El autor explica que si el cese del coronel Diego Pérez de los Cobos es consecuencia de su negativa a incumplir la ley en un asunto que afecta directamente al Gobierno estamos ante un caso de corrupción política
AJUBEL
Los medios más importantes de España han publicado la noticia del cese del coronel Diego Pérez de los Cobos como jefe de la Comandancia de Madrid con gran coincidencia, en sus diferentes versiones, en dos aspectos concretos: el primero, que la decisión proviene del ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, que la ha ejecutado por autoridad interpuesta; el segundo, que el cese es consecuencia de la negativa del coronel a incumplir la ley en un asunto que afecta directamente al Gobierno.
Esto, de confirmarse, solo puede calificarse de una forma: gravísima corrupción política. Le toca al ministro explicar si es cierto o no, y al destituido, en su caso, contar públicamente su versión, pero mientras esto llega merece la pena explicar el porqué de mi afirmación. Comencemos por nuestro esquizoide sistema. La Policía y la Guardia Civil dependen del ministro del Interior y, en cascada, de las autoridades inferiores que la ley establece. Esto, que suena tan razonable, da lugar a una disfunción cuando aparecen en escena los fiscales y, sobre todo, los jueces. Unos y otros dirigen investigaciones criminales y, en ocasiones, necesitan que se realice trabajo policial. Además, cada juez de instrucción es como una pequeña isla, pobre y sin recursos, pero orgullosa de su independencia y soberanía. Para solucionar el problema, construimos una ficción. El sistema arrienda a los jueces lo que necesitan, en este caso, el servicio de policía. Es una ficción porque los jueces y la administración judicial también forman parte del sistema, pero -ya conocemos la potencia de ciertos artefactos- puede funcionar si los intérpretes actúan conforme al guion y creen en su papel. El problema de esta imaginativa solución es que el funcionario sirve a dos amos y esto es garantía de conflicto, sobre todo cuando uno es permanente y el otro solo está de visita. Para evitarlo, la ley estableció taxativamente que los policías y guardias civiles que actúan como policía judicial son dirigidos por jueces y fiscales. Ellos les dicen qué deben investigar, qué diligencias han de practicar, con qué límites. Ellos son los únicos a los que los funcionarios de la policía judicial han de rendir cuentas. Incluso añadimos algunas cautelas, conocedores de la debilidad humana, como la obligación de reserva sujeta a sanción disciplinaria e incluso penal si se incumple o la prohibición de que sean removidos de sus funciones hasta que el juez lo autorice o hasta que finalice la fase del procedimiento judicial en que se inició su participación.
La justificación de estas cautelas se exacerba en todos aquellos casos en los que el juez y la policía judicial investigan al propio sistema. Es más fácil que el poder se desvíe y actúe arbitrariamente si se ve en peligro. En todo caso, la conclusión es evidente: si el poder decide interferir en el trabajo policial ordenado por un juez, directa o indirectamente, esto es corrupción política.
Volvamos a la noticia y a esos aspectos en los que coinciden los medios. Una jueza de instrucción de Madrid, como consecuencia de una denuncia, y tras rechazar que pudiera tratarse de lesiones imprudentes, abrió unas diligencias por prevaricación en las que el único investigado, por el momento, es el delegado del Gobierno en la Comunidad de Madrid, José Manuel Franco. En esas diligencias se está analizando la ausencia de decisiones que hubieran llevado a la prohibición o suspensión de eventos multitudinarios en la primera semana de marzo en Madrid por riesgo de contagio por la Covid-19. La vía penal me parece muy problemática, pero, como no conozco más detalles, no me voy a poner a predecir el recorrido de estas diligencias.
El delegado del Gobierno en la CAM depende del presidente del Gobierno y, en lo relativo a prohibiciones de eventos, del ministro de Sanidad y del ministro del Interior. Si la denuncia tiene algún fundamento, el Gobierno es parte interesada. Un Gobierno decente habría huido como de la peste, no ya de cualquier forma de influencia, sino incluso de cualquier contacto con cualquier funcionario que esté auxiliando al juez. Incluso aunque se tratase de diligencias instrumentales para la obtención de munición contra ese mismo Gobierno, sobre todo porque toda esa información debería ya estar disponible.
