JAVIER OLIVARES
Vamos hacia un mundo de frontera. Incluso de fronteras morales individuales. La gente va a dejar de ser tan permeable como hasta ahora. Atravesaremos un periodo de cierto escepticismo, ¿cómo no? Pero nuevos principios, valores y actitudes van a empezar a aflorar en las naciones occidentales. El coronavirus ha precipitado las cosas. De repente, la gente se ha dado cuenta de que Occidente no es ese lugar tan seguro que nos habían dicho. Muchos pensaban que el único problema de nuestro sistema era el correspondiente a las cíclicas crisis económicas que se venían produciendo, dejando aparte los atentados terroristas que cometen unos locos fanáticos. Las crisis económicas cíclicas ya habían sido asumidas con resignación; pues muchos pensaban que para eso estaba Europa, el FMI y el euro, siempre dispuestos a evitar el colapso de los mercados. Lo del terrorismo se veía como algo residual, un diezmo que debían pagar unos pocos para que los demás no tuviéramos que tomar ningún tipo de medida drástica que pusiese en peligro el solaz generalizado.
Pero la Covid-19 descorrió los cortinajes y se ha podido ver lo que había detrás del escenario. Tanto hablar de globalización, de concertación entre los países, de cooperación internacional y, en la primera ocasión en que ha habido una verdadera necesidad de poner en práctica todas estas buenas intenciones, se ha podido comprobar que solo eran palabras. El coronavirus ha demostrado que la tan cacareada solidaridad europea era un cuento chino. Al no existir el más mínimo sentimiento de ciudadanía europea, ni siquiera para compartir respiradores, mascarillas o gel hidroalcohólico, ha habido solidaridad. Los gobiernos de cada país han ido a lo suyo (a tratar de no sucumbir, por separado).
La ONU también ha ido a lo suyo. Nadie sabe cuáles son los criterios que se utilizan para elegir a los representantes de sus diversos organismos, incluida la OMS, o a los miembros de los grupos de expertos que elaboran documentos y recomendaciones que terminan formando parte de las políticas -e incluso leyes- de muchos países. La opacidad es completa. Quizá sea conveniente que existan estas instituciones, pero lo cierto es que ni han estado bien dirigidas ni su gestión ha sido acertada. Y ¿qué decir de los gobiernos nacionales? A prácticamente todos les ha pillado el toro. Cegados por las políticas de corrección, no han adoptado siquiera las medidas más elementales, contenidas en tratados internacionales obligatorios.
La nueva moral de la autoridad y del riesgo se va a ir implantando progresivamente en Europa y en sus prolongaciones occidentales (EEUU y Australia). Ha habido mucho imperium y potestas, pero muy poca auctoritas. Los gobernantes se han rodeado de mucho poder, careciendo de la más mínima preparación para ejercerlo. Les bastaba con cumplir los protocolos de la corrección, es decir, con seguir la línea marcada por el partido. Como me dijo alguien una vez, el poder siempre lo acaparan los mejores; lo que ocurre es que en los tiempos de la corrección los mejores no han sido los más brillantes ni los más preparados, sino los que mejor conocían la burocracia del partido, y los que en ningún momento se han separado de la línea marcada.
Esto ha dificultado mucho el libre funcionamiento del mercado de las ideas, que diría el juez Holmes. No todos los que han sido capaces de ver la verdad han estado dispuestos a decirle al rey que estaba desnudo. Los que lo han hecho, en demasiadas ocasiones ha sido a un precio muy alto; por ejemplo, viendo postergada su proyección profesional o científica (y, sobre todo, política) en beneficio, como diría Ortega, de auténticos majaderos. Pero esto no puede continuar así, simplemente, porque es insostenible. No ha habido sistema en el mundo que haya podido sobrevivir a su propia ineficiencia. Esta ha sido la vez en que la falta de criterio y de preparación de los gobiernos nos ha causado un daño más evidente. Pero piense el lector en todas las demás ocasiones en que quienes han tomado las decisiones han sido los mismos, aunque fuera en asuntos menores. ¡Cuánto desperdicio de dinero y pérdida de oportunidades! ¡Cuántos daños sufridos por las verdaderas víctimas del sistema! La mayoría anónimas y de las que nadie se acuerda.
