Una emergencia nacional como la que vivimos necesita la máxima unidad en la toma de decisiones. Pero un pacto no es un trágala, sino un convenio que debe firmarse para obligar a las partes
EVA VÁZQUEZ
Al dar cuenta de su ejecutoria en la lucha contra la pandemia, el ministro de Sanidad, filósofo de formación, bien podría recordar la máxima socrática del “solo sé que no sé nada”. En realidad casi nadie sabe nada de este coronavirus, sobre el que quizá algún día conoceremos al menos su origen, ya que está claro que su fin no es cercano. La memoria de Sócrates sobre su propia ignorancia le ayudaría a don Salvador Illa a reconocer sus errores sin necesidad de endosárselos a los demás en nombre de la evidencia científica, concepto atribuido a Kant y que ya fue discutido por Wittgenstein. Lo que no impidió que la comunidad médica se decidiera a incorporarlo pro domo sua, estableciendo una metodología en las investigaciones que permita deducir esas singulares evidencias, no siempre evidentes ni siempre científicas. De todas maneras hay que tener jeta para escudarse en ellas cuando dos meses después del comienzo del desastre ni siquiera somos capaces de contar bien el número de muertos.
La incompetencia de muchos Gobiernos, incluido el nuestro, para enfrentar la crisis es tan notoria que resulta un auténtico escándalo, por usar la expresión del editor de la revista The Lancet, una de las biblias de la comunidad investigadora. En tales circunstancias el presidente español ha emprendido una serie de encuentros con los diversos líderes políticos buscando un pacto para la reconstrucción nacional. Hoy lunes recibirá al jefe de la oposición y ambos han hecho protestas de humildad y buenas intenciones, aunque sus comportamientos, hasta ahora, son más bien expresión de una soberbia movida no tanto por el interés general que invocan, como en defensa del poder que tienen o al que aspiran, cuya endeblez es en cualquier caso palpable. Humildad es reconocer las propias debilidades o limitaciones, y obrar de acuerdo con ese reconocimiento. Hoy que se celebra la Pascua ortodoxa convendría que tan ilustres interlocutores incorporen a su conversación un concepto elaborado por Pasios Hagiorita, monje del monte Athos hasta hace algunas décadas y elevado ya tras su muerte a los altares: la humildad solo es tal cuando se aceptan las críticas ajenas. De modo que no se trata de darse golpes de pecho, sino de escuchar al otro.
Saltando de la teología a la política la humildad en democracia equivale al sometimiento del poder personal al de los ciudadanos, y el de todos por igual a la ley que se han dado a sí mismos. Cuando se discute sobre las diferentes formas de combatir el virus entre oriente y occidente, es frecuente sugerir que en China se han utilizado técnicas represivas del comunismo, imposibles de ser implantadas en nuestras democracias. En realidad el marxismo es todavía una anécdota en la historia de aquel país, por importante que haya sido su influencia. La moral todavía imperante procede del confucianismo, que pretende la armonía social y predica la necesidad de que cada individuo ocupe el lugar que le corresponde en ella. La inteligencia de Deng Xiaoping fue saber combinar esa corriente milenaria con la dictadura del partido comunista, que por otra parte ha abandonado el mantra de la propiedad pública de los medios de producción como solución a todas las injusticias de la tierra. Las democracias liberales se basan en cambio en la defensa de los derechos y libertades individuales. Son sociedades abiertas, y el único sometimiento de los ciudadanos es el que la ley impone. Carecen por eso de sentido las quejas demagógicas, agitadas desde el partido del Gobierno, por las críticas de la oposición o de los medios a la gestión del coronavirus. En situaciones de emergencia como la que vivimos es necesaria, me atrevería a decir que obligatoria, la máxima unidad en la toma de decisiones y en la puesta en acción de las mismas en beneficio de la salud y el bienestar de los ciudadanos. Estos lo han demostrado así con su conducta, desgraciadamente no correspondida hasta ahora por la de sus principales representantes. Pero la unidad democrática no se manifiesta en la sumisión al mando, sino en el acuerdo y el consenso de las partes interesadas. Desde luego no todas las culpas de la ineficiencia de que somos víctimas son imputables al Gobierno, pero este es el principal responsable y como tal ha de ser juzgado.