Sin embargo, los medios nos cuentan que no solo no se ha evitado ese contacto, sino que se ha inducido a un funcionario público a enterarse de información secreta que no debe conocer e informar, a quien está siendo investigado -de forma mediata-, del contenido de esa investigación. Apliquemos esto, mutatis mutandis, a cualquier otro caso. Imaginemos que el jefe de Policía recibe una llamada de un tipo investigado por cualquier delito que le exige saber si sus subordinados han realizado escuchas y qué es lo que tienen grabado. Ahora añadan que el tipo que llama tiene autoridad legal y orgánica sobre el jefe de Policía.
Esto que sostengo es además independiente de la calidad de ese trabajo policial y del fundamento de la investigación judicial. Puede que denunciante, juez y policías sean unos exaltados o que actúen por motivos espurios. Sería grave, pero infinitamente menos grave que un ataque a su independencia. Una denuncia sin recorrido, unas diligencias chapuceras y unos informes policiales burdos, por más que puedan hacer daño, solo son un fallo previsto. Por eso articulamos el proceso en fases, establecemos un sistema de recursos y de responsabilidad legal y atribuimos aquellas fases al control de jueces diferentes. Para depurar esos errores inevitables de un edificio siempre en construcción, nunca perfecto. Sin embargo, cuando admitimos que, por cualquier razón, incluso bienintencionada, se degrade la independencia de un juez, se ve afectada la de todos y se instala la corrupción sistémica. Desde ese momento, será imposible controlar y deslindar las injerencias por buenas y por malas razones e incentivaremos la invasión interesada e ilegítima de las instituciones. Su colonización por un virus.
Ya no la destitución de Pérez de los Cobos; en un mundo perfecto, la simple llamada para intentar obtener una información que los funcionarios tienen prohibido dar debería ser causa para la dimisión o el cese inmediato. Si añadimos más ingredientes a la imperfección, el guiso se convierte en puro veneno.
Y hay unos cuantos en lo que se nos cuenta: que el Gobierno no solo quiere información, sino información sobre un asunto que le afecta políticamente y que puede afectar penalmente a personas de su máxima confianza; que la respuesta ante la negativa no es un repliegue, sino un golpe autoritario, el cese de quien se niega a cumplir una orden ilegal; que la excusa formal -la confianza que desaparece porque los subordinados de alguien supuestamente hacen un trabajo poco profesional, politizado, subjetivo- es una demostración de la soberbia de quien cree que puede tomar esa decisión sin consecuencias, amparado en el fraude que consiste en que no se remueve al intocable -el funcionario que trabaja para el juez-, sino al jefe que se niega a convertirse en trotaconventos con galones; que se desprecie al juez y al poder judicial que se atreve a entrometerse -imaginemos qué habría sucedido si esos informes se filtran y los funcionarios corrompidos y corruptores se lo callan todo-; que el máximo responsable del ministerio sea magistrado de carrera y se haya encontrado miles de veces en esa misma posición.
Es imposible evitar desviaciones así, sobre todo si son clandestinas. De hecho, se han dado con todos los gobiernos anteriores. Lo preocupante es que sea imposible ocultarlas porque se repiten tanto que afloran desde las cloacas o porque presumen abiertamente de ellas los que las perpetran, confiados en que son intocables, o en el efecto de la costumbre, la fatiga o el embotamiento de los ciudadanos, encajonados en las guerras sectarias promovidas por los políticos patrios o tan hartos de ellas que deciden no distinguir. Puede que estén tan seguros que no les dé miedo enviar su mensaje en abierto para que todos los que tengan el vicio de cumplir con sus obligaciones se vayan enterando de las consecuencias. Puede que su presunción esté justificada y la gente haya perdido el olfato suficiente para oler la podredumbre. Yo, por si es que no, la remuevo un poco.
TSEVAN RABTAN* Vía EL MUNDO
*Tsevan Rabtan es abogado y autor de Atlas del bien y del mal (GeoPlaneta, 2017).
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