La sociedad se debe afianzar sobre la razón y la ciencia, y olvidarse definitivamente del despotismo desilustrado: la corrección política. La razón y la ciencia exigen que se reconozca en manos de quienes están. No son meros entes abstractos, son cosas que se ejercen. Sólo bajo la dirección de los mejor preparados las sociedades son capaces de progresar. Es menester reconocer la autoridad y la jerarquía, porque no todos somos iguales. Podremos tener los mismos derechos, pero esto no significa que todos seamos iguales. La sociedad debe fomentar siempre la igualdad de oportunidades, pero no tiene porqué tratar a todos por igual. En cualquier sociedad los hay que ponen y los hay que restan. Esta distinción debe ser atendida; de lo contrario, llegará un día en que los que ponen dejarán de hacerlo, en cuyo caso los perjudicados seremos todos. Ha llegado el momento de descubrir de nuevo las matemáticas: solo la suma de cantidades positivas produce un resultado positivo y mayor. La suma de cantidades negativas, aunque sea intercalada con algunas positivas, produce un resultado negativo, o, en el mejor de los casos, un resultado menor, que si fueran todas positivas.
Por mucho que insistan, no somos ciudadanos del mundo. Vivimos en naciones y a ellas recurrimos y de ellas esperamos la respuesta adecuada cuando se precisa una actuación colectiva. Todo aquello que el individuo no es capaz de procurarse por sí mismo (sanidad, seguridad, educación, defensa, el propio Derecho, etc.), exige la existencia de determinada sociedad. Hasta ahora, que yo sepa, nadie le ha ido a pedir a ningún organismo internacional que le garantice una sanidad adecuada, la escolarización de sus hijos, su pensión de jubilación o la seguridad sobre sus bienes y el libre ejercicio de sus derechos. Sin embargo, la corrección política desprecia a las comunidades nacionales. El multiculturalismo o el segregacionismo étnico, de género y sexual, cualquier tipo de discriminación legal (incluida la positiva), provocan la degradación del capital social de la comunidad. La nueva moral deberá hacer revertir este proceso desintegrador.
No se puede desarrollar un proyecto común sin un mínimo de lealtad y responsabilidad por parte de quienes han de llevarlo a cabo. Lo mismo sucede con dada nación. No puede haberla si sus ciudadanos no son leales los unos con los otros y al mismo tiempo corresponsables. Un proyecto comunitario viable exige que cada ciudadano asuma y acepte el papel que le corresponde, según sus capacidades y méritos. Lealtad y responsabilidad colectivas, pero basadas o fundadas en deberes y responsabilidades individuales. El que no sepa, deberá hacerse a un lado y dejar que el interés general sea gestionado por los más capacitados para hacerlo. Ayudar a los demás (¡oh, que frase tan excelsa!) no puede seguir siendo algo abstracto y sin destinatario conocido. Al primero que se debe ayudar es al corresponsable, porque es lo más parecido a ayudarse uno mismo. Actuar en sentido inverso conduce al fracaso. Sólo si uno convierte su nación en una comunidad próspera habrá tiempo y oportunidad para ayudar a otros.
Claro que esto requiere fronteras. En algún punto hay que poner el límite de los derechos, los deberes y las responsabilidades colectivas. Derechos, deberes y responsabilidad necesitan de un ámbito compartido en el que rijan las mismas reglas, en el que todos los sujetos sepan a qué atenerse. Por eso, advertía que vamos a volver a un mundo de fronteras, de fronteras colectivas e individuales. Fronteras colectivas en relación con los ámbitos de corresponsabilidad, y fronteras individuales porque ya nadie sensato va a dejar que le llenen la cabeza con ideas hueras. Por imperativo, habrá que volver a los datos objetivos, a la razón y a la ciencia, en todos los campos. También en el político y en el social. Esto no lo digo porque haya visto ninguna bola de cristal, sino por pura lógica y racionalidad. No existe alternativa. Si las sociedades occidentales no adoptan tales parámetros, ya no podremos seguir hablando de sociedad, ni de naciones occidentales; lo que quedará será una cosa distinta, ajena a nosotros mismos; ni siquiera la propia corrección política será capaz de subsistir, pues es imposible concebirla si no es en relación con lo que llamamos Occidente.
JUANMA BADENAS* Vía EL MUNDO
*Juanma Badenas es catedrático de Derecho civil y académico. Su último libro es La Derecha. La imprescindible aportación de la Derecha a la sociedad actual (Almuzara).
No hay comentarios:
Publicar un comentario