pero la experiencia actual juega en su contra.
Cuando nuestro Gobierno, como tantos otros, llama a la solidaridad y la lealtad es inevitable una respuesta positiva a condición de que esos valores sean compartidos también por el poder. Se habla ahora de una especie de renovación de los Pactos de la Moncloa o incluso de un Gobierno de concentración o de salvación nacional. Aunque lleguen tarde, cualquiera de estas soluciones puede ser válida desde la lealtad a la Constitución y a las leyes. Lo único que ya no sirve es seguir como hasta ahora. Sánchez debería aprender las lecciones del pasado. Tras las otras tres grandes crisis que ha sufrido la democracia española, el 23-F, los atentados del 11-M y la financiera de 2008, ni Calvo Sotelo, ni Aznar, ni Rodríguez Zapatero quisieron compartir su poder para superar las circunstancias. Llamaron a la unidad en torno al Gobierno no como una respuesta colectiva de todos los agentes sociales, sino como un ejercicio patético de reafirmación de su liderazgo. Las urnas no tardaron en castigar su arrogancia.
Sánchez tiene todavía tiempo para rectificar, ser humilde y reconocer que no todo se ha hecho bien, dijeran lo que dijeran los expertos.
JUAN LUIS CEBRIÁN Vía EL PAÍS
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