La democracia no está en cuarentena. Su ejercicio se ve limitado, sí, pero ha de serlo con arreglo a la propia ley
Con la declaración del estado de alarma se podían y debían limitar algunos derechos fundamentales de los ciudadanos, aunque varios constitucionalistas de prestigio, notablemente el profesor Manuel Aragón, han puesto de relieve que la práctica suspensión de los derechos de reunión y asociación, de la libre elección de residencia, etcétera, no está amparada por el decreto aprobado en Cortes. Para no hablar de la falta de transparencia, la censura encubierta, la confusión informativa, los silencios culpables y los insultos al disidente que se han diseminado desde el poder. Al margen de esta discusión jurídica, que con toda seguridad merecerá a su tiempo una resolución del Tribunal Constitucional, conviene recordar lo que varios jueces han tenido que echar en cara al poder, y también se ha expresado desde la Comisión Europea: el Estado de derecho no está en cuarentena. La democracia tampoco. Su ejercicio se ve limitado, sí, pero ha de serlo con arreglo a la propia ley. Que haya ciudadanos, asociaciones, sindicatos o gremios que acudan a los tribunales contra los abusos policiales, fiscales, administrativos o de cualquier otro género a que pueden estar siendo sometidos en nombre del coronavirus es no sólo un derecho sino una obligación ciudadana. Puede y debe ser ejercida con la misma pertinacia que el pueblo está demostrando en su obediencia al confinamiento.
Por una vez en su vida, desde la práctica de la humildad que predican, Pedro Sánchez y Pablo Casado tendrían hoy que reconocerse mutuamente sus errores y agradecerse mutuamente sus críticas. Una emergencia nacional como la que vivimos necesita una respuesta nacional, un pacto, como el mismo presidente ha dicho. Pero un pacto no es un trágala ni un conchaveo sino un convenio, que debe firmarse para obligar a las partes. El famoso de La Moncloa invocado por Sánchez, se celebró en circunstancias muy diferentes a las actuales pero los principios que lo inspiraban bien pueden presidir un nuevo acuerdo: consenso y concordia. Juan Antonio Ortega y Díaz Ambrona, que participó en la redacción del capítulo político, pone de manifiesto en sus memorias que fue precisamente el Partido Comunista quien introdujo el concepto de reconciliación. Y define así en qué consistía: acabar con los enconos seculares y trabajar juntos para el futuro. Landelino Lavilla, ministro de Justicia a la sazón y responsable de llevar a cabo los cambios legislativos que precedieron y facilitaron la Constitución, expuso ante el Senado con claridad el significado del acuerdo: “Las medidas no podían responder a la iniciativa aislada del Gobierno o de un determinado partido, sino al impulso común y solidario de las fuerzas elegidas libremente por el pueblo español”.
Desgraciadamente, superado el entusiasmo inicial, los enconos volvieron, y desde el ataque terrorista del 11-M hasta nuestros días no han dejado de ser atizados tanto por los líderes del PP como por los del PSOE, formaciones centrales de nuestra representación política. Al margen sus efectos sobre la salud de las personas, la pandemia va a tener consecuencias perdurables en el comportamiento social y económico de las gentes. Cuando el Gobierno habla del regreso a la normalidad olvida que en el terreno político llevamos precisamente un lustro de anormalidades continuas y que la nueva normalidad será nueva a todas luces pero no necesariamente normal. Ningún pánico; en democracia sucede frecuentemente así, porque no es un régimen que anule los conflictos, sino que trata de controlarlos y de superarlos. Exactamente igual que lo que pretendemos con el virus. Quizás por eso, al margen de la mejora de las aguas y el aire producida por la ausencia de actividad de la población confinada, un regalo inesperado de esta horrible desgracia podría ser el retorno a los valores fundamentales de nuestra convivencia. Como en el santoral, esta vez el católico, son Pedro y Pablo los llamados a intentarlo. Les perseguirá el desprecio si no lo logran.
JUAN LUIS CEBRIÁN Vía EL PAÍS
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