La pandemia revela con fuerza el bien y el mal que puede hacer el estado según cómo es gobernado, y la importancia de los valores y virtudes de quienes lo dirigen. Y este es – así debe ser- el foco de nuestra atención, crítica y exigencia. Pero es irracional e injusto olvidar la responsabilidad de la sociedad, el conjunto de relaciones interpersonales, interfamiliares e institucionales propias de nuestra vida colectiva, de nuestras comunidades.
Nuestra sociedad, la que sufre la Covid-19, está marcada por una cultura hegemónica, la desvinculación, que la ha debilitado y en buena medida desestructurado, porque ha cambiado el sistema consuetudinario de valores, sin reparar en costes personales y sociales, pero también económicos, hasta el extremo de convertirnos en una sociedad que vive instalada en lo patológico, lo ama, lo incentiva, y se olvida y rechaza todo modelo de vida buena.
Esta sociedad patológica la observamos en todos los ámbitos: se centra la atención en la prestación por paro, por pobreza y se gasta una enorme suma de dinero en ello, pero apenas se atiende a cómo evitar el paro y actuar sobre las causas que empobrecen a la población. No hay problema en gastar para tratar a los enfermos de SIDA, en orientar las orgias del chemsex, en situar el preservativo como panacea, pero nada se hace para ayudar a las personas a encontrar la moralidad que les disuada de los excesos, la promiscuidad y la dependencia sexual.
Se niega que exista un modelo de familia y todo se equipara, hasta convertir en canónica la familia monoparental, que es casi siempre una familia desestructurada, o el resultado inesperado de una valiente madre soltera, pero nada se hace para educar e incentivar en el modelo que objetivamente aporta más felicidad y mejores resultados en todos los ámbitos, incluidos el económico y el de salud: el matrimonio estable, dotado de vocación de permanencia y capacidad educadora para los hijos, que es la definición del que debería ser el óptimo familiar, y que coincide con lo que entendemos como matrimonio católico.
Y así podríamos ir señalando caso por caso cómo esta sociedad desvinculada, sus políticas y políticos tratan la realidad, como si en lugar de apostar por el cinturón de sociedad, lo hiciéramos sobre la póliza de seguros, para prescindir de aquel. Estúpido, ¿no? Pues es lo que hay. Se acepta y razona en función del marco mental que con ello se ha construido, al que en ocasiones no es ajeno un mal pensamiento católico.
La pandemia ha revelado como han prescindido de la gente mayor, como ha sido olvidada, maltratada hasta la muerte. Dejada de la mano de Dios en residencias que ahora se constata que no siempre reúnen la condiciones, privadas del acceso al hospital, y si al final conseguían llegar a él, vetadas en la mayoría de los casos el acceso a las UCI, a los vitales respiradores. Para redondearlo se les ha dejado morir solos, aislados, sin la presencia de uno solo de sus seres queridos. Se han aducido falsas razones de seguridad, pero más bien tiene mucho que ver para que la familia no supiera de las indignas condiciones en las que han muerto. Todo esto ha sucedido en cientos, miles de casos en este país. Es un daño terrible que debe ser perdonado, pero para ello es necesario que los responsables soliciten el perdón, cosa que no hacen. Perdón sí, pero también justicia, y en ningún caso olvido.
Pero también hay otra responsabilidad social, la del hábito de mandar a la gente mayor a la residencia. En algunos casos ciertamente puede ser mejor para él, los otros son obligados para conseguir una atención en condiciones, pero lo que no resulta evidente -más bien lo contrario- es que aquellas necesidades se correspondan con todos los ingresados. Hay una cultura del abuelo o abuela, como algo que sobra, que sirve en todo caso para entrañables celebraciones que duran unas horas. Esta sociedad ha roto los vínculos que unían en la convivencia y en la tarea a las tres generaciones vivas. Seguramente no podía subsistir sin adaptaciones al paso de tiempo. Pero lo que se ha hecho no es una adaptación, sino su liquidación y la creación de un nuevo mercado: la atención a los ancianos.
El gobierno griego ha sorprendido con sus magníficos resultados en la lucha contra la pandemia. Con pocos recursos, con un sistema de salud débil, ha optimizado unos resultados que están a años luz del desastre español. Las respuestas del porqué que dan los propios dirigentes griegos contiene cuatro puntos: empezamos antes el confinamiento (en relación con el número de casos), estamos acostumbrados a afrontar las crisis, y otros dos decisivos: la familia continúa siendo fuerte en Grecia, y no tenemos la costumbre de enviar a nuestros mayores a las residencias.
Amar lo patológico tiene un coste inasumible que la sociedad desvinculada iba interiorizando a base de endeudarse. Ahora, todo ha estallado. No saldremos con bien si no construimos la sociedad del deber y el compromiso, que son manifestaciones de amor.
JOSEP MIRÓ i ARDÈVOL Vía VOZ PÓPULI